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De nuevo pareció dudar Bessie Burch.

—La verdad, no sé a quién iba a ocurrírsele escribirle. Claro está que —agregó iluminándosele el semblante— siempre queda el recurso de que le escribiera el Gobierno.

Poirot asintió; en estos tiempos, las comunicaciones de lo que Bessie llamaba "Gobierno" constituían la regla más bien que la excepción.

—Y menudo jaleo suele ser —prosiguió mistress Burch—. Hojas que llenar y un sinfín de preguntas impertinentes que no debieran hacérsele a ninguna persona honrada.

—Así, pues, ¿pudo haber recibido mistress McGinty alguna comunicación del Gobierno que no tuviera más remedio que contestar?

—De haber sido así, hubiese venido con ella a Joe para que le ayudase a hacerlo. Todos esos formularios la hacían un lío y siempre se los traía a Joe.

—¿Recuerda usted si había alguna carta entre sus efectos personales?

—No se lo puedo decir con exactitud. Yo no me acuerdo de ninguna. Pero, después de todo, fue la Policía la que se hizo cargo de sus cosas al principio. Hasta mucho más tarde no me permitió que me las llevase.

—¿Qué fue de esas cosas?

—Esa cómoda de allá era de ella... bien sólida, de caoba... Y hay un armario arriba, y algunos utensilios de cocina. Vendimos lo demás, porque no teníamos sitio donde meterlo.

—Me refería a las cosas de uso personaclass="underline" cepillos, peines, retratos, cosas de tocador, ropa...

—¡Ah, eso! Si quiere que le diga la verdad, lo metí todo en una maleta y aún está arriba. No sé qué hacer con ello. Se me ocurrió que podría llevar la ropa al bazar de beneficencia de Nochebuena. Pero, a última hora, se me olvidó. No me pareció bien vendérsela a esa gentuza que se dedica a la venta de ropa de segunda mano.

—¿Podría ver el contenido de esa maleta?

—No hay inconveniente. Aunque no creo que encuentre nada que le ayude. La Policía lo repasó ya todo, ¿sabe?

—Ya lo sé. Sin embargo...

Mistress Burch le condujo a una minúscula alcoba de la parte de atrás que se empleaba principalmente, según dijo a Poirot, como cuarto de coser. Sacó una maleta de debajo de la cama. Dijo:

—Bueno, pues aquí tiene, y me perdonará que no me quede, pero tengo que atender al guisado.

Poirot le excusó de buena gana y oyó cómo bajaba otra vez la escalera. Tiró de la maleta y la abrió.

Una vaharada de naftalina le inundó el olfato.

No sin cierta compasión, extrajo el contenido tan elocuente como revelador, de una mujer muerta ya. Un gabán largo, negro, bastante usado. Dos jerseys de lana. Una chaqueta y una falda. Medias. Nada de ropa interior (seguramente se la habría apropiado Bessie para su uso.) Dos pares de zapatos envueltos en periódicos. Un cepillo y un peine, muy usados, pero limpios. Un espejo antiguo, de abollado respaldo de plata. Una fotografía, con marco de cuero, de una pareja de novios, vestida al estilo de treinta años antes; retrato, sin duda, de mistress McGinty y de su esposo. Dos postales con vistas de Margate. Un perro de porcelana. Una receta para hacer mermelada de calabaza, arrancada de un periódico. Otro recorte que contenía una información sensacional sobre los "platillos volantes". Otro, con las profecías de Mother Shipton[2] y una Biblia y un devocionario. No encontró bolsos ni guantes. Bessie los habría tomado o regalado. Aquella ropa, juzgó Poirot, hubiera resultado demasiado pequeña para la robusta Bessie. Mistress McGinty había sido una mujer delgada.

Desenvolvió uno de los pares de zapatos. Eran estos de buena calidad y en muy buen uso. Decididamente demasiado cortos para Bessie Buroh.

Se disponía a envolverlos de nuevo cuando se fijó en el nombre del periódico: el Sunday Comet del 19 de noviembre.

A mistress McGinty la habían asesinado el 22 del mismo mes.

Aquel era, pues, el periódico que comprara el domingo anterior a su muerte. Había estado tirado en su cuarto, habiéndolo aprovechado Bessie Burch más tarde para envolver con él los zapatos.

Domingo, 19 de noviembre. y el lunes, mistress McGinty había entrado en la estafeta a comprar un frasco de tinta...

¿Podría obedecer eso a algo que leyera en el periódico dominical?

—Desenvolvió el otro par de zapatos. El periódico empleado era el News of the World de la misma fecha.

Los alisó y se los llevó a la silla, sentándose para leerlos. E hizo inmediatamente un descubrimiento. Se había recortado algo de una de las páginas del Sunday Comet. Se trataba de un trozo rectangular de la página central. El espacio era demasiado grande para los recortes que encontrara.

Examinó ambos periódicos, pero no halló ninguna otra cosa de interés. Envolvió en ellos los zapatos nuevamente, y volvió a dejar cerrada la maleta.

Bajó la escalera.

Mistress Burch estaba ocupada en la cocina.

—No habrá encontrado usted nada, ¿verdad?

—No, por desgracia. —Agregó, sin darle importancia—: Supongo que no habría ningún recorte de periódico en el portamonedas de su tía o en su bolso, ¿verdad?

—No recuerdo ninguno. Quizá se lo llevaron los guardias.

Pero los guardias no se habían llevado ninguno, lo sabía Poirot por las notas de Spence. Figuraba una lista del contenido del bolso de la anciana, y entre este no se hallaba recorte alguno.

"¡Eh bien! —se dijo Hércules Poirot—, el paso siguiente es fácil. O me llevo un chasco, o doy un avance."

2

Sentado muy quieto, con uno de los tomos de periódicos encuadernados del archivo ante sí, Poirot se dijo que, al darle importancia al frasco de tinta, no le había engañado el corazón.

El Sunday Comet era muy dado a dramatizar de una forma romántica los acontecimientos del pasado.

El periódico que estaba mirando Poirot era el Sunday Comet del 19 de noviembre.

En la parte superior de la página central aparecían las palabras siguientes en tipos grandes: Mujeres víctimas de tragedias de antaño. ¿Dónde están estas mujeres ahora?

Debajo de los titulares había cuatro reproducciones muy confusas de retratos sacados, evidentemente, muchos años antes.

Ninguna de ellas tenía aspecto trágico. Más bien parecían ridículas, puesto que casi todas vestían a la antigua, y no hay cosa más ridícula que las modas pasadas, aunque, dentro de otros treinta años o así, puede haber reaparecido su encanto o, por lo menos, haberse hecho aparente de nuevo. Debajo de cada retrato había un nombre.

Eva Kane, la "otra" en el famoso caso Craig.

Janice Courtland, la "esposa trágica" cuyo marido era un demonio con forma humana.

La pequeña Lily Gamboll, trágica criatura, producto de nuestra excesivamente poblada edad.

Vera Blake, esposa de un asesino sin sospecharlo.

Y luego la pregunta en letras muy grandes otra vez: "¿DÓNDE ESTÁN ESTAS MUJERES AHORA?"

Poirot parpadeó, y se puso a leer minuciosamente la romántica prosa que daba la historia de aquellas nebulosas heroínas.

El nombre de Eva Kane lo recordaba, porque el caso Craig había sido muy célebre. Alfred Craig era secretario del Ayuntamiento de Parminster, hombrecito concienzudo, difícil de clasificar, correcto y agradable. Había tenido la desgracia de casarse con una mujer fastidiosa y apasionada que le obligó a contraer deudas, que le dominó por completo, que le hizo la vida imposible con su lengua viperina, y que padecía de dolencias nerviosas, las cuales, según amigos poco bondadosos, eran puramente imaginarias. Eva Kane era la institutriz, muchacha de diecinueve años, bonita, débil y bastante simple. Se enamoró perdidamente de Craig, y Craig de ella.

Un día, los vecinos supieron que a mistress Craig le "habían ordenado que marchase al extranjero" por motivos de salud. Así había dicho Craig, por lo menos. La llevó a Londres, primera etapa del viaje, en automóvil, un atardecer, partiendo ella desde allí para el sur de Francia. Regresó a continuación a Parminster anunciando, a intervalos, que, a juzgar por el contenido de sus cartas, su esposa no había mejorado. Eva Kane se quedó para gobernar la casa, y ello acabó por dar pábulo a las lenguas. Por fin, Craig recibió la noticia de que su mujer había muerto en el extranjero. Se marchó, regresando a la semana siguiente con el relato del entierro.