– Algo que la ha atravesado. ¡Joder!
– Sigamos -continuó Pohjanen-. No hay signos de violación. Mira esto.
Iluminó con una linterna la entrepierna de la mujer.
– No hay hematomas ni arañazos. Puedes ver que le han golpeado en la cara, aquí y… mira aquí, sangre en la nariz y una pequeña hinchazón sobre la nariz. Además, alguien le ha secado la sangre de encima del labio. Pero no tiene marcas de estrangulamiento ni tampoco de ligaduras en las muñecas. Sin embargo, esto es extraño.
– ¿Qué es esto? -preguntó Anna-Maria-. ¿Una quemadura?
– Sí, la piel está claramente quemada. Una herida delgada y en forma de cinta alrededor de un tobillo. Hay otra cosa curiosa.
– ¿Sí?
– La lengua. Se la ha mordido hasta destrozarla completamente. Es habitual que ocurra en graves accidentes de circulación, por ejemplo. En un estado así de shock, vale… pero de un arma afilada, no lo había visto nunca. Y si estaba taponado y fue rápido… No, esto es un pequeño misterio.
– Déjame ver -pidió Anna-Maria.
– Es carne picada -añadió Anna Granlund, que colgaba toallas limpias junto al lavabo-. Pienso hacer café; ¿queréis?
Anna-Maria Mella y el forense respondieron afirmativamente al café a la vez que el forense iluminaba con la linterna el fondo de la boca de la mujer muerta.
– ¡Uf! -exclamó Anna-Maria-. Así que a lo mejor no murió del corte. ¿Y qué pudo haber sido?
– A lo mejor te puedo responder esta tarde. El corte es mortal, casi lo aseguro. Pero me confunde el curso de los acontecimientos. Y mira esto.
Volvió una de las manos de la mujer hacia Anna-Maria.
– Esto también es un signo de shock. Mira las marcas. Ha cerrado las manos y ha hundido profundamente sus propias uñas en las palmas.
Pohjanen estaba con la mano de la mujer en la suya sonriendo por dentro.
«Por eso me gusta trabajar con él», pensó Anna-Maria del forense. Todavía le parece jodidamente divertido. Cuanto más difícil y complicado, mejor.
Notó, con cierto remordimiento, que lo estaba comparando con Sven-Erik.
«Pero Sven-Erik está tan apático -se defendió a sí misma-. ¿Y qué puedo hacer yo? Tengo bastante con insuflar entusiasmo a los críos de mi casa.»
Tomaron el café en la sala de fumadores. Pohjanen encendió un cigarrillo, sin darse por enterado de la mirada que le echó Anna Granlund.
– Lo raro es lo de la lengua -dijo Anna-Maria-. Decías que suele ocurrir cuando hay un shock, ¿no? Y esta marca tan extraña alrededor del tobillo… Pero la cuchillada le atravesó la ropa así que, ¿iba vestida cuando la mataron?
– Aunque no creo que hubiera salido a entrenar -dijo Anna Granlund-. ¿Has visto el sujetador?
– No.
– Puro lujo. Puntillas y arco. Aubade, es una marca cara de cojones.
– ¿Cómo lo sabes tú?
– Una se permitía ciertas cosas en aquellos tiempos en que había esperanza.
– Así que ¿nada de sujetador de deporte?
– Realmente, no.
– Si como mínimo supiéramos quién era -dijo Anna-Maria Mella.
– A mí me parece conocida -respondió Anna Granlund.
Anna-Maria se irguió en su asiento.
– Eso le parece también a Sven-Erik -exclamó-. ¡Intenta recordar! ¿En Konsum? ¿En el dentista? ¿De Gran Hermano?
Anna Granlund sacudió la cabeza mientras pensaba.
Lars Pohjanen apagó el cigarrillo.
– Ahora vete a molestar a otro -le dijo-. Un poco más tarde la abriré y así veremos si podemos definir a qué se debe la herida en forma de cinta que tiene en el tobillo.
– ¿A quién puedo ir a molestar? -se quejó Anna-Maria-. A las siete menos veinte de un domingo por la mañana. Sólo vosotros estáis en pie.
– Pues perfecto -dijo Pohjanen seco-. Así tendrás el placer de despertarlos a todos.
– Sí -dijo seriamente Anna-Maria-. Eso es lo que voy a hacer.
El fiscal jefe, Alf Björnfot, se sacudió todo lo que pudo para quitarse la nieve que le había caído encima, arrastrando bien los zapatos al entrar en los pasillos de la jefatura. Una vez que tenía prisa, hacía de eso unos tres años, se resbaló por culpa del hielo que llevaba pegado a las suelas y se dio un golpe en la cadera. Al cabo de una semana aún estaba tomando paracetamol.
«Es la edad -pensó-. Uno tiene miedo de caerse.»
No solía trabajar los fines de semana. Y nunca tan pronto, un domingo por la mañana, pero la inspectora jefe, Anna-Maria Mella, lo llamó la noche anterior y le explicó lo de la mujer muerta que había sido hallada en una cabaña de pesca sobre el lago helado y él le había pedido tener una corta reunión a la mañana siguiente.
La fiscalía tenía sus locales en el piso de encima de la jefatura de policía. El fiscal jefe le echó una mirada llena de remordimientos a la escalera y pulsó el botón del ascensor.
Cuando pasó por delante del despacho de Rebecka Martinsson tuvo la sensación de que había alguien dentro y, en lugar de seguir hasta su despacho, se paró, se dio la vuelta, llamó a la puerta con los nudillos y abrió.
Rebecka Martinsson levantó la mirada sentada a su escritorio.
«Tiene que haberme oído salir del ascensor y por el pasillo -pensó Alf Björnfot-. Pero no sale de su despacho a ver. Se queda callada como un ratón esperando no ser descubierta.»
No creía que le cayera mal y tampoco era porque fuera huraña, aunque era una auténtica loba solitaria. Querría esconder lo mucho que trabaja, supuso él.
– Son las siete -dijo él mientras entraba. Apartó un montón de legajos de la silla de las visitas y se sentó.
– Hola, entra, siéntate.
– Ja, ja. Aquí siempre tenemos las puertas abiertas, que lo sepas. Es domingo por la mañana así que ¿es que te has venido a vivir aquí?
– Sí. ¿Quieres café? Tengo un termo, en lugar del agua sucia de la máquina.
Le puso café en una taza.
La había metido de cabeza en el trabajo como fiscal de refuerzo. Ella no era de ese tipo que empieza poco a poco yendo al lado de alguien durante varias semanas, se dio cuenta ya el primer día. Fueron juntos a Gällivare, cien kilómetros al sur, donde trabajaban los demás fiscales del distrito. Fue a saludarlos a todos amablemente pero parecía inquieta e incómoda hasta lo indecible.
El segundo día le entregó un montón de documentos.
– Son procesos sencillos -le dijo-. Presenta acusación judicial y deja que las chicas de la oficina pongan fecha a la vista. Si tienes dudas sólo tienes que preguntar.
Pensó que con aquello tendría faena para una semana.
Al día siguiente le pidió más trabajo. Su ritmo de trabajo despertó intranquilidad en el departamento.
Los demás fiscales le hacían bromas y le preguntaban si pensaba mandarlos al paro. A sus espaldas decían que no tenía más vida, sobre todo vida sexual.
Las señoras de la oficina se sintieron agobiadas. Le decían a su jefe que la nueva no contara con que ellas pudieran expedir las solicitudes procesales de todos los casos que ella les iba pasando. Tenían otras cosas que hacer.
– ¿Qué otras cosas? -le replicó Rebecka Martinsson cuando el fiscal jefe delicadamente le expuso el problema-. ¿Navegar por la red? ¿Jugar al solitario con el ordenador?
Después levantó la mano antes de que a él le diera tiempo de abrir la boca para contestar.
– Está bien. Ya pasaré a limpio la documentación y la expediré yo misma.
Alf Björnfot la dejó trabajar como ella quería. Tuvo que hacer de su propia secretaria.