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– Carl von Post dice que no hizo un buen trabajo como representante de Sanna Strandgård.

– Porque limpió el suelo con él, por eso. No debes hacerle caso. Ese tipo se cree el ombligo del mundo.

Margareta Huuva sonríe y mira el plato. Ella no tiene ningún problema con Cari von Post. Es de esos tipos amables con sus superiores. Claro que es un mierdecilla egocéntrico. Ella no es tan tonta como para no verlo.

– Bueno, seis meses. Para empezar.

El fiscal jefe Alf Björnfot suspira.

– Ni hablar. Es abogada y gana más del doble que yo. No le puedo ofrecer un empleo de prueba.

– Abogada o no, en estos momentos no sabemos si puede clasificar la fruta en un súper. Un tiempo de prueba y punto.

Y fue lo que se decidió. Luego pasaron a temas más agradables: cotilleos sobre compañeros, policías, jueces y políticos locales.

Una semana más tarde el fiscal jefe, Alf Björnfot, está sentado junto a Rebecka Martinsson en la escalera de la casa de Kurravaara.

Las golondrinas vuelan como cuchillos lanzados al cielo. Se las oye cuando se meten debajo del tejado del establo. Después, vuelven a salir y dejan a los polluelos pidiendo más comida.

Rebecka mira a Alf Björnfot. Un hombre de unos sesenta años, pantalones feos y gafas para leer que le cuelgan de un cordón alrededor del cuello. Parece un hombre simpático. Se pregunta si hace bien su trabajo.

Toman café en taza grande y ella lo invita a galletas digestivas directamente del paquete. Él ha ido hasta allí para ofrecerle el nombramiento como fiscal de refuerzo de Kiruna.

– Necesito a alguien capaz -le dice simplemente-. Alguien que se quede.

Mientras ella responde él cierra los ojos con la cara vuelta hacia el sol. No le queda mucho pelo y se le ven las manchas de la edad arriba, en la coronilla.

– No sé si puedo seguir con ese tipo de trabajo -se sincera Rebecka-. No confío en mi cabeza.

– Pero seguro que no es un desperdicio intentarlo -le responde él sin abrir los ojos-. Prueba seis meses. Si no puedes pues no puedes.

– Me volví loca. ¿Lo sabes, verdad?

– Claro que lo sé. Conozco a los policías que te encontraron.

De nuevo le recuerdan que es un tema de conversación.

El fiscal jefe Björnfot sigue con los ojos cerrados. Piensa en lo que acaba de decir. ¿Debería haber dicho otra cosa? No, a esta chica hay que irle de cara, lo ve muy claro.

– ¿Son ellos los que te han dicho que he vuelto? -le pregunta.

– Sí, uno de los policías tiene un primo que vive aquí en Kurravaara.

Rebecka se echa a reír. Una risa sin alegría y seca.

– Sólo yo no sé nada de nadie. Fue demasiado para mí -añade-. Nalle allí muerto sobre la grava. De verdad que le tenía aprecio. Y su padre… creí que iba a matarme.

Él emite un gruñido como respuesta. Los ojos todavía cerrados. Rebecka aprovecha para observarlo con tranquilidad. Es fácil hablar con él si no la mira.

– Es una de esas cosas que uno cree que nunca van a ocurrirle. Al principio tenía mucho miedo de que volviera a pasar. Y tener que quedarme allí. Vivir en una pesadilla el resto de mi vida.

– ¿Todavía tienes miedo de que te vuelva a ocurrir?

– ¿Quieres decir en cualquier momento? Atravesar la calle y… ¡plaf!

Ella abre y cierra la mano, estira los dedos, como para ilustrar unos fuegos artificiales de locura.

– No -continúa-. Era entonces cuando necesitaba la locura. La realidad era demasiado pesada.

– De todas maneras a mí todo eso no me preocupa -le dice Alf Björnfot.

Ahora la mira.

– Necesito buenos fiscales.

Se queda callado. Luego vuelve a hablar. Mucho tiempo después Rebecka recordará sus palabras y pensará que aquel hombre sabía exactamente lo que hacía. Cómo manejarla. Descubrirá que es un hombre que conoce a la gente.

– Aunque lo cierto es que comprendo que tengas dudas. El lugar de trabajo es en Kiruna, así que será un trabajo jodidamente solitario. Los demás fiscales están en Gällivare y en Luleå y sólo vienen cuando se celebran los juicios. La idea es que te hagas cargo de la mayor parte de los juzgados de primera instancia. Una secretaria de fiscales irá una vez a la semana para expedir las solicitudes de juicios y cosas así. De modo que es aislado.

Rebecka le promete pensarlo aunque aquello de trabajar sola la decide. No tener que estar con gente a su alrededor. Eso y el hecho de que un funcionario de la Seguridad Social la llamó hace una semana para hablar de empezar un entrenamiento para integrarse poco a poco a la vida laboral. En aquel momento Rebecka se sintió enferma de miedo. Ponerla con un grupo de gente que padece el síndrome del agotamiento para hacer cursos de informática o de piensa-en-positivo.

– Se acabó la buena vida -le explica a Sivving por la noche-. Puedo probar lo de la fiscalía igual que cualquier otra cosa.

Sivving está junto a la cocinilla dándole la vuelta a unas rodajas de morcilla.

– Deja de darle pan a la perra por debajo de la mesa -le dice-. Que te veo. Así que de abogada, ¿eh?

– Nunca más.

Piensa en Måns. Ahora tendrá que despedirse. Por una parte le resulta agradable. Se ha sentido como una carga para el bufete durante mucho tiempo. Claro que él entonces desaparecerá para siempre

«Mejor -se dice a sí misma-. ¿Cómo sería una vida junto a él? Le miraría los bolsillos cuando duerme en busca de recibos y corbatas manchadas para saber si ha estado en el bar bebiendo. Las huellas aterran, dicen. ¿Se pueden tener peores relaciones? Poco y mal contacto con sus hijos adultos. Separado. Sólo relaciones cortas.»

Hace una lista de sus defectos. No le ayuda en absoluto.

Cuando trabajaba para él ocurría que a veces la rozaba de alguna manera. «Buen trabajo, Martinsson», y el roce. La mano en la parte superior de su brazo. Una vez una rápida caricia en el pelo.

«Voy a dejar de pensar en él -se ordena a sí misma-. Me atonta. La cabeza entera ocupada por un hombre, sus manos, su boca, por detrás y por delante y todo lo demás. Pueden pasar meses sin que una tenga un pensamiento sensato.»

DOMINGO

16 de Marzo de 2005

La mujer muerta llegó navegando a través de la oscuridad hasta la inspectora de policía, Anna-Maria Mella. Flotaba de la manera que lo hubiera hecho si un mago le hubiera pasado la capa por encima y la hubiera hecho alzarse, tumbada de espaldas con los brazos pegados a los lados.

«¿Quién eres tú», pensó Anna-Maria.

Su blanca piel y los ojos congelados hacían que pareciera una estatua. Sus rasgos también recordaban a una estatua de mármol de la antigüedad. Tenía el principio de la nariz muy alto, entre las cejas, la frente y la nariz, de perfil, formaban una línea sin interrupción.

Gustav, el hijo de tres años de Anna-Maria, se dio la vuelta durmiendo y le dio unas cuantas patadas en el costado. Cogió el pequeño pero musculoso cuerpo de niño y lo giró con resolución, de manera que se quedara tumbado con el culo y la espalda contra ella. Lo acercó hacia sí y le acarició la barriga por debajo del pijama con movimientos circulares, apretó la nariz contra su sudado pelo y le dio un beso. Él suspiró en sueños.

A esta edad los críos tienen unos cuerpecillos de lo más dulce. Se vuelven grandes muy deprisa y entonces se acabaron las caricias y los besuqueos. Anna-Maria no quería pensar en el momento cuando ya no quedara ningún pequeño en la casa. Posiblemente tuviera nietos. Tenía esperanzas en Marcus, su hijo mayor podría empezar pronto.

Y en caso de apuro está Robert, pensó sonriendo hacia su marido que dormía. Hay ciertas ventajas en mantener el mismo marido que al principio. Por muchas arrugas y flacideces que yo tenga, siempre verá aquella chica que conoció al principio de los tiempos.

O siempre me puedo rodear de unos cuantos perros, siguió ella con sus pensamientos. Que duerman en la cama con las patas sucias, goteando pipí y todas esas cosas.