Muere al instante. A pesar de ello, sus músculos siguen contrayéndose.
Mira a su alrededor y le invade una sensación turbia de que aquello no ha salido demasiado bien. Las instrucciones eran que debería parecer un crimen fortuito. Sin sospechas de que conocía al que lo había perpetrado. No debería ser encontrada en la casa.
Aquello es desfavorable pero de ninguna manera una catástrofe. La cocina no está demasiado desordenada y el resto de la casa no se ha tocado. Esto lo arregla él. Mira el reloj. Aún tiene mucho tiempo. Dentro de poco fuera se hará de noche. Mira a través de la ventana. Ve un perro suelto por allí. Ya ha visto unos cuantos. Si la deja fuera, en alguna parte, alguien la encontrará. En ese caso, la policía se puede poner en marcha antes de que despegue el avión. Seguro que encuentra una solución… Abajo, en el hielo, hay unas cabañas sobre trineos. Sólo tiene que llevarla hasta alguna de ellas cuando se haga de noche. Cuando la encuentren él ya estará muy lejos de allí. Ya ha dejado de moverse.
Ahora descubre dónde estaban los cuchillos. Están colgados de una lista magnética junto a los fogones. Bien. Así podrá cortar la cinta con la que está sujeta.
Cuando se hace oscuro, Morgan Douglas baja a Inna Wattrang hasta una cabaña sobre el hielo. Las huellas de las motonieve son duras y es cómodo caminar por ellas. La cabaña es fácil de abrir. La pone dentro sobre una litera. En el bolsillo lleva una linterna que encontró en el armario de la limpieza. La cubre con un edredón. Cuando la luz le da en el hombro, ve que tiene una mancha roja en la clara gabardina. Se la quita y al levantar la trampilla que hay en el suelo, ve que hay un agujero sobre el hielo. Sólo se ha formado una fina capa que él puede romper. Mete la gabardina en el agujero. Se irá flotando por debajo del hielo.
Cuando vuelve a la casa, la limpia. Silba cuando friega el suelo de la cocina. Mete su ordenador, la cinta arrugada que ha utilizado, el trapo del suelo y el pincho de la barbacoa en una bolsa de plástico que se lleva con él en el coche.
En el camino de Abisko a Kiruna, se para en el arcén. Sale del coche. Ha empezado a hacer viento. Frío de verdad. Se adentra un paso en el bosque para tirar la bolsa con el ordenador y lo demás. Inmediatarnente se hunde en la profunda nieve. Se hunde casi hasta la cintura. Tira la bolsa en el bosque. La nieve la tapará. Probablemente nadie la encuentre nunca.
El teléfono de ella, que tiene en el bolsillo, también lo tira. ¿En qué estaba pensado cuando se lo guardó?
Después tiene muchas dificultades en salir de la cuneta. Se arrastra hacia el coche y consigue quitarse un poco la nieve de encima.
El trabajo está hecho. Éste es un país de mierda donde hace un frío tremendo.
Rebecka Martinsson se había quedado un rato en el trabajo después de haber llevado a Alf Björnfot a su domicilio. Cuando llegó a su casa, la boxeadora la esperaba en el recibidor, clavando sus afiladas uñas en sus caras y finas medias de Wolford. Enseguida se puso unos tejanos y una chaqueta vieja. A las nueve y media llamó a Anna-Maria Mella.
– ¿Te he despertado? -preguntó.
– Qué va -aseguró Anna-Maria-. Estoy tumbada en una cama limpia de hotel esperando el desayuno de mañana.
– ¿Qué es lo que le pasa a las mujeres con los desayunos de hotel? Huevos revueltos, salchichas baratas y bollos. No entiendo lo que pasa.
– Vete a vivir con mi marido y con mis hijos unos días y lo entenderás perfectamente. ¿Ha ocurrido algo?
Anna-Maria se sentó y encendió la lámpara que estaba junto a la cama. Rebecka le explicó la conversación con Sven Israelsson. Sobre la venta de sus acciones de Quebec Invest en Northern Explore AB. Y que parecía como si el grupo de empresas alrededor de Kallis Mining se hubiera vaciado de dinero para financiar la actividad militar en Uganda.
– ¿Lo puedes demostrar? -preguntó Anna-Maria.
– Aún no pero tengo un noventa y nueve por ciento de probabilidades de tener razón.
– De acuerdo. ¿Hay algo que sea suficiente para una detención o para un registro domiciliario? ¿O algo que pueda enseñar para que me dejen entrar en Regla? Sven-Erik Stålnacke y yo fuimos allí hoy y nos tuvimos que dar la vuelta en la verja de entrada. Dijeron que Diddi Wattrang estaba en Canadá. Pero yo creo que estaba en casa sin hacer nada. Quiero preguntarle sobre la conversación con Inna antes de que la mataran.
– Diddi Wattrang es sospechoso de grave delito de información privilegiada. Le puedes pedir a Alf Björnfot una solicitud de arresto porque él es el jefe del grupo que lleva este asunto.
Anna-Maria saltó de la cama y empezó a ponerse los tejanos sujetando el teléfono entre el hombro y la oreja.
– Voy a hacerlo -dijo-. Maldita sea. Voy a ir ahora mismo.
– Tranquila -le pidió Rebecka.
– ¿Por qué? -bufó Anna-Maria-. Me han hecho enfadar mucho.
En cuanto Rebecka colgó el teléfono tras la conversación con Anna-Maria Mella, volvió a sonar. Era Maria Taube.
– Hola -dijo Rebecka-. ¿Ya habéis llegado a Riksgränsen?
– Oh, sí. ¿No oyes el ruido? A lo mejor no sabemos esquiar muy bien pero ¡sabemos qué se hace en un bar!
– Vaya, entonces Måns también estará contento.
– Muy contento, te diría. Está aparcado cerca del barman y tiene a Malin Norell alrededor del cuello. Así que creo que está pero que muy a gusto.
Rebecka notó un puño frío en el corazón.
Hizo un esfuerzo por mantener alegre la voz. Contenta y normal. Contenta y ligera. Sólo interesada por cortesía.
– Malin Norell -repitió-. ¿Quién es?
– Una de derecho empresarial. Vino desde Winges hace un año y medio. Es un poco mayor que nosotras, treinta y siete, treinta y ocho o así. Divorciada. Tiene una hija de seis años. Creo que ella y Måns tuvieron algo cuando empezó a trabajar con nosotros, pero no sé… ¿Vendrás mañana?
– ¿Mañana? No, he de… es que hay mucho trabajo justo en estos momentos y… y no me siento muy bien… creo que estoy pillando un catarro.
Maldijo para sí. En dos mentiras siempre hay una de más. Sólo tienes que encontrar una excusa cuando quieres mentir sobre algo.
– Vaya, qué pena -respondió Maria-. Tenía ganas de verte.
Rebecka asintió con la cabeza. Tenía que acabar la conversación. Ahora.
– Nos vemos -consiguió decir.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Maria un poco intranquila-. ¿Ha ocurrido algo?
– No. Todo bien… sólo que…
Rebecka se interrumpió. Le dolía la garganta. Tenía un nudo que no dejaba que salieran las palabras.
– Ya hablaremos en otra ocasión -susurró-. Te llamaré.
– No, espera -pidió Maria Taube-. ¿Rebecka?
Pero no obtuvo respuesta. Rebecka había colgado.
Rebecka estaba en el baño delante del espejo. Se miraba la cicatriz que le iba desde el labio hasta la nariz.
«¿Qué creías? -se dijo a sí misma-. ¿Qué cojones creías?»
Måns Wenngren estaba en el bar del Hotel Riksgränsen. Malin Norell estaba a su lado. Justo él acaba de decir algo y ella se había reído y su mano había aterrizado en su rodilla. Después la retiró. Una corta señal. Era suya si él quería.
Hubiera deseado que así fuera. Malin Norell era guapa, inteligente y divertida. Cuando empezó a trabajar con ellos se mostró claramente interesada y él se dejó apresar, le gustó ser el elegido. Estuvieron juntos un tiempo y celebraron el Año Nuevo en Barcelona.
Pero estuvo pensando en Rebecka todo el tiempo. A Rebecka le habían dado el alta en el hospital. Cuando estaba ingresada la llamó pero ella no quiso hablar con él. Y durante la corta relación entre él y Malin Norell, pensó que fue mejor así. Pensó que Rebecka era demasiado complicada, que estaba demasiado deprimida, difícil de cojones.