– Está húmedo -constató.
– Iba a decirlo -replicó Fred Olsson-. Estaba en el lavabo. El grifo debía de gotear.
Se miraron desconcertados.
– Esto es sospechoso -declaró Anna-Maria.
El enorme bigote de Sven-Erik tomó vida debajo de la nariz, moviéndose hacia fuera y hacia dentro y de un lado a otro.
– ¿Podéis dar una vuelta alrededor de la casa? -preguntó Anna-Maria-. Yo miraré por aquí dentro.
Fred Olsson y Sven-Erik Stålnacke salieron. Anna-Maria se puso a mirarlo todo muy detenidamente.
«Si no murió aquí -pensó-, el criminal ha estado aquí de todas formas. Si fue él quien cogió el teléfono. Pero, claro, quizá lo llevaba encima cuando salió a correr o a lo que fuera. Lo llevaba en el bolsillo.»
Miró el lavabo donde había estado el bolso. ¿Por qué estaba allí? Abrió el armario del baño. Completamente vacío. La típica casa para ser utilizada por invitados y empleados o para alquilar. No quedaba ningún objeto personal.
«Puedo partir de la base de que los objetos personales que hay aquí son de ella», pensó Anna-Maria.
En la nevera había unos cuantos platos de comida precocinada para calentar en el microondas. De los cuatro dormitorios, tres estaban sin tocar.
«Aquí hay más cosas que ver», pensó Anna-Maria mientras iba de nuevo al recibidor.
Sobre una cómoda blanca había una lámpara antigua. Hubiera parecido kitsch en alguna otra parte pero aquí quedaba bien, consideró Anna-Maria. El pie, hecho de porcelana, tenía pintado un paisaje que parecía sacado de los Alpes alemanes, una montaña en el fondo y un espléndido ciervo en primer plano. La pantalla era de color marrón coñac, con flecos. El interruptor estaba justo debajo del casquillo para la bombilla.
Anna-Maria intentó encenderla. Cuando no lo consiguió, descubrió que no era porque tuviera fundida la bombilla, sino porque faltaba el cable.
«¿Qué es lo que han hecho con el cable?», pensó.
Quizá habían comprado la lámpara en algún mercadillo o en un anticuario y estaba así. Igual la pusieron sobre la cómoda pensando que la arreglarían y allí se había quedado desde entonces.
Anna-Maria tenía mil cosas así en su casa. Cosas que iban a arreglar cualquier año. Aunque, al final, uno se acostumbraba a los defectos. Por ejemplo, la puerta del lavavajillas. Hacía juego con los armarios de la cocina pero se había desprendido hacía cien años y por eso era demasiado ligera para los muelles que tenía. Toda la familia Mella se había acostumbrado a llenarlo y a vaciarlo con el pie puesto en la puerta, de manera que no se cerrara por sí misma. Ella también lo hacía en casa de otros sin pensar. La hermana de Robert solía reírse de ella cuando Anna-Maria la ayudaba a poner dentro los platos sucios.
Quizá simplemente cambiaran la lámpara de lugar y el cable se quedara entre una pared y otro mueble y se saliera del sitio. Pero podría ser peligroso. Si el cable todavía seguía conectado y estaba suelto.
Pensó en el riesgo de incendio y después pensó en Gustav, su hijo de tres años, y todos los tapones de plástico que pusieron en los enchufes de la casa para hacerla más segura.
Le cruzó la mente una imagen de Gustav cuando tenía ocho meses e iba a gatas por todas partes. ¡Qué horror! Un contacto en un enchufe o con un cable cortado tirado por el suelo. Los hilos de cobre fuera del recubrimiento de plástico. Y Gustav, cuya mejor herramienta para investigar el mundo era la boca. Apartó la imagen de la cabeza al momento.
Después cayó en ello. Descarga eléctrica. A lo largo de su vida había visto unas cuantas. Dios mío, aquel chico que murió hacía cinco años. Fue allí para constatar que había sido un accidente. El chico estaba descalzo sobre la encimera de la cocina y había intentado arreglar la lámpara del techo. La piel de la planta de los pies era negra de lo quemada que estaba.
Inna Wattrang tenía una quemadura en forma de cinta alrededor del tobillo.
«Se podría pensar que alguien arranca el cable de una lámpara -pensó Anna-Maria-. Por ejemplo, de una lámpara con un ciervo. Arranca el cable, le quita el recubrimiento de plástico y pone uno de los hilos de cobre alrededor del tobillo de alguien.»
Abrió la puerta de golpe y llamó a sus compañeros. Éstos vinieron dando grandes zancadas sobre la profunda nieve.
– ¡Joder! -exclamó-. ¡Murió aquí! ¡Lo sé! Llama a Tintin y a Krister Eriksson.
El inspector de policía con perro adiestrado, Krister Eriksson, llegó al lugar casi una hora después de que le llamaran sus compañeros. Habían tenido suerte porque solía estar de servicio con su perro Tintin.
Tintin era una hembra de pastor alemán. Era una perra muy hábil en la búsqueda de huellas y cadáveres. Un año y medio antes había encontrado a un cura asesinado, envuelto en una cadena y hundido en el lago Nedre Vuolosjärvi.
Krister Eriksson parecía un extraterrestre. Tenía la cara completamente quemada por un accidente sufrido cuando era joven. No tenía nariz, sólo dos agujeros en medio de la cara. Las orejas eran como las de un ratón. No tenía pelo, ni cejas, ni pestañas y los ojos eran raros, ya que los párpados se los habían reconstruido con cirugía plástica.
Anna-Maria observó su piel gris rosacea y brillante y el pensamiento se le fue de vuelta a Inna Wattrang y a su tobillo quemado.
«Tengo que llamar a Pohjanen», pensó.
Krister Eriksson le puso la correa a Tintin. La perra dio una vuelta alrededor de los pies del amo gimiendo expectante.
– Siempre pone mucha pasión -aclaró Krister enredándose con la correa-. Todavía la tengo que frenar, si no, busca demasiado rápido y puede perderse algo.
Krister Eriksson y Tintin entraron solos en la casa. Sven-Erik Stålnacke y Fred Olsson doblaron la esquina para mirar a través de las ventanas.
Anna-Maria Mella se sentó en el coche y llamó al médico forense, Lars Pohjanen. Le explicó lo del cable de la lámpara que faltaba.
– ¿Y bien? -preguntó después.
– Claro que la quemadura alrededor del tobillo puede ser la marca de un cable por el que le dieran una descarga eléctrica -admitió Pohjanen.
– ¿Un hilo pelado envuelto alrededor del tobillo?
– Claro que sí. Y el otro cierra el circuito.
– ¿La han torturado?
– Quizá. También puede ser un juego que se les haya ido de las manos. No es muy habitual pero puede ocurrir. Hay otra cosa.
– Dime.
– Tiene marcas de pegamento en los tobillos y en las muñecas. Deberías poner a los de la Científica para que controlen los muebles de la casa. Ha estado sujeta con cinta, quizá sólo le hayan pegado las manos y los pies, pero pueden haberla sujetado a un mueble, a las patas de una cama, de una silla o… Espera un momento…
Pasó un minuto. Después volvió a oír la voz cascada del médico forense.
– Me he puesto los guantes para examinarla ahora -aclaró-. Sí, hay una marca pequeña pero clara en el cuello.
– La marca del otro hilo del cable eléctrico -afirmó Anna-Maria.
– ¿El cable de una lámpara, has dicho?
– Humm.
– Entonces debería haber restos de cobre en la piel donde está la quemadura. Voy a hacer una prueba histológica de tejidos, entonces lo sabremos seguro. Pero probablemente sea lo que parece. De todas formas, ha sufrido un trastorno rítmico con lo que ha acabado en este estado parecido al shock. Podría explicar lo de la lengua completamente mordida y las huellas de sus propias uñas en las manos.
Sven-Erik Stålnacke llamó a la ventanilla del coche y señaló la casa.
– Tengo que colgar -se disculpó Anna-Maria con el médico forense-. Te llamo después.
Salió del coche.
– Tintin ha encontrado algo -la informó Sven-Erik.
Krister Eriksson estaba en la cocina con Tintin. La perra tiraba de la correa, ladraba y rascaba frenética el suelo.
– Está indicando aquí -aclaró Krister Eriksson señalando un punto del suelo de la cocina entre la encime-ra y los fogones-. No puedo ver nada pero parece estar completamente convencida.