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Abajo sonó el feroz chillido de un niño de pecho.

—Es el nene, que se ha despertado —explicó innecesariamente mistress Kiddle..

Bajó corriendo la escalera y Poirot la siguió. Allí no había nada para él.

Se fue a la casa de al lado.

2

—Sí, señor; fui yo quien la encontró.

Mistress Elliot habló con dramatismo. Limpia casa aquella, limpia y ordenada. El único drama allí era el de mistress Elliot, mujer alta, delgada, morena, que contaba el único y glorioso momento de emoción en su existencia.

—Larkin, el panadero, vino y llamó a la puerta. "Se trata de mistress McGinty —dijo—. No conseguimos que conteste. Pudiera ser que se hubiese puesto enferma." Y bien creí yo que pudiera ser eso. No era joven, no, ni mucho menos. y que había tenido palpitaciones lo sabía de cierto. Pensé que pudiera haberle dado un ataque de apoplejía. Por tanto, me apresuré a ir, en vista. de que no estaban más que los dos hombres y, claro está, no se atreverían a entrar en la alcoba.

Poirot aceptó esta exposición de reparo y decencia con murmullo de asentimiento.

—Subí a toda prisa la escalera, eso es lo que hice. Él estaba en el descansillo, pálido como un cadáver, vaya si lo estaba. Y no es que pensara yo en eso por entonces... bueno, claro, entonces no sabía yo lo ocurrido. Llamé fuerte a la puerta y no me contestaron, por lo que hice girar el tirador. Todo el cuarto revuelto... y la tabla del piso alzada. "Un robo —dije—. Pero ¿dónde está la pobre infeliz?" Y entonces se nos ocurrió asomarnos a la sala. Y allí estaba... Tirada en el suelo, con la pobre cabeza deshecha. ¡Asesinato! Comprendí en seguida lo que era: ¡asesinato! ¡No podía ser otra cosa! ¡Robo y asesinato! Aquí, en Broadhinny. ¡Grité y grité! ¡Menudo trabajo tuvieron conmigo! Sentí que me desmayaba. Tuvieron que ir a buscarme coñac a Los Tres Patos. Y aun así, estuve temblando horas y horas. "No se ponga así, señora." Eso fue lo que me dijo el sargento cuando vino. "No se ponga así. Váyase a casa y hágase una taza de té." Y fue lo que hice. Y cuando Elliot llegó a casa, "Pero ¿qué es lo que ha pasado?", preguntó, mirándome. Aún estaba yo temblando. Desde niña me han afectado siempre mucho las cosas.

Poirot interrumpió con destreza tan emocionante relato personal.

—Sí, sí, uno se da cuenta de eso en seguida. ¿Y cuándo había visto usted a mistress McGinty por última vez?

—Seguramente el día anterior, cuando salió al huerto a coger un poco de hierbabuena. Yo estaba dando de comer a los pollos.

—¿Le dijo a usted algo?

—Sólo me dio las buenas tardes y me preguntó si estaban poniendo mejor las gallinas.

—¿Y esa fue la última vez que la vio? ¿No la vio el día de su muerte?

—No. Pero le vi a él —mistress Elliot bajó la voz—. A eso de las once de la mañana. Caminando por la carretera. Arrastrando los pies, como tenía por costumbre.

Poirot aguardó; pero pareció ser que no había nada más que agregar.

Preguntó:

—¿Le sorprendió a usted que le detuvieran?

—Pues verá usted: sí y no. Fíjese; siempre le había creído un poco tocado. Y no cabe duda de que los que están tocados se vuelven agresivos, a veces. Mi tío tuvo un hijo débil de la cabeza, y era ofensivo a veces... al irse haciendo mayor, quiero decir. Ni conocía su propia fuerza. Sí; ese Bentley estaba mal de la cabeza, y nada me sorprendería que, llegado el momento, no le ahorcaran, sino que le metieran en un manicomio. ¡Fíjese en el sitio en que fue a esconder el dinero!. Nadie hubiera escondido el dinero allí, a menos que quisiera que lo encontrasen. Estúpido y tonto, eso es lo que era.

—A menos que quisiera que lo encontrasen —murmuró Poirot—. ¿Y no echaría usted de me nos una cuchilla o un hacha, por casualidad?

—No, señor. Claro que no. La Policía me preguntó eso mismo. Nos preguntó a todos los de la vecindad. Aún sigue siendo un misterio con qué la mataron.

3

Hércules Poirot echó a andar hacia la estafeta de Correos.

El asesino había querido que se encontrase el dinero, pero no que se encontrara el arma. Porque el dinero señalaría a James Bentley, y el arma señalaría a... ¿quién?.

Sacudió la cabeza. Había visitado las otras dos casitas. Sus ocupantes se habían mostrado menos exuberantes que mistress Kiddle y menos dramáticos que mistress Elliot. Se habían limitado a decir que mistress McGinty era una mujer muy respetable, reservada, que no se metía en nada, que tenía una sobrina en Cullavon, que nadie más que dicha sobrina se acercaba nunca a verla, que nadie que ellos supieran le tenía antipatía o estaba resentido con ella; y luego habían preguntado si era cierto que se estaba preparando una petición a favor de James Bentley, y que si les iba a pedir que la firmaran.

"No llego a ninguna parte... a ninguna parte —se dijo Poirot—. No hay nada... ni el más leve destello. Comprendo perfectamente la desesperación del superintendente Spence. Pero debiera ser distinto en el caso mío. El superintendente Spence es un policía bueno y concienzudo; pero yo... ¡yo soy Hércules Poirot! Para mí ¡debiera haber luz!"

Metió uno de los zapatos de charol en un charco e hizo una mueca.

Era el grande, el único, el inmarcesible Hércules Poirot; pero también era un hombre muy viejo, y le hacían daño los zapatos.

Entró en la estafeta.

El lado derecho estaba destinado a Correos. En el izquierdo se exhibía un variado surtido de mercancías, entre las que figuraban caramelos, comestibles, juguetes, ferretería, papel de escribir, tarjetas de felicitación, lana para hacer punto, perfumería y ropa interior de niños.

Poirot se puso a comprar, con toda la cachaza del mundo, sellos de correos.

La mujer que acudió a servirle era de edad madura y tenía ojos brillantes y perspicaces.

"He aquí —se dijo Poirot— el cerebro de Broadhinny, sin duda alguna".

Se llamaba Sweetiman.

—Y doce de a penique —dijo mistress Sweetiman, sacándolos de una carpeta—; o sea, cuatro chelines y diez peniques en total. ¿Desea algo más, señor?

Le miró con cierta expectación. Por la puerta del fondo se veía la cabeza de una muchacha que escuchaba con avidez. Tenía desordenado el cabello y estaba acatarrada.

—Soy forastero en este pueblo —anunció Poirot con solemnidad.

—En efecto —asintió mistress Sweetiman—. Ha venido usted de Londres, ¿eh?

—Supongo que está usted tan enterada ya como yo de lo que he venido a hacer —le respondió Poirot con una sonrisa.

—¡Oh, no, señor!; no tengo la menor idea —dijo ella con cierta artificialidad.

—Mistress McGinty —dijo Poirot.

Mistress Sweetiman sacudió la cabeza.

—Fue un triste suceso... mucho.

—¿Supongo que la conocería usted bien?

—¡Oh, sí! Tan bien como cualquiera de Broadhinny seguramente. Siempre me saludaba cuando entraba aquí a comprar alguna cosita. Sí; fue una tragedia terrible. Y aún no se ha visto el fin, según he oído decir a la gente.

—Se tienen dudas en ciertos círculos de la culpabilidad de James Bentley.

—No sería la primera vez que se equivocara la Policía de hombre... aunque yo no diría que hubiese sucedido en este caso. Y no es que en realidad le creyera yo capaz de acto semejante. Un hombre tímido y torpe, pero no peligroso... o al menos no se le tenía por tal. Pero, después de todo, nunca se sabe, ¿verdad?

Poirot se decidió a pedir papel de escribir.

—Claro que sí, caballero. Cruce al otro lado, ¿quiere?

Mistress Sweetiman se apresuró a ocupar su sitio detrás del mostrador del lado izquierdo.

—Lo que resulta difícil de imaginar es quién puede haber sido el asesino, de no serlo mister Bentley —observó al ponerse de puntillas para alcanzar papel y sobres, que estaban en la estantería de arriba—. Sí que vemos por aquí a veces vagabundos mal encarados y es posible que uno de ellos viera abierta una ventana de la planta baja y saltara por ella. Pero no hubiera dejado el dinero atrás, ¿no le parece? No después de haber asesinado para apoderarse de él. Y lo tenía en billetes que no estaban señalados. Aquí tiene, caballero. Un buen papel y sobres que hacen juego.