Выбрать главу

«Le voy a explicar algo -piensa-. La próxima vez.»

Podría mentir. Ya lo ha hecho antes.

«Podría decirle: Mi madre. Creo que no me quería.»

Y realmente quizá no sea una mentira. Sino una pequeña verdad. Pero esta verdad esconde la gran verdad:

«No lloré cuando murió -piensa Rebecka-. Tenía once años y me sentí fría como el hielo. En el fondo hay algo que está mal dentro de mí.»

Nochevieja de 2003

Rebecka celebra la Nochevieja con Bella, la perra de Sivving Fjällborg. Sivving es su vecino. Era amigo de su abuela cuando Rebecka era pequeña.

Le preguntó a Rebecka si quería ir con él a casa de su hija Lena y de su familia. Rebecka buscó excusas y él no insistió. Le dejó a la perra. No suele haber problemas cuado se hace cargo de Bella. Él le dijo que necesitaba que alguien la vigilara pero, en realidad, es Rebecka la que necesita que la vigilen. Es igual. Rebecka se alegra de la compañía.

Bella es una vivaracha vorsteh. Está loca por la comida como todos los de su raza y estaría gorda como una vaca si no estuviera siempre moviéndose. Sivving deja que corra todo lo que quiera junto al río y suele pedirle a los del pueblo que se la lleven de caza. Dentro de casa no para, siempre de un lado para otro hasta que te vuelves loca. Se levanta y empieza a ladrar en cuanto oye el mínimo ruido. Pero esa actividad constante la mantiene delgada como un palo. Debajo de la piel se le marcan claramente las costillas.

Casi siempre es un castigo estar tumbada pero en estos momentos Bella ronca sobre la cama de Rebecka. Ésta ha esquiado junto al río durante horas. Al principio arrastraba a Bella, y luego la ha dejado suelta para que corriera. Corría como una loca de un lado a otro levantando la nieve. Los últimos kilómetros andaba al paso tras las huellas de Rebecka.

A eso de las diez ha llamado Måns, su jefe de la oficina.

Cuando oye su voz, se pasa la mano por la melena. Como si la pudiera ver.

Ha pensado en él. A menudo. Y cree que cuando estaba hospitalizada llamó y preguntó por ella. Pero no está segura. Lo recuerda tan mal. Le parece que le dijo a la enfermera de la planta que no quería hablar con él. Los electrochoques la confundían y la memoria inmediata desaparecía. Era como una vieja que podía decir las mismas cosas una y otra vez en un plazo de cinco minutos. Entonces no quería tener contacto con nadie. Y con Måns menos. No quería que la viera de aquella manera.

– ¿Cómo va todo? -le pregunta.

– Bien -responde ella sintiéndose por dentro como un puto organillo cuando oye su propia voz-. ¿Y tú?

– Bien, joder, muy bien.

Ahora le toca hablar a ella. Intenta encontrar algo de interés, mejor si es divertido, pero en la cabeza se le ha parado todo.

– Estoy en un hotel en Barcelona -le informa él finalmente.

– Yo estoy mirando la tele con el perro de mi vecino. Él está celebrando la Navidad con su hija.

Måns no responde de inmediato. Tarda un segundo. Rebecka escucha. Después volverá a ese segundo de silencio una y otra vez como si fuera una adolescente. ¿Significa algo? ¿Qué? ¿Una pincelada de celos hacia el desconocido hombre del perro?

– ¿Y quién es ese tío? -pregunta Måns.

– Pues es Sivving. Está jubilado y vive en la casa del otro lado del camino.

Le habla de Sivving. Que vive en el sótano de la casa con su perro. Porque así todo es más sencillo. Allí tiene todo lo que necesita, tanto nevera como ducha y cocinilla. Y menos problemas para limpiar si no se dejan las cosas por todas partes. Y le explica de dónde le viene el nombre. Que en realidad se llama Erik, pero su madre, en un ataque de orgullo, dejó que escribieran su título de ingeniero civil en la guía telefónica: «civ. ing.». Y aquello lo castigó el pueblo de inmediato con la ley de que nadie debe creerse superior. Así que empezaron con el «Mira, si es el mismísimo civ. ing. de visita».

Måns se echa a reír. Y ella también. Y se ríen un poco más, porque no tienen mucho más que decir. Le pregunta si hace frío. Ella se levanta del sofá y mira el termómetro.

– Treinta y dos grados.

– ¡Joder!

De nuevo el silencio. Demasiado largo. Después él añade con rapidez:

– Bueno, te llamaba para desearte feliz año nuevo… todavía soy tu jefe.

«¿Qué es lo que quiere decir con eso? -se pregunta Rebecka-. ¿Es que llama a todos los que trabajan para él? ¿O sólo a los que él sabe que no tienen nada más que el trabajo? ¿O es que se preocupa por mí?»

– Feliz año nuevo para ti también -responde y, como aquellas palabras están al límite de la formalidad, permite que la voz le salga tierna.

– Bueno… voy a salir a ver los fuegos artificiales…

– Sí, yo también tengo que sacar al perro…

Cuando han colgado se queda sentada con el teléfono en la mano. ¿Estaba solo en Barcelona? Seguro que no. El final ha sido demasiado rápido. ¿Oyó una puerta? ¿Había entrado alguien? ¿Fue por eso por lo que se despidió de forma tan abrupta?

Junio de 2004

Fue una suerte para Rebecka Martinsson no ver al fiscal jefe, Alf Björnfot, suplicar para que la emplearan. En ese caso, su orgullo le hubiera hecho rechazar el trabajo.

El fiscal jefe, Alf Björnfot, va a ver a su superior a, la jefa de la fiscalía, Margareta Huuva, a la hora de comer, después del trabajo. Elige un lugar con auténticas servilletas de lino y flores naturales en los jarrones de las mesas.

Margareta Huuva se pone de buen humor. Además, el muchacho que va a servirles le aparta la silla y le hace un cumplido.

Se podía pensar que aquello era una cita. Una pareja que se ha encontrado tarde en la vida, los dos con más de sesenta años.

La jefa de la fiscalía, Margareta Huuva, es una mujer baja y algo corpulenta. Le queda bien el cabello plateado muy corto y el color de su pintalabios hace juego con el polo de color rosa que lleva debajo de la americana azul.

Cuando Alf Björnfot se sienta, se da cuenta de que los pantalones de pana que lleva tienen las rodilleras gastadas. Las tapetas de los bolsillos de la americana siempre las tiene medio metidas. Cuando se guarda cosas, siempre están en medio y por eso se quedan así.

– No te metas tantas mierdas en los bolsillos -suele ordenarle su hija cuando intenta aplanar las arrugadas tapetas.

Margareta Huuva le pide a Alf Björnfot que le explique por qué quiere emplear a Rebecka Martinsson.

– Necesito a una persona en mi distrito que sepa de delincuencia económica -le aclara-. La empresa LKAB no hace más que subcontratar, de manera que allá arriba tenemos cada vez más empresas y más embrollos económicos que resolver. Si conseguimos convencer a Rebecka Martinsson tendremos mucho abogado por lo que le paguemos. Trabajó en uno de los mejores bufetes de Suecia antes de venir a vivir aquí.

– Antes de que cayera enferma psíquicamente, quieres decir -replicó Margareta Huuva perspicaz-. Realmente, ¿qué es lo que le pasó?

– Yo no estaba, pero mató a aquellos tres hombres de Jiekajärvi hace poco más de dos años. Estaba claro que había sido en defensa propia, así que nunca se habló de acusación. Bueno… y cuando empezaba a recuperarse pasó lo de Poikkijärvi. Lars-Gunnar Vinsa la encerró en el sótano, luego mató a su hijo y después se suicidó. Cuando ella vio al chico, se vino abajo.

– La encerraron en un psiquiátrico.

– Sí. Estaba que no sabía dónde tenía la mano derecha.

Alf Björnfot se queda callado y piensa en lo que le explicaron los inspectores de policía, Anna-Maria Mella y Sven-Erik Stålnacke. Que Rebecka Martinsson gritaba como una loca. Que veía cosas y gente que no estaban. Cómo la tuvieron que coger para que no se tirara al río.

– Y tú quieres que la nombre fiscal de refuerzo.

– Ya está bien. Esta oportunidad no se presentará más. Si no le hubiera ocurrido todo eso, estaría en Estocolmo ganando un montón de dinero. Pero ha vuelto a casa. Y creo que ya no quiere seguir trabajando para el bufete.