Pero Sivving parece que lo acepta. No tiene ni idea de lo que, en realidad, hace en el trabajo.
– Bueno -dice simplemente.
– Oye -dice-. Tengo una gatita arriba, en casa. ¿Verdad que la podrías cuidar?
– Claro que sí, pero ¿es que vas a estar fuera mucho tiempo? -se interesa Sivving.
Y cuando ella se dirige hacia el coche, le grita:
– ¿No te cambias de chaqueta?
Sale a la carretera que va hacia Kiruna y se da cuenta de que no ha pensado adonde se dirige. Porque ya lo sabe. Va a ir hasta Riksgränsen.
– ¿Qué es esto? -pregunta Anna-Maria Mella.
Sven-Erik Stålnacke va en el lado del copiloto y escruta con la mirada las primeras verjas de la Heredad Regla. A la luz de los focos del Passat de alquiler, ve un Hummer aparcado delante de ellos, justo al otro lado de la verja.
– ¿Son los seguratas o qué? -pregunta él.
Se paran delante de la verja. Anna-Maria pone el punto muerto y sale del coche con el motor en marcha.
– ¡Hola! -grita.
Sven-Erik Stålnacke también sale del coche.
– Dios mío -exclama Anna-Maria-. ¡Jesús bendito!
Allí hay dos cuerpos boca abajo. Revuelve debajo de su chaqueta en busca de su arma.
– ¿Qué cojones ha pasado aquí? -pregunta.
Da un paso rápido para salir del haz de luz de su coche.
– Apártate de la luz -le indica a Sven-Erik-. Y apaga el motor.
– No -le replica Sven-Erik-. Entra en el coche y nos vamos de aquí a llamar para que envíen refuerzos.
– Vale, ve tú -le responde Anna-Maria-. Yo voy a echar un vistazo.
La verja exterior bloquea sólo el camino. Son las dos verjas interiores en la avenida las que están encastadas en un muro. Anna-Maria pasa por detrás del poste de la verja pero se para un poco apartada de los cuerpos. No quiere llegar hasta ellos mientras estén a la luz de su coche.
– Retrocede -le ordena a Sven-Erik-. Sólo quiero echar un vistazo.
– Siéntate en el coche -le gruñe Sven-Erik-. Voy a llamar para que envíen refuerzos.
Y ahí empieza la pelea. De pronto están allí discutiendo como una pareja de viejos.
– Sólo será un vistazo. Vete de aquí o apaga el jodido motor -bufa Anna-Maria.
– Hay unas normas. ¡Siéntate en el coche! -le ordena Sven-Erik.
Qué poco profesionales, pensarán tiempo después. Hubieran podido dispararse el uno al otro. Siempre que hablan de la reacción extraña que se puede tener en situaciones difíciles, su pensamiento volverá a este momento.
Al final Anna-Maria se pone directamente ante el haz de luz. Con su Sig Saner en una mano, toca con la otra un lado del cuello de los dos que están tumbados en el suelo. No hay pulso.
Agachada, da unos pasos hacia el Hummer y mira dentro. Una sillita. Un niño. Un niño pequeño muerto. Le han disparado en la carita.
Sven-Erik ve que se apoya contra la ventanilla con la mano que tiene libre. Tiene la cara pálida como la ceniza a la luz de los focos del Passat. Lo mira directamente a los ojos con una mirada tan llena de desconcierto que a él se le encoge el corazón.
«¿Qué?», pregunta.
Pero en ese mismo momento se da cuenta de que no ha emitido ningún sonido.
Ella se inclina hacia delante. Todo su cuerpo se contrae como en una dolorosa convulsión. Y lo mira. Acusadora. Es como si algo fuera culpa suya.
Al instante siguiente ya no está. Como un zorro se ha apartado del haz de luz del Passat y él no sabe adonde ha ido. Está tan oscuro allí fuera. Las gruesas nubes de la noche no dejan entrar la luz de la luna.
Sven-Erik se mete en el coche para apagar el motor. Todo se queda en silencio y oscuro.
De nuevo de pie, oye unos pasos que corren hacia la casa.
– ¡Anna-Maria, cojones! -le grita.
Pero no se atreve a gritar muy alto.
Está a punto de ir corriendo detrás de ella pero entonces reflexiona.
Llama para que envíen refuerzos. Jodida tía. La conversación dura dos minutos. Pasa un miedo de muerte cuando habla por teléfono. Miedo a que alguien lo oiga. Alguien que venga a dispararle en la cabeza. Se agacha junto al coche durante la conversación. Intenta escuchar. Intenta ver algo en la oscuridad. Le quita el seguro a su arma.
Cuando acaba, sale corriendo detrás de Anna-Maria. Mira dentro del Hummer para ver qué es lo que la ha hecho reaccionar así, pero está demasiado oscuro sin los focos del Passat. No ve nada.
Se pone al lado del camino para subir hacia la casa. Corre en silencio sobre el césped. Si su propia respiración no sonara como un fuelle, igual podría oír algo. Tiene tanto miedo que se siente enfermo. Pero ¿qué cojones puede hacer? ¿Dónde está Anna-Maria?
Ester ve algo en el espejo. Se parece a ella misma. Por lo que la ciencia ha conseguido saber, no hay nada en nosotros que perdure. El hombre es una mezcla de cuerdas vibrantes. Y el aire a nuestro alrededor también es una mezcla de cuerdas vibrantes. Es curioso que no atravesemos muros diariamente y fundamos nuestras existencias.
Se ha entregado, aunque no sabe a qué. Es a un nivel más profundo que su entendimiento. A cada paso el acuerdo queda firmado. Se fue a vivir al desván de Mauri. Ha entrenado su cuerpo. Se ha cargado de hidratos de carbono. Ahora la cabeza debe acompañar a los pies y no al revés.
La cabeza descansará cuando los pies corran por la escalera que va al sótano.
A la vez, cinco hombres avanzan hacia la casa de Regla. Todos llevan ropa negra. El jefe del grupo es el que Ester ha llamado Lobo en su mente. Él y otros tres van armados con metralletas. El último es un tirador de precisión.
Éste se tumba sobre el césped con el jefe de seguridad, Mikael Wiik, en el punto de mira. No necesitaría estar tumbado porque el objetivo está completamente quieto.
Mikael Wiik está de pie en la escalera de la casa y escucha lo que pasa en el camino. Diddi y su mujer han cogido el coche y se van de Regla. Probablemente Diddi se ha peleado con Mauri. Justo esta puta noche, pero Diddi últimamente es imprevisible.
Ha oído cómo se paraba el coche allí abajo junto a la verja exterior y después cómo se paraba el motor. Se pregunta por qué no han continuado. Seguramente están en el coche y tienen la pelea del siglo.
«Yo hago mi trabajo -piensa Mikael Wiik-. Y ése no es mi trabajo.
»No me mezclo -piensa-. Y no estoy involucrado.Tampoco en lo de Inna. Yo le di a Mauri aquel número de teléfono. Pero en lo que ocurrió después, realmente no estoy implicado.»
Había mirado el cuerpo de Inna en el tanatorio de Kiruna. Era una herida burda.
Intenta convencerse a sí mismo de que aquello no lo podía haber hecho un profesional. Ella murió por otro motivo. No tenía nada que ver con Mauri Kallis.
Respira hondo. La primavera se nota como una negra arteria en el aire de la noche. El aire es cálido y trae consigo aromas de verde. Este verano se comprará un barco. Se llevará a su novia por el archipiélago.
Después ya no piensa más. Cuando cae hacia delante y se da contra la escalera de piedra, ya está muerto.
El tirador de precisión cambia de posición. Da la vuelta hasta el otro lado de la casa. Los ventanales del comedor son grandes. Mira lo que hay dentro. Sólo un vigilante contra la pared del comedor. Los demás invitados son sitting ducks. Informa de que hay vía libre a través de su pinganillo.
Ester Kallis corta la luz desde los contadores. Con unos rápidos movimientos, desenrosca los plomos de las tres fases de entrada. Tira los plomos debajo de un estante que hay cerca. Oye cómo van rodando por el suelo y se quedan quietos. La oscuridad es compacta.
Respira hondo. Los pies conocen el camino de subida por la escalera. No necesita ver. Corren a lo largo de una senda oscura.
Y mientras los pies siguen la senda oscura, ella vive en otro mundo. Se le podría llamar recuerdo, pero ocurre ahora. De nuevo. Ocurre ahora tanto como entonces.
Está en la falda de una montaña con su eatnážan. Es el final de la primavera. Sólo quedan unas cuantas manchas de nieve. En el aire se ven constantes bandadas de pájaros piando. El sol les calienta la espalda. Se han desabrochado las chaquetas.