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—No...no lo que se puede decir malas relaciones. A su madre no le gustaban las muchachas jóvenes, según tengo entendido.

—Las madres a quienes los. hijos, se consagran por completo, nunca sienten simpatía por las muchachas jóvenes. No; me refiero a algo más que eso. A alguna enemistad de familia o algún ene migo. ¿Alguno que estuviera resentido?

Ella negó con la cabeza.

—Jamás mencionó nada de eso..

—¿Habló alguna vez de su patrona, mistress MacGinty?

Se estremeció la muchacha levemente.

—Llamándola por su nombre, nunca. Dijo una vez que le daba arenques con demasiada frecuencia. Y una vez dijo que su patrona estaba disgustada porque había perdido un gato.

—¿Mencionó alguna vez, y sea sincera, por favor, que sabía dónde guardaba mistress McGinty el dinero?

Se desvaneció en parte el colorido de la muchacha. Pero alzó la barbilla, retadora.

—Pues sí que lo hizo. Hablábamos de lo que desconfían algunas personas de los bancos, y él dijo que su patrona escondía el dinero debajo de una tabla del suelo. Dijo: "Podría apoderarme de él cualquier día durante su ausencia." No del todo en broma, porque no bromeaba nunca, sino más bien como si su descuido le preocupara.

—¡Ah! —murmuró Poirot—. Muy bien. Desde mi punto de vista quiero decir. Cuando James Bentley piensa en un robo, se representa la cosa como un acto que se lleva a cabo a espaldas de alguien. Hubiera podido decir: "El día menos pensado, alguien le dará un golpe en la cabeza para quitár selo, ¿comprende?

—Pero en ninguno de los dos casos lo diría con intención.

—¡Oh, no! Pero la charla, por ligera y por ociosa que sea, descubre inevitablemente la clase de persona que es uno. El criminal prudente nunca despega los labios. Pero los criminales rara vez son prudentes, y sí vanidosos, y hablan mucho... por eso a la mayoría los atrapan.

Maude Williams dijo bruscamente:

—Pero alguien tiene que haber matado a la anciana.

—Naturalmente.

—¿Quién? ¿Lo sabe? ¿Tiene alguna idea?

—Sí —mintió Hércules Poirot—. Creo que tengo una idea bastante exacta. Pero no hemos hecho más que iniciar el camino.

La muchacha consultó su reloj.

—Tengo que volver al despacho. Sólo nos dan media hora. Población de mala muerte este Kilchester... Yo siempre había trabajado en Londres antes. ¿Me avisará si hay algo que pueda yo hacer... hacer de verdad quiero decir?

Poirot sacó una de sus tarjetas. Anotó en ella el nombre de Long Meadows y el número de teléfono.

—Aquí es donde me alojo.

Su nombre, observó Poirot, chasqueado, no le causaba la menor impresión. La nueva generación, hubo de decirse, andaba singularmente falta de conocimiento acerca de las celebridades más no tables.

3

Hércules Poirot tomó el autobús para Broadhinny un poco más alegre que cuando llegara a Kilchester: Fuera como; fuese, había una persona que compartía su creencia en la no culpabilidad de James Bentley. Este no andaba tan huérfano de amistades como había querido hacer creer.

Volvió nueva y mentalmente a la cárcel en que viera al acusado. ¡Qué entrevista más desanimadora había sido! No había logrado despertar es esperanzas, y apenas un levísimo interés.

—Gracias —le había dicho Bentley con voz opaca—; pero no creo que pueda hacer nadie nada.

No; estaba seguro de que no tenía enemigos.

—Cuando la gente apenas se da cuenta de que uno existe, es muy poco probable que se tenga enemigos.

—¿Su madre? ¿Tuvo algún enemigo?

—Claro que no. Todo el mundo la quería y respetaba.

Se observó en la voz un dejo de indignación.

—¿Y sus amistades?

Y James Bentley había dicho, o más bien murmurado:

—Yo no tengo amigos.

Lo cual no era del todo cierto. Porque amiga suya era Maude Williams, su compañera de oficina.

"¡Cuán maravillosa previsión de la Naturaleza —pensó Poirot— que todo hombre, por muy poco atractivo que superficialmente resulte, sea el escogido de una mujer!"

Sospechaba que, a pesar del sensual aspecto de miss Williams, era esta, en realidad, una muchacha de tipo maternal. Poseía las cualidades de las que Bentley estaba falto: la energía, el empuje, el negarse a darse por vencida, la determinaci6n de triunfar.

Suspiró.

¡Qué mentiras más monstruosas había dicho aquel día! Daba igual, eran necesarias.

"Porque en alguna parte —díjose Poirot, en apoteótica mezcolanza de metáforas— hay una aguja en el pajar. Y entre los perros que duermen, uno hay sobre el que plantaré yo el pie. Y cuando menos lo espere, a fuerza de dar palos de ciego acabaré pegando contra un tejado de vidrio"[1]

Capítulo VII

1

La casita en que había vivido mistress McGinty sólo se hallaba a unos pasos de la parada del autobús. Dos niños jugaban fuera. Uno de ellos comía una manzana bastante agusanada, y el otro daba gritos y golpeaba la puerta con una bandeja. Parecían muy felices. Poirot aumentó el ruido descargando también golpes sobre la puerta.

Una mujer asomó por la esquina de la casa. Llevaba puesto un mono de color e iba desgreñada.

—Basta ya, Ernie —ordenó.

—¡No me da la gana! —repuso Ernie, y continuó armando jaleo.

Poirot echó a andar hacia. la mujer.

—No hay quien pueda hacer algo con los chiquillos, ¿verdad? —dijo ésta.

Poirot opinaba todo lo contrario, pero se abstuvo de decirlo.

Le condujeron hacia la puerta de atrás.

—Tengo siempre echado el cerrojo de la principal. Entre, ¿quiere?.

Poirot cruzó un fregadero muy sucio y entró en una cocina más sucia aún.

—No la mataron aquí —dijo la mujer—. Fue en la sala.

Poirot parpadeó levemente.

—Para eso viene, ¿verdad? ¿No es usted el señor extranjero que vive con los Summerhayes?

—Veo que ha oído hablar de mí —murmuró Poirot, radiante el rostro—. En efecto, mistress...

—Kiddle. Mi marido es estuquista. Nos mudamos aquí hace cuatro meses, ¿sabe? Vivíamos antes con la madre de Bert. Algunos me decían: "No me digas que vas a meterte en una casa donde se ha cometido un asesinato"... pero era lo que yo les contestaba, una casa es una casa. Y más vale una casa que una sala y tener que dormir encima de las sillas. Es terrible esta escasez de pisos, ¿verdad? Y de todas formas, a nosotros no nos ha molestado nunca. Dicen que siempre vagan por la casa cuando mueren asesinados. Pero ella no hace tal cosa. ¿Le gustaría ver dónde ocurrió?

Poirot contestó afirmativamente, con la misma sensación que el turista a quien enseñan los lugares de interés.

Mistress Kiddle le condujo a una habitación pequeña, excesivamente amueblada con piezas de estilo jacobino. Al revés que el resto de la casa, no presentaba muestras de haber sido ocupada nunca.

—Ahí en el suelo estaba, y con la nuca abierta. ¡Menudo susto le dio a mistress Elliot! Fue ella quien la encontró... ella y Larking, que viene de la Cooperativa con el pan. Pero el dinero se lo llevaron de arriba. Suba y le enseñaré de dónde.

Mistress Kiddle le guió escalera arriba hasta una alcoba en la que había una cómoda voluminosa, una cama de metal grande, unas sillas y, por último, una magnífica colección de ropa de niño, mojada y seca.

—Fue aquí —dijo mistress Kiddle con orgullo.

Poirot miró a su alrededor. Difícil resultaba imaginarse que aquel baluarte de desordenada fecundidad había sido en otros tiempos dominio bien fregado de una anciana que estaba orgullosa de su hogar. Allí había vivido y dormido mistress McGinty.

—¿Supongo que estos no son sus muebles?

—¡Oh, no! Su sobrina de Cullavon se los llevó todos.

No quedaba allí nada de mistress McGinty. Los Kiddle habían llegado, visto y vencido. La vida era más fuerte que la muerte.