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Poirot se agarró a la palabra.

—Psicología. ¡Cuánta razón tiene usted! Veo que sabe usted juzgar con acierto a los hombres.

—Algo hay de eso, algo hay de eso...—asintió mister Scuttle con cierta modestia.

—Por tanto, vuelvo a preguntarle: ¿qué impresión le causó a usted James Bentley? Así para entre nosotros... en rigurosa confianza, ¿cree usted que mató a la anciana?

Scuttle le miró con sorpresa.

—Claro que sí.

—¿Y cree también que era cosa que podía esperarse de él... psicológicamente hablando?

—Hombre, si lo pone usted así... no; en realidad, no. Nunca le hubiera creído con redaños para hacerlo. Mire, si quiere que le dé mi opinión, estaba mal de la cabeza. Mírelo así y la cosa tiene sentido común. Siempre anduvo algo mal de la cabeza, y con eso de perder la colocación, estar preocupado y cosas por el estilo, se desequilibró por completo.

—¿No le despidieron ustedes por ningún motivo especial?

Scuttle negó con la cabeza.

—Mala época del año. El personal no tenía suficiente trabajo. Despedimos al menos competente de todos, que era Bentley. Y supongo que lo hubiera sido siempre. Le dimos buenas referencias y todo eso. No consiguió otra colocación, sin embargo. Le faltaba energía. Producía mala impresión en la gente.

Siempre se iba a parar a lo mismo, pensó Poirot al salir del despacho. James Bentley causaba mala impresión a la gente. Halló consuelo pensando en varios asesinos que había conocido y a quienes la mayoría de las personas encontraban encantadores.

2

—Perdone, ¿tiene inconveniente en que me siente aquí y hable con usted unos minutos?

Poirot, sentado a una mesita de El Gato Azul, alzó la mirada con sobresalto de la minuta que estaba estudiando. Estaba algo oscuro en El Gato Azul, cuya gerencia procuraba dar al establecimiento un aspecto "mundo antiguo" a fuerza de viguería, zócalos y entrepaños de roble, y vidrios de colores en las ventanas. Pero la joven que acababa de sentarse frente a él se destacaba, brillante, del fondo oscuro.

Tenía el cabello decididamente dorado, y llevaba un vestido y jersey azul eléctrico. Hércules Poirot estaba convencido, por añadidura, de haberla visto en alguna parte no mucho tiempo antes.

Prosiguió ella:

—No pude evitar, ¿comprende?, oír algo de lo que estuvo usted diciendo a mister Scuttle en su visita.

Poirot asintió con un gesto. Se había dado cuenta ya de que los tabiques de las oficinas de Breather & Scuttle se habían alzado más bien con miras a la conveniencia que al aislamiento completo.

Ello no le había preocupado, puesto que era la publicidad lo que más deseaba.

—Escribía usted a máquina —le dijo—, a la derecha de la ventana del fondo.

Ella hizo un gesto afirmativo. Le brillaron, blancos, los dientes en una sonrisa. Una joven robusta que rebosaba salud y que Poirot halló digna de su aprobación. Tendría treinta y tres o treinta y cuatro años, a su juicio. Y por naturaleza, de cabello oscuro. Pero no era de las que permiten que la naturaleza les dicte su colorido..

—Mister Bentley. —dijo—. ¿Qué pasa con mister Bentley?

—¿Piensa apelar contra el fallo? ¿Significa eso que se han descubierto otros indicios? ¡Oh, cuánto me alegro! No podía... me era completamente imposible creer que fuese culpable.

Poirot enarcó las cejas.

—¿Nunca creyó usted que hubiese cometido el asesinato? —preguntó, muy despacio.

—Al principio no. Pensé que sería un error. Pero luego las pruebas...

Se interrumpió.

—Sí, las pruebas —dijo Poirot.

—No parecía haber ninguna otra persona que pudiera haberlo cometido. Pensé que quizá se habría vuelto un poco loco.

—¿Le pareció a usted alguna vez un poco... como diré... raro?

—¡Oh, no! No en este sentido. Sólo era tímido y torpe como pudiese serlo cualquiera. La verdad es que no obtenía de sí mismo todo el provecho posible. No estaba convencido de sí propio.

Poirot la miró. A ella, desde luego, no le faltaba confianza en sí misma. Quizá tuviera bastante para dos.

—¿Le tenía usted afecto? —preguntó.

Se ruborizó ella.

—Pues sí. Amy, la otra muchacha del despacho, solía reírse de él y le llamaba estúpido. Pero yo le encontraba muy simpático. Era dulce y cortés... y sabía mucho. Cosas de libros, quiero decir.

—¡Ah, sí! Cosas de libros.

—Echaba de menos a su madre. Había estado enferma años y años, ¿sabe? Es decir, no enferma de verdad, sino delicada... Y él se había encargado de cuidarla, de hacerlo todo.

Poirot asintió con un movimiento de cabeza. Conocía a esa clase de madres.

—Y, claro está, ella le había cuidado a él también. Quiero decir que se había cuidado de su salud, y de su pecho en invierno, y de lo que comía y todo eso.

De nuevo hizo Poirot un gesto afirmativo. Preguntó:

—¿Y usted y él eran amigos?

—No lo sé... no en rigor. Solíamos hablar a veces. Pero después de marchar de aquí él... yo... no le vi gran cosa. Le escribí una vez amistosamente, pero no me contestó.

Poirot preguntó con dulzura:

—Pero ¿le tiene usted afecto aún?

Contestó ella con cierto dejo de desafío:

—Pues sí, señor.

—Eso —anunció Poirot— es excelente.

Acudió a su mente el recuerdo de su entrevista con el condenado. Le vio claramente. El cabello pardusco, el cuerpo delgado y desgarbado, las manos de abultados nudillos y muñecas, la nuez en la pellejuda garganta. Evocó la mirada furtiva, embarazada, casi de pillo. No parecía franco ni hombre de cuya palabra pudiera uno fiarse... sino un individuo reservado, astuto, engañador, que más que hablar mascullaba de una manera desagradable, falto de cortesía incluso... Tal era la impresión que hubiera dado James Bentley a la mayoría de los observadores superficiales. Era la impresión que había dado en el banquillo. La de hombre capaz de mentir, de robar, de golpear en la cabeza a una anciana.

Pero al superintendente Spence, que conocía a los hombres, no le había causado tal impresión.

Ni a Hércules Poirot. Ni a la muchacha aquella, por lo visto.

—¿Cuál es su nombre, mademoiselle? —le preguntó.

—Maude Williams. ¿Podría yo hacer algo... para ayudar?

—Creo que sí. Hay gente que cree, miss Williams, que James Bentley es inocente. Están trabajando para demostrarlo. Yo soy la persona a quien se le ha encargado esa investigación, y justo es decir que ya he hecho considerables progresos... sí, considerables progresos.

Dijo el embuste sin sonrojarse. A su modo de ver, se trataba de una mentira necesaria. Había que conseguir que alguien, en alguna parte, se sintiera intranquilo. Maude Williams hablaría. Y las palabras eran como piedra caída en estanque, en torno a la cual se van formando círculos concéntricos cada vez más anchos.

—Dice que usted y James Bentley sostenían conversaciones. Él le habló de su madre y de su vida en casa. ¿Mencionó alguna vez a alguien con quien él, o quizá su madre, no se hallara en buenas relaciones?

Maude Williams reflexionó.