—No debe usted insistir sobre el particular —dijo—. Le hace daño. Es demasiado sensitiva. Ni siquiera puede leer novelas policíacas.
—Mil perdones —dijo Poirot. Se puso en pie—. Sólo tengo una excusa. A un hombre van a ahorcarle dentro de tres semanas. Si él no la asesinó...
Mistress Wetherby se incorporó sobre un codo.
—¡Claro que la asesinó él! —exclamó con voz chillona—. ¡Claro que la asesinó!
Poirot sacudió la cabeza.
—No estoy yo tan seguro, madame.
Salió apresuradamente del cuarto. Al bajar la escalera, la muchacha le siguió, alcanzándole en el vestíbulo.
—Qué quiere usted decir con eso? —le preguntó.
—Lo que he dicho, mademoiselle.
—Sí, pero...
Se interrumpió.
Poirot no despegó los labios.
Deirdre Henderson dijo, muy despacio:
—Ha trastornado usted a mi madre. No le gustan esas cosas... robos y asesinatos... y violencia.
—Así, pues, tiene que haber recibido una sacudida muy grande al enterarse de que una mujer que trabajaba en su propia casa había muerto asesinada.
—¡Ah!, sí... sí que la recibió.
—Quedó postrada... ¿no es cierto?
—Se negó a escuchar cosa alguna relacionada con el suceso. Nosotros... yo... intentamos... ahorrarle malos ratos... todo lo que sea desagradable.
—¿Y la guerra?
—Por suerte, nunca cayeron bombas por estos contornos.
—¿Qué papel desempeñó usted en la guerra, mademoiselle?
—¡Oh!, hice trabajos para la V.A.D., en Kilchester. Y conduje para la W.V.S[4]. No hubiese podido marcharme de casa, claro. Mi madre me necesitaba. Aun así, le molestaba que estuviese ausente tanto. Me resultó todo muy difícil. Y luego, la cuestión de la servidumbre... Mi madre nunca ha hecho trabajo casero, claro... No está lo bastante fuerte. Y era tan difícil encontrar a nadie... Por eso nos pareció mistress McGinty una bendición. Fue entonces cuando empezó a venir a casa. Era una trabajadora magnífica. Pero, claro, nada... en ninguna parte... es lo que solía ser.
—¿Y no le importa eso tanto, mademoiselle?
—¿A mí? ¡Oh, no! —pareció sorprendida—. Pero con mamá es distinto. Ella vive en el pasado
casi siempre.
—Hay alguna gente así —dijo Poirot.
Evocó mentalmente una imagen de la habitación en que había estado poco antes. Un cajón medio abierto de un buró... Un cajón lleno de chucherías... un acerico de seda, un abanico roto, una cafetera de plata; unas revistas antiguas. El cajón estaba demasiado lleno para que se pudiera cerrar del todo.
Agregó dulcemente:
—Y conservan cosas... recuerdos de otros tiempos... el programa de baile, el abanico, los retratos de amistades de antaño; hasta las minutas y los programas de teatro, porque, al mirar todas estas cosas, la memoria reverdece...
—Supongo que será eso —repuso Deirdre—; pero yo, personalmente, no lo comprendo. Yo nunca guardo nada.
—Usted mira hacia el futuro, no hacia atrás, ¿no es eso?
Deirdre contestó, muy despacio:
—No sé que mire en dirección alguna... Quiero decir que con el presente suele haber bastante; ¿no cree usted, señor, que estoy en lo cierto?
Se abrió la puerta de la calle y entró un hombre alto, delgado, de cierta edad. Se detuvo en seco al ver a Poirot.
Miró a Deirdre, enarcando las cejas en muda interrogación.
—Este es mi padrastro —dijo la joven—. No... no conozco su nombre, señor...
—Yo soy Hércules Poirot —contestó este con el natural aire de embarazo de quien anuncia un título real.
A mister Wetherby no pareció causarle la menor impresión.
Dijo "¡Ah!", y se volvió para colgar el abrigo en la percha.
Deirdre añadió:
—Vino a preguntar acerca de mistress McGinty.
Wetherby quedóse inmóvil un instante.
Luego terminó de ajustar el abrigo sobre el colgador.
—Eso se me antoja verdaderamente asombroso —dijo—. La mujer halló la muerte hace meses y; aunque trabajó aquí, no tenemos información alguna respecto a ella o su familia. De haberla tenido, se la hubiésemos dado ya a la Policía.
Era decidido el tono. Consultó el reloj.
—La comida, supongo, estará dispuesta dentro de un cuarto de hora...
Deirdre contestó secamente:
—Me temo que no esté hasta muy tarde hoy.
Mister Wetherby volvió a enarcar las cejas.
—¿De veras? ¿Me es lícito preguntar por qué?
—Frieda ha estado bastante ocupada.
—Mi querida Deirdre, siento tener que recordártelo, pero la labor de llevar la casa recae sobre ti. Agradecería un poco más de puntualidad.
Miró a su hijastra con antipatía y frialdad. Y algo muy parecido al odio brilló en la mirada que la joven le devolvió.
Poirot abrió la puerta y se fue.
Capítulo X
Poirot dejó la cuarta visita para después de comer. La comida se compuso de sopa a medio hacer, cola de buey, patatas acuosas y algo que Maureen fue lo bastante optimista para creer que serían buñuelos. Resultaron muy singulares, es verdad.
El detective subió lentamente la colina. No tar daría en encontrar, a la derecha, Laburnums, dos casitas convertidas en una y remodeladas para darles un estilo moderno. Era la residencia de mistress Upward y del aspirante a dramaturgo Robin Upward.
Se detuvo un momento ante la puerta del jardín para atusarse el bigote. En aquel instante, un auto móvil serpenteó, muy despacio, cuesta abajo, y el corazón de una manzana que habían estado comiendo, dirigido con fuerza, le dio en la mejilla.
Poirot, sobresaltado, exhaló un grito de protesta. El coche se detuvo y una cabeza asomó por la ventanilla.
—Lo siento. ¿Le di a usted?
A punto de contestar, Poirot se contuvo. Contempló el rostro noble, la maciza frente, las desordenadas ondas de cabello gris, y despertó en su mente el recuerdo. El corazón de manzana también le ayudó a la memoria.
—Pero ¡si es mistress Oliver!
Y era, en efecto, la tan célebre autora de novelas policíacas.
—¡Si es monsieur Poirot! —exclamó ella a su vez, intentando salir del vehículo.
El coche era pequeño y mistress Oliver una mujer muy gruesa. Poirot corrió en su ayuda.
Murmurando como explicación "Estoy un poco entumecida del rato que llevo aquí dentro", mistress Oliver aterrizó, de pronto, en el camino, de una manera muy parecida a la de una erupción volcánica.
Con ella salieron también grandes cantidades de manzanas, que rodaron alegremente colina abajo.
—¡Estalló la bolsa! —explicó mistress Oliver.
Se quitó algunos trozos de manzana a medio consumir de la saliente repisa del busto y se sacudió luego como un perro de Terranova. Una última manzana, oculta en las reconditeces de su seno, fue a unirse con las otras.
—Es una lástima que se me reventara la bolsa —dijo mistress Oliver—. Eran de Cox. Pero supongo que habrá manzanas en abundancia aquí, en el campo. ¿O no las hay?
Quizá las manden todas fuera. ¡Ocurren cosas tan raras en estos tiempos! Bueno, ¿y cómo está usted, monsieur Poirot? No vive aquí, ¿verdad? No; estoy segura de que no. Así, pues, ¿se trata de un asesinato? Espero que no será la víctima mi huéspeda.
—Quién es su huéspeda?
—La que vive allí —contestó mistress Oliver, señalando con la cabeza—. Es decir, si esa casa es la llamada Laburnums, a medio camino, colina abajo, a la izquierda, después de pasar la iglesia. Sí; esa debe de ser. ¿Qué tal es?
—¿No la conoce?
—No. He venido por asuntos profesionales. Como quien dice, Robin Upward está convirtiendo uno de mis libros en obra de teatro. Vengo a reunirme con él por eso.
—La felicito, madame.
—¡Oh!, no hay motivo —le aseguró la dama—. Hasta la fecha, para mí es pura agonía. Que me ahorquen si sé por qué me dejé meter en jaleo semejante. Mis libros me dan ya dinero suficiente... es decir, los chupasangres se llevan la mayor parte, y si ganara más, más se llevarían; por tanto, no me mato demasiado. Pero no tiene usted idea de lo angustioso que resulta que se apropien de uno de sus personajes y les hagan decir cosas que jamás hubiesen dicho ellos, y hacer cosas que no hubieran hecho jamás. Y si una protesta, lo único que le dicen es que "es buen teatro". Robin Upward no piensa en otra cosa. Todo el mundo dice que es inteligente. Pero si tanto lo es, ¿por qué no escribe una obra teatral por su cuenta y deja en paz a mi pobre desgraciado finlandés? Ni siquiera es finlandés ya. Se ha convertido en miembro del movimiento de resistencia noruego.