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Se pasó las manos por el cabello.

—¿Qué he hecho de mi sombrero?

Poirot se asomó al coche.

—Creo, madame, que debió usted sentarse encima.

—Sí que lo parece —asintió mistress Oliver, contemplando los restos—. Bueno —agregó en tono alegre—; nunca me gustó gran cosa, después de todo. Pero pensé que acaso tuviera que ir a la iglesia el domingo, y, aunque el arzobispo ha dicho que no es necesario, sigo creyendo que los curas más anticuados esperan que una lleve sombrero. Pero hábleme de su asesinato o lo que sea. ¿Se acuerda usted del asesinato nuestro?

—Me acuerdo muy bien.

—Fue la mar de divertido, ¿verdad? No el asesinato en sí... ese sí que no me gustó ni pizca. Quiero decir lo de después. ¿De quién se trata esta vez?

—No de un personaje tan pintoresco como mister Shaitana. Una mujer dedicada a la limpieza, a la que robaron y asesinaron hace cosa de cinco meses. Quizá leyera usted la noticia. Mistress McGinty. Procesaron a un joven y le condenaron a muerte...

—Y él no fue el culpable, pero usted sabe quién es y va a demostrarlo —dijo rápidamente mistress Oliver—. ¡Magnífico!

—Corre usted demasiado —respondió Poirot con un suspiro—. Aún no sé quién lo cometió, y, una vez descubierto eso, aún quedará mucho trecho por recorrer antes de

poder demostrarlo.

—¡Son tan lentos los hombres! En seguida le diré yo quién ha sido. ¿Alguien de aquí, supongo? Déme un día o dos para echar una mirada a mi alrededor, y descubriré al asesino. La intuición de una mujer... eso es lo que usted necesita. Tuve razón en el caso de Shaitana, ¿verdad?

Poirot fue demasiado galante para recordarle a mistress Oliver la de veces que sus sospechas habían cambiado de blanco en dicha ocasión.

—¡Ustedes los hombres...! —dijo con indulgencia la dama—. Si una mujer fuese la directora de Scotland Yard...

Dejó la frase suspendida en el aire al saludarlos alguien desde la casa.

—¡Hola! —dijo una agradable voz de tenor ligero—. ¿Es mistress Oliver?

—Aquí estoy —contestó la interpelada, y le murmuró él Poirot:

—No se preocupe. Seré muy discreta.

—No, no, madame. No quiero que sea discreta. Todo lo contrario.

Robin Upward bajó por la senda y salió por la puerta del jardín. Iba con la cabeza descubierta y llevaba un pantalón de franela muy viejo y una chaqueta de deporte desastrada. De no haber sido por la tendencia a echar vientre, hubiera resultado bien parecido.

—¡Ariadne, preciosa! —exclamó, abrazándola cordialmente.

Retrocedió luego, posándole las manos en los hombros.

—Querida, he tenido una idea maravillosa para el segundo acto.

—¡Ah!, ¿sí? —contestó ella, sin entusiasmo—. Este caballero es monsieur Hércules Poirot.

—¡Magnífico! —dijo Robin, y volviéndose a mistress Oliver—: ¿Trae usted equipaje?

—Sí. Lo llevo atrás.

Robin sacó un par de maletas.

—¡Qué lata! —exclamó—. No tenemos lo que se pueda llamar servidumbre. Nada más que a la vieja Janet, y hay que ahorrarle todo el trabajo posible. Una verdadera pejiguera, ¿no le parece? ¡Cuánto pesan estas maletas! ¿Lleva, tal vez, bombas dentro?

Subió la senda tambaleándose.. Por encima del hombro dijo:

—Entre a beber algo.

—A usted le dice —anunció mistress Oliver, recogiendo el bolso, un libro y un par de zapatos viejos del asiento delantero—. ¿Dijo usted hace unos momentos que deseaba que fuera indiscreta?

—Cuanto más indiscreta, mejor.

—Yo, en su lugar, no abordaría el problema así. Pero el asesinato es suyo. Le ayudaré todo lo que pueda.

Robin asomó a la puerta principal.

—¡Entren, entren...! —cantó—. Ya atenderemos al coche más tarde. Mi madre arde en deseos de conocerlos.

Mistress Oliver echó a andar camino arriba. Hércules Poirot la siguió.

La casa era encantadora por dentro. Poirot calculó que habían gastado una cantidad muy grande de dinero en arreglarla, no obstante lo cual tenía todo el encanto de la sencillez. Cada pieza de roble era auténtica.

Sentada en un sillón de ruedas junto a la chimenea de la sala, Laura Upward sonrió una bienvenida. Era mujer de aspecto vigoroso, con sesenta y tantos años de edad, cabello gris y mandíbula que expresaba determinación.

—Encantada de conocerla, mistress Oliver —dijo—. Supongo que detesta que la gente le hable de sus libros; pero estos han sido para mí un grato solaz desde hace años... sobre todo desde que estoy impedida.

—Es usted muy amable —dijo mistress Oliver con embarazo y retorciéndose las manos como una colegiala—. Este es monsieur Poirot, viejo amigo mío. Nos encontramos por casualidad junto a la verja. Mejor dicho, le pegué con el corazón de una manzana. Como Guillermo Tell, sólo que al revés.

—Tanto gusto, monsieur Poirot. ¡Robin!

—Di, madre[5].

—Trae algo de beber. ¿Dónde están los ciga:rrillos?

—Sobre la mesa de allá.

Mistress Upward preguntó:

—¿Es usted escritor también, monsieur Poirot?

—¡Oh!, no —contestó mistress Oliver por él—. Es detective... de los del tipo de Sherlock Holmes... gorra de caza, violines y todo eso...[6] Y ha venido aquí a hallar la solución de un asesinato, y no creo que le sea difícil dar con ella.

Se oyó un leve tintineo de vidrios rotos. Mistress Upward dijo vivamente:

—Robin, haz el favor de tener cuidado.

Y a Poirot:

—Es muy interesante todo eso, monsieur Poirot.

—Por lo visto, Maureen Summerhayes tenía razón —exclamó Robin—. Me largó un discurso muy extenso y retorcido en el que me dijo que tenía en casa un detective. Parecía antojársele la mar de cómico eso. Pero, al parecer, es cosa seria, ¿verdad?

—Claro que es cosa seria —aseguró mistress Oliver—. Tienen ustedes un criminal aquí.

—Sí, pero escuche: ¿a quién han asesinado? ¿O se trata de alguien a quien acaban de desenterrar y es el asunto un profundo secreto?

—No es un secreto —intervino Poirot—. Y el asesinato lo conocen ustedes ya.

—Mistress Mc No Sé Cuántos... que se dedicaba a la limpieza,... en otoño pasado —explicó la autora.

—¡Oh! —exclamó Robin, que pareció chasqueado—. Pero ¡si eso se ha liquidado ya!

—No se ha liquidado ni mucho menos —anunció mistress Oliver—. Han detenido a un inocente y le ahorcarán si monsieur Poirot no descubre a tiempo al verdadero asesino. Es la mar de emocionante.

Robin repartió las copas.

—Dama Blanca para ti, madre.

—Gracias, querido.

Poirot frunció levemente el entrecejo. Robin les sirvió a mistress Oliver y a él.

—Bien —brindó Robin—; ¡por el crimen! —y bebió.

—Había trabajado aquí —observó.

—¿Mistress McGinty? —inquirió la escritora.

—Sí. ¿Verdad, madre?

—Con eso de trabajar aquí quieres decir que venía un día a la semana.

—Y alguna que otra tarde a veces.

—¿Cómo era? —preguntó mistress Oliver.