Dentro de la cabaña hay una escotilla en el suelo. Se taladra un agujero en el grueso hielo y se pone un tubo de plástico alrededor de él y contra la trampilla para que el viento helado no entre en la cabaña por debajo. Después la gente se sienta a pescar a través del agujero.
Leif Pudas estaba en calzoncillos pescando en su cabaña. Eran las ocho y media de la noche. Se había tomado unas cuantas cervezas ya que era sábado. El infiernillo estaba encendido y calentaba. Hacía mucho calor. La temperatura había superado los 25 grados. También había pescado, quince truchas, pequeñas, pero aun así. También había guardado algunos pescados para el gato de su hermana.
Cuando le entraron ganas de mear sintió como una liberación porque tenía mucho calor. Resultaría agradable salir y refrescarse un poco. Se puso las botas de ir en motonieve y salió al frío y la oscuridad en calzoncillos
En cuanto abrió la puerta el viento la vapuleó violentamente.
Durante el día había hecho sol y nada de viento. Pero en las montañas el clima cambia constantemente. La tormenta movía y azotaba la puerta como un perro loco. Al principio casi no hacía viento, era como si estuviera quieto, gruñendo, buscando fuerza. Después se puso en marcha como un demonio. Se preguntaba si los goznes aguantarían. Leif Pudas cogió la puerta con las dos manos para cerrarla. Quizá debería ponerse algo de ropa. Bah, es igual, no se tarda mucho en echar una meadita.
Las rachas de viento llevaban nieve suelta. Nada de nieve blanda y en polvo, sino en forma de afilados diamantes de nieve volando. Pasaba por el suelo como si fuera un látigo blanco, rompiéndole la piel con un ritmo pausado y doloroso.
Leif Pudas buscó al lado de la cabaña un lugar donde resguardarse del viento y se puso a mear. Estaba cobijado contra el viento pero hacía un frío de narices. El escroto se le contrajo hasta convertirse en una bola dura como una piedra. De todas formas pudo orinar y pensó que la meada se quedaría helada en el aire. Que se convertiría en un arco amarillo de hielo.
Justo cuando acabó oyó como un mugido a través del viento y vio que tenía la cabaña justo en la espalda. Casi le hace caer del empujón. Después se la siguió llevando el viento, deslizándola.
Tardó unos segundos en entender lo que había ocurrido. La tormenta se había llevado la cabaña. Vio la ventana cuadrada de cálida luz en la oscuridad y cómo se alejaba de él.
Dio unos cuantos pasos corriendo en la oscuridad pero el anclaje se había soltado y la cabaña cogió velocidad. No había ninguna posibilidad de alcanzarla; se alejaba deprisa sobre las cuchillas.
Primero sólo pensó en la cabaña. La había construido él mismo con madera contrachapada y la había aislado y cubierto con aluminio. Al día siguiente, cuando la encontrara, sólo serviría para hacer fuego para el café. Esperaba que no causara daño a nadie. Entonces sí que habría que lamentarlo.
Al cabo de un momento vino una fuerte racha de viento. Casi le hizo caer al suelo. Fue cuando se dio cuenta de que estaba en peligro. Con toda la cerveza en el cuerpo, era como si tuviera la sangre justo debajo de la piel. Si no conseguía meterse en algún sitio, dentro de muy poco se quedaría congelado, en un momento.
Miró a su alrededor. Arriba, hasta la estación turística de Abisko, seguro que había un kilómetro. No llegaría. Era cuestión de minutos. ¿Dónde estaría la cabaña más cercana? La cortina de nieve y la tormenta hacían que no viera la luz de otras cabañas.
«Piensa -se dij o a sí mismo-. No des ni un puto paso sin antes utilizar la cabeza. ¿Dónde estás exactamente?»
Utilizó la cabeza durante tres segundos y notó cómo se le estaban quedando las manos heladas. Se las puso debajo de las axilas. Dio cuatro pasos desde el lugar donde se encontraba y consiguió llegar hasta la motonieve. La llave estaba en la cabaña fugitiva pero tenía una pequeña caja de herramientas debajo del asiento y la sacó.
Después pidió a alguien de las alturas que le hiciera andar en dirección hacia la cabaña vecina más cercana. No había más de veinte metros pero le entraban ganas de llorar a cada paso. De miedo a no encontrarla. En ese caso, moriría.
Buscaba la cabaña de fibra de Persson. La afilada nieve le daba contra la cara. Como miraba fijamente, se le formaba una especie de barrillo en los ojos y no veía nada con la oscuridad y la nieve, de manera que tenía que secárselos.
Pensó en su hermana. Y pensó en su anterior pareja; se lo habían pasado bien en muchos aspectos.
Casi se tropieza con la cabaña de Persson sin haberla visto. Nadie en casa. Oscuridad en las ventanas. Sacó un martillo de la caja de herramientas. Tuvo que utilizar la mano izquierda porque la derecha no la podía mover. Le dolía tremendamente por llevar cogida el asa de la caja de herramientas. Fue palpando a través de la oscuridad hasta la pequeña ventana de plástico y la rompió.
El miedo lo hacía fuerte y metió sus casi cien kilos por la ventana. Maldijo cuando se arañó el vientre contra el afilado canto de metal, pero aquello no era nada. Nunca la muerte le había resoplado tan cerca de la nuca.
Una vez dentro tenía que calentarse. Aunque estaba a resguardo del aire, dentro de la cabaña hacía frío.
Abrió cajones hasta que encontró cerillas. ¿Cómo iba a poder coger algo tan pequeño cuando tenía las manos completamente heladas? Se metió los dedos en la boca para calentarlos hasta que tuvo sensibilidad y pudo encender la lámpara de gasóleo y el infiernillo. Le temblaba el cuerpo entero y tenía escalofríos. Nunca en la vida había tenido tanto frío como ahora. Helado hasta los huesos.
– Joder, qué frío. Joder, joder, qué frío -repitió varias veces en voz alta. De alguna manera mantenía alejado el pánico. Era como si se hiciera compañía a sí mismo.
El viento entraba por la ventana como una maldición. Alcanzó un cojín que estaba inclinado contra la pared y consiguió parar la entrada de aire lo suficiente, aguantándolo entre la barra de las cortinas y la pared.
Siguió buscando y encontró un anorak rojo, que probablemente era de la señora Persson. También encontró un cajón con ropa interior. Se puso unos calzoncillos largos en las piernas y otros en la cabeza.
El calor fue apareciendo despacio. Mantenía las extremidades cerca del infiernillo. Le picaba y le dolía todo el cuerpo. Sentía un dolor de mil demonios. En una mejilla y en una oreja no tenía sensibilidad ninguna. Era un mal síntoma.
En la litera había un montón de edredones. Estaban helados pero se envolvería en ellos. Por lo menos aislaban.
«He sobrevivido -se dijo a sí mismo-. ¿Qué importa si se me cae la oreja?»
Cogió un edredón de la litera. Tenía un estampado de flores grandes en distintos tonos de azul, una reliquia de los años setenta.
Y debajo había una mujer. Tenía los ojos abiertos y, al estar congelados, blancos como el hielo. En la barbilla y en las manos tenía algo parecido a una papilla, o quizá era vómito. Llevaba puesto un chándal. En la chaqueta había una mancha roja.
No gritó. Ni siquiera se sorprendió. Era como si estuviera saturado por todo lo que le había pasado.
– Pero, joder -dijo simplemente.
Lo que sintió en el cuerpo se parecía a lo que te pasa cuando ves a un cachorro que se mea por centésima vez dentro de casa. Resignación porque todo es una mierda.
Se sobrepuso al impulso de volver a ponerle encima el edredón y olvidarse de ella.
Después se sentó a pensar. ¿Qué cojones iba a hacer ahora? Naturalmente tenía que ir a la estación turística. Aunque no tuviera muchas ganas de andar en la oscuridad. No tenía otra elección. Por otra parte, tampoco quería estar allí descongelándose junto a ella.
Sea como fuera, tenía que quedarse sentado un momento. Hasta que dejara de sentir tanto frío.