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Se le quedó mirando, y luego dijo:

—No lo sé. Tenga la bondad de pasar. ¿Se referirá a miss Henderson, quizá?

Le dejó en pie en el vestíbulo. Estaba bien amueblado y lleno de curiosidades de varias partes del mundo. Nada parecía muy limpio ni daba la sensación de que se hubiera quitado bien el polvo.

A los pocos minutos volvió a presentarse la joven. Dijo:

—Haga el favor de venir.

Y le condujo a una habitacioncita muy fría, amueblada con un amplio escritorio. Encima de la repisa de la chimenea había una cafetera de cobre muy grande y de feo aspecto, con un pitorro curvo enorme que se asemejaba a una nariz ganchuda.

Se abrió la puerta tras Poirot, y una muchacha entró en el cuarto.

—Mi madre está echada —dijo—. ¿En qué puedo servirle?

—¿Es usted miss Wetherby?

—Henderson. Mister Wetherby es mi padrastro.

Era una joven más bien fea, de unos treinta años de edad, grande y desgarbada. Tenía una mirada muy alerta y vigilante.

—Deseaba preguntarles qué podían decirme ustedes de una tal mistress McGinty que había trabajado aquí.

Le miró con fijeza.

—¿Mistress McGinty? ¡Si ha muerto!

—Lo sé —respondió Poirot con dulzura—. No obstante, me gustaría que me hablase de ella

—¡Oh! ¿Es para algún seguro o algo así?

—No se trata de seguros, sino de indicios nuevos.

—Indicios nuevos. ¿Se refiere, pues a su muerte?

—Me han contratado los abogados defensores para hacer ciertas investigaciones a favor de James Bentley —dijo Poirot. Sin dejar de mirarle, preguntó ella:

—Pero ¿no fue él quien la mató?

—Eso creyó el jurado. Pero no sería la primera vez que un jurado se equivocase.

—Así, pues, ¿fue en realidad otra persona quien la mató?

—Puede haberlo sido. Preguntó ella bruscamente:

—¿Quién?

—Esa —murmuró dulcemente Poirot—, esa es la cuestión.

—No comprendo en absoluto.

—¿No? Pero puede decirme algo de mistress McGinty, supongo. La joven respondió de mala gana:

—Supongo que sí... ¿Qué es lo que quiere saber?

—En primer lugar... ¿qué opinaba usted de ella?

—¡Ah! Pues... nada en particular. Era como cualquier otra persona.

—¿Charlatana o taciturna? ¿Curiosa o reservada? ¿Agradable o repulsiva? ¿Una mujer simpática, o todo lo contrario?

Miss Henderson reflexionó.

—Trabajaba bien... pero hablaba mucho. A veces decía cosas muy raras... En realidad... a mí no me era muy... muy simpática.

Se abrió la puerta, y la criada extranjera dijo:

—Miss Deirdre, su madre dice: haga el favor de traer...

—¿Mi madre desea que conduzca a este caballero a su presencia?

—Si hace el favor... gracias.

Deirdre Henderson miró dubitativa a Hércules Poirot.

—¿Quiere subir a ver a mi madre?

—¡Pues no faltaba más!

Deirdre le condujo al vestíbulo y escalera arriba, dijo, sin que viniera a cuento:

—Una se cansa tanto de los extranjeros...

Puesto que era evidente que pensaba en la criada y no en la visita, Poirot no se ofendió. Estaba diciéndose que Deirdre Henderson parecía una muchacha simple y sencilla hasta el punto de ser torpe.

El cuarto de arriba estaba lleno de chucherías. Era la habitación de una mujer que había viajado mucho y tenido el propósito de conservar un recuerdo de cuantos lugares visitara. La mayor parte de los recuerdos se habían fabricado, evidentemente, para delicia y explotación de turistas. Había demasiados sofás y mesas y sillas en la estancia, insuficiente ventilación y excesiva profusión de cortinajes. Y, en medio de todo, mistress Wetherby.

Mistress Wetherby parecía una mujer pequeñita, conmovedoramente pequeña, en una habitación muy grande. Tal era el efecto.. Pero distaba mucho de ser tan pequeña como había decidido parecer. El tipo de mujer "pobrecita de mí" debe conseguir tal resultado muy bien, aun cuando sea en realidad de estatura regular.

Estaba reclinada muy cómodamente en un sofá, y cerca de ella se veían unos libros, labor de punto, un vaso de jugo de naranja y una caja de bombones. Dijo con animación:

Tiene que perdonarme que no me levante; pero ¡se empeña tanto el médico en que he de reposar todos los días...! Y todo el mundo me regaña luego si no hago lo que me mandan.

Poirot tomó la mano que le tendían y se inclinó sobre ella con el debido murmullo de homenaje.

Detrás de él, inflexible, Deirdre dijo:

—Quiere saber algo de mistress McGinty.

La delicada mano que había yacido pasiva entre las suyas se contrajo, haciéndole pensar durante un instante en la garra de un pájaro. No era, en realidad, una pieza de delicada porcelana de Dresde, sino la garra de un ave de rapiña. Mistress Wetherby, con leve risa, susurró:

—¡Cuán absurda eres, Deirdre querida! ¿Quién es mistress McGinty?

—¡Oh!, mamá... sí que recuerdas. Trabajó en casa. Aquella a quien asesinaron, ¿sabes?

Mistress Wetherby cerró los ojos con un estremecimiento.

—Calla, querida. ¡Fue tan horrible! Estuve nerviosa semanas y semanas después del suceso. ¡Pobre anciana, pero qué estúpida! ¿A quién se le ocurre guardar dinero debajo del piso? Debiera haberlo metido en el Banco. Claro que me acuerdo de todo eso... solo que me había olvidado ya de su nombre.

Deirdre dijo, impávida:

—Quiere saber algo de ella.

—Por Dios, tenga la amabilidad de sentarse, monsieur Poirot. Me devora la curiosidad. Mistress Rendell acaba de telefonear diciéndome que teníamos un famoso criminalista aquí. Y le ha descrito a usted. Por eso, cuando esa idiota de Frieda describió a nuestro visitante, adquirí el convencimiento de que sería usted y le mandé recado para que subiera. Ahora, dígame, ¿qué es todo esto?

—Como ha dicho su hija, deseo saber algo de mistress McGinty. Trabajó aquí. Tengo entendido que venía a esta casa los miércoles. Y fue en miércoles cuando murió. Por consiguiente, creo que vendría aquí aquel día, ¿verdad?

—Supongo que sí. Sí; supongo que sí. En realidad, no puedo decírselo a ciencia cierta ahora. Hace tanto tiempo ya...

—Sí, varios meses. Y... ¿no dijo nada aquel día? ¿Nada especial?

—Esa clase de personas hablan siempre mucho —contestó mistress Wetherby con repugnancia—. Una no escucha en realidad. Y, en cualquier caso, no podía saber que iban a robarla y matarla aquella noche, ¿no le parece?

—Existe tal cosa como causa y efecto.

La señora frunció el entrecejo.

—No veo lo que quiere usted decir.

—Quizá no lo vea yo tampoco... todavía. Uno trabaja a través de la oscuridad hasta llegar a la luz. ¿Compran ustedes los periódicos dominicales, mistress Wetherby?

Abrió sus ojos azules de par en par.

—¡Oh, sí! Naturalmente. Estamos suscritos al Observery al Sunday Times. ¿Por qué lo dice?

—Por curiosidad. Mistress McGinty compraba el Sunday Comet y el News of the World.

Hizo una pausa; pero nadie dijo nada. Mistress Wetherby exhaló un suspiro y entornó los ojos. Dijo:

—Fue un trastorno. Ese horrible huésped suyo... No creo que pudiera estar del todo bien de la cabeza. Y al parecer era un hombre culto, por añadidura... Así resulta peor, ¿no le parece?

—¿Usted cree?

—¡Oh, sí!... Claro que lo creo. ¡Un crimen tan brutal! Una cuchilla de cortar carne. ¡Uf!

—La Policía no llegó a encontrar el arma homicida.

—La tiraría a algún estanque o al lago, seguramente.

—Dragaron los estanques —dijo Deirdre—. Los vi yo.

—Querida —suspiró la madre—, no seas morbo sa. Bien sabes que odio pensar en esas cosas. Mi cabeza.

La muchacha se volvió hacia Poirot con ferocidad.

—No debe usted insistir sobre el particular —dijo—. Le hace daño. Es demasiado sensitiva. Ni siquiera puede leer novelas policíacas.

—Mil perdones —dijo Poirot. Se puso en pie—. Sólo tengo una excusa. A un hombre van a ahorcarle dentro de tres semanas. Si él no la asesinó...

Mistress Wetherby se incorporó sobre un codo.

—¡Claro que la asesinó él! —exclamó con voz chillona—. ¡Claro que la asesinó!

Poirot sacudió la cabeza.

—No estoy yo tan seguro, madame.

Salió apresuradamente del cuarto. Al bajar la escalera, la muchacha le siguió, alcanzándole en el vestíbulo.

—Qué quiere usted decir con eso? —le preguntó.

—Lo que he dicho, mademoiselle.

—Sí, pero...

Se interrumpió.

Poirot no despegó los labios.

Deirdre Henderson dijo, muy despacio:

—Ha trastornado usted a mi madre. No le gustan esas cosas... robos y asesinatos... y violencia.

—Así, pues, tiene que haber recibido una sacudida muy grande al enterarse de que una mujer que trabajaba en su propia casa había muerto asesinada.

—¡Ah!, sí... sí que la recibió.

—Quedó postrada... ¿no es cierto?

—Se negó a escuchar cosa alguna relacionada con el suceso. Nosotros... yo... intentamos... ahorrarle malos ratos... todo lo que sea desagradable.

—¿Y la guerra?

—Por suerte, nunca cayeron bombas por estos contornos.

—¿Qué papel desempeñó usted en la guerra, mademoiselle?

—¡Oh!, hice trabajos para la V.A.D., en Kilchester. Y conduje para la W.V.S[4]. No hubiese podido marcharme de casa, claro. Mi madre me necesitaba. Aun así, le molestaba que estuviese ausente tanto. Me resultó todo muy difícil. Y luego, la cuestión de la servidumbre... Mi madre nunca ha hecho trabajo casero, claro... No está lo bastante fuerte. Y era tan difícil encontrar a nadie... Por eso nos pareció mistress McGinty una bendición. Fue entonces cuando empezó a venir a casa. Era una trabajadora magnífica. Pero, claro, nada... en ninguna parte... es lo que solía ser.

—¿Y no le importa eso tanto, mademoiselle?

—¿A mí? ¡Oh, no! —pareció sorprendida—. Pero con mamá es distinto. Ella vive en el pasado

casi siempre.

—Hay alguna gente así —dijo Poirot.

Evocó mentalmente una imagen de la habitación en que había estado poco antes. Un cajón medio abierto de un buró... Un cajón lleno de chucherías... un acerico de seda, un abanico roto, una cafetera de plata; unas revistas antiguas. El cajón estaba demasiado lleno para que se pudiera cerrar del todo.

Agregó dulcemente:

—Y conservan cosas... recuerdos de otros tiempos... el programa de baile, el abanico, los retratos de amistades de antaño; hasta las minutas y los programas de teatro, porque, al mirar todas estas cosas, la memoria reverdece...

—Supongo que será eso —repuso Deirdre—; pero yo, personalmente, no lo comprendo. Yo nunca guardo nada.

—Usted mira hacia el futuro, no hacia atrás, ¿no es eso?

Deirdre contestó, muy despacio:

—No sé que mire en dirección alguna... Quiero decir que con el presente suele haber bastante; ¿no cree usted, señor, que estoy en lo cierto?

Se abrió la puerta de la calle y entró un hombre alto, delgado, de cierta edad. Se detuvo en seco al ver a Poirot.

Miró a Deirdre, enarcando las cejas en muda interrogación.

—Este es mi padrastro —dijo la joven—. No... no conozco su nombre, señor...

—Yo soy Hércules Poirot —contestó este con el natural aire de embarazo de quien anuncia un título real.

A mister Wetherby no pareció causarle la menor impresión.

Dijo "¡Ah!", y se volvió para colgar el abrigo en la percha.

Deirdre añadió:

—Vino a preguntar acerca de mistress McGinty.

Wetherby quedóse inmóvil un instante.

Luego terminó de ajustar el abrigo sobre el colgador.

—Eso se me antoja verdaderamente asombroso —dijo—. La mujer halló la muerte hace meses y; aunque trabajó aquí, no tenemos información alguna respecto a ella o su familia. De haberla tenido, se la hubiésemos dado ya a la Policía.

Era decidido el tono. Consultó el reloj.

—La comida, supongo, estará dispuesta dentro de un cuarto de hora...

Deirdre contestó secamente:

—Me temo que no esté hasta muy tarde hoy.

Mister Wetherby volvió a enarcar las cejas.

—¿De veras? ¿Me es lícito preguntar por qué?

—Frieda ha estado bastante ocupada.

—Mi querida Deirdre, siento tener que recordártelo, pero la labor de llevar la casa recae sobre ti. Agradecería un poco más de puntualidad.

Miró a su hijastra con antipatía y frialdad. Y algo muy parecido al odio brilló en la mirada que la joven le devolvió.

Poirot abrió la puerta y se fue.