Y hacía un año y medio que había desaparecido el gato que tenía. Anna-Maria intentó convencerlo para que se hiciera con otro, pero Sven-Erik se negó en rotundo. «Sólo son molestias -le dijo-. Te ata mucho.» Ella sabía lo que aquello significaba. Se quería proteger de aquel dolor en el corazón. Dios sabe lo que se había preocupado por Manne hasta que finalmente perdió las esperanzas y dejó de hablar del gato.
«Fue una lástima», pensó Anna-Maria. Sven-Erik era un buen hombre. Sería una buena pareja para una mujer. Y un buen amo para cualquier animal. Él y Anna-Maria se avenían bien pero a ninguno de los dos se le ocurriría relacionarse fuera del trabajo. No sólo porque él era mucho mayor, simplemente no tenían mucho en común. Si se encontraban por casualidad en la ciudad o en la tienda cuando no estaban de servicio, no sabían qué decir. Sin embargo, en el trabajo se pasaban el día hablando y se encontraban la mar de a gusto el uno con el otro.
Sven-Erik miró a Anna-Maria. Realmente era una mujer pequeña, poco más de metro y medio. Casi desaparecía en el enorme mono de ir en motonieve. El pelo largo y rubio, aplastado por el gorro. No le importaba. No era de maquillarse y cosas así. Tampoco tenía tiempo. Cuatro hijos y un marido que no parecía que hiciera mucho en casa. Aparte de eso, no había más problemas con Robert. Anna-Maria y él parecían estar bien juntos. Sólo que él era un poco vago.
Aunque ¿cuánto había colaborado él en su casa cuando estaba casado con Hjördis? Pues no lo recordaba. Lo que sí recordaba era que no sabía cocinar al principio, cuando empezó a vivir solo.
– Bueno, pues -dijo Anna-Maria-. ¿Nos vamos tú y yo a través de la tormenta a ver todas las cabañas y los otros que vayan al pueblo y a la estación turística?
Sven-Erik sonrió.
– Será lo mejor. De todas formas ya se ha estropeado la noche del sábado.
En realidad no se había estropeado. ¿Qué hubiera hecho, si no? Habría mirado la tele y quizá hubiera estado un rato en la sauna del vecino. Lo mismo de siempre.
– Es verdad -respondió Anna-Maria mientras se subía la cremallera del mono.
Aunque ella no sentía lo mismo. Aquella noche del sábado no estaba perdida para ella. Un caballero no puede quedarse en casa al abrigo de la familia. Así se vuelve una loca. Tiene que salir y sacar la espada. Volver a casa, cansada y llena de aventuras. Con su familia que seguramente le ha dejado los cartones de la pizza y las botellas de plástico amontonados encima de la mesa de la sala de estar. Pero daba lo mismo. Eso era lo mejor de la vida, llamar a las puertas en la oscuridad y sobre el hielo.
– Espero que no tuviera hijos -dijo Anna-Maria aates de meterse de Ueno en el viento.
Sven-Erik no contestó. Le daba un poco de vergüenza. Él no había pensado en los hijos. Todo lo que había pensado era que esperaba que no hubiera un gato encerrado en un piso en alguna parte esperando a su ama.
Noviembre de 2003
Rebecka Martinsson recibe el alta del departamento de psiquiatría del hospital de Sant Göran y coge el tren hasta Kiruna. En estos momentos está sentada en un taxi delante de la casa de su abuela paterna en Kurravaara.
Desde que murió la abuela, la casa pertenece a Rebecka y a su tío Affe. Es una casa hecha de fibrocemento gris y está junto al río. Los suelos de linóleo están gastados y las paredes tienen manchas de humedad.
Antes, la casa olía a viejo pero estaba habitada. Eran constantes los olores de fondo de botas de agua, establo, comida y hornadas. Los olores a seguridad de la abuela. Y de su padre, claro, en aquellos tiempos. Ahora, la casa huele a abandono y a cerrado. El sótano está forrado de aislamiento de fibra de vidrio para mantener alejado el frío del suelo.
El taxista mete sus maletas. Le pregunta si van al piso de arriba o al de abajo.
– Arriba -le responde.
En el piso de arriba era donde vivía la abuela.
Su padre vivía en el piso de abajo. Allí están los muebles en un sueño extraño y tranquilo bajo grandes sábanas blancas. La mujer del tío Affe, Inga-Britt, utiliza el piso de abajo como trastero. Aquí se van amontonando más y más cajas de cartón de plátanos con libros y ropa. Aquí almacena Inga-Britt sillas viejas que ha conseguido baratas y que restaurará en algún momento. Los muebles de su padre debajo de las sábanas se van arrimando cada vez más a las paredes.
Da lo mismo que no tenga el aspecto de antes. Para Rebecka el piso de abajo no ha cambiado.
Su padre lleva muerto muchos años pero en cuanto entra por aquella puerta lo ve sentado en el sofá de la cocina. Es la hora del desayuno arriba, en casa de la abuela. Él la ha oído llegar por la escalera y se ha puesto de pie de inmediato. Lleva puestas la camisa de franela a cuadros negros y rojos y una chaqueta marca Helly-Hansen de color azul. Lleva los pantalones de trabajo azules de nylon forrados metidos dentro de los calcetines gruesos y largos de lana que la abuela le ha hecho a media. Tiene los ojos un poco hinchados. Cuando la ve se rasca la barba incipiente y sonríe.
Ahora ve muchas más cosas que antes. ¿O las veía entonces? Que se mesara la barba con la mano. Ahora se da cuenta que era un gesto como de vergüenza. ¿Qué le importaba a ella que no se afeitara o que hubiera dormido con la ropa puesta? Ni pizca. Está guapo, guapo.
Y la lata de cerveza que está sobre la encimera de la cocina. Está tan usada y tan desgastada. Hace tiempo que contuvo cerveza aunque ahora bebe algo más que eso, pero quiere que los vecinos crean que es cerveza ligera.
Quiere decirle que a ella no le importó nunca. Era mamá la que se ponía furiosa. Realmente yo te quería de verdad.
El taxi se ha ido. Ha encendido la chimenea y ha puesto en marcha el radiador.
Está tumbada de espaldas en la cocina sobre una alfombra de trapo de la abuela. Con la mirada sigue una mosca. Zumba atormentada y con un ruido fuerte. Se da pesadamente, como ciega, contra el techo. Así se quedan las que se despiertan porque de pronto hace calor en la casa. Con un sonido atormentado y alto y un vuelo defectuoso y lento. Ahora aterriza en la pared, anda de un lado a otro débil y sin objetivo. No tiene ninguna capacidad de reacción. Probablemente la pudiera matar de un manotazo. Así no tendría que oír el ruido. Pero no tiene fuerzas. Se queda allí tumbada mirando. De todas formas seguro que se muere dentro de nada. Después ya la barrerá.
Diciembre de 2003
Es martes. Rebecka va todos los martes a la ciudad a ver a una terapeuta y recoger su dosis semanal de Cipramil. La terapeuta es una mujer de unos cuarenta años. Rebecka intenta no menospreciarla. No puede dejar de mirarle los zapatos y pensar que son «baratos» y que la chaqueta le sienta mal.
Pero el desprecio es traidor. De pronto se da la vuelta y dice: ¿Y tú, que ni siquiera trabajas?
La terapeuta le pide que le hable de su niñez.
– ¿Por qué? -le responde Rebecka-. No es por eso por lo que estoy aquí, ¿no?
– ¿Por qué crees tú que estás aquí?
Está muy cansada de las contra preguntas profesionales. Observa la alfombra para esconder la mirada.
¿Qué podría explicar? El mínimo hecho es como un botón rojo. Si lo presionas no se sabe qué va a ocurrir. Recuerdas cómo bebías un vaso de leche y después viene todo lo demás.
«No pienso chapotear en todo eso», piensa y fulmina con odio el paquete de pañuelos de papel que siempre está dispuesto sobre la mesa que hay entre ellas.
Se ve desde fuera. No puede trabajar. Se sienta en la fría taza del váter por la mañana y presiona las pastillas para sacarlas del envase, con miedo de qué pasaría si no lo hiciera.
Las palabras son muchas. Embarazoso, patético, lamentable, asqueroso, repugnante, carga, locura, enferma. Asesina.
Tiene que ser un poco agradable con la terapeuta. Complaciente. Mejorando. No siempre tan pesada.