—La mar de respetable —contestó Robin—; y enloquecedoramente ordenada. Tenía la desagradable costumbre de recogerlo todo y de meter las cosas en los cajones, de suerte que uno no podía ni adivinar dónde se encontraban.
Mistress Upward, con cierto humorismo sombrío y agrio, dijo:
—Si alguien no pusiera las cosas en orden por lo menos una vez a la semana, pronto resultaría imposible moverse en esta casita.
—Lo sé, madre, lo sé. Pero, a menos que se dejen las cosas donde yo las pongo, no puedo trabajar. Quedan desordenadas mis notas.
—Es molesto verse tan incapacitada como yo —dijo mistress Upward—. Tenemos una doncella muy vieja y muy fiel; le cuesta trabajo cocinar un poco.
—¿Dé qué padece usted? —inquirió mistress Oliver—. ¿Artritis?
—Una variedad de ella. Pronto necesitaré una señorita de compañía, o enfermera permanente, me temo. Y es una lata. Me gusta ser independiente.
—Vamos, querida —intervino Robin—; no te excites.
Le dio unas palmaditas cariñosas en el brazo.
Ella le sonrió con repentina ternura.
—Robin es tan bueno como una hija para mí —dijo—. Lo hace todo... y piensa en todo. Nadie podría mostrarse mas considerado.
Se sonrieron mutuamente.
Hércules Poirot se puso en pie.
—Por desgracia —anunció— he de irme. Tengo que hacer otra visita y tomar luego el tren. Madame, le doy las gracias por su hospitalidad. Mister Upward, le deseo un éxito feliz a su obra de teatro.
—Y que tenga usted mucho éxito en su investigación —dijo mistress Oliver.
—¿De verdad va en serio, monsieur Poirot? —inquirió Robin—. ¿O se trata de una broma grotesca?
—Claro que no es una broma —contestó la escritora—. Se trata de algo mortalmente serio. Se niega a decirme quién es el asesino. Pero lo sabe. ¿Verdad que sí?
—No, no, madame —y la protesta de Poirot fue muy poco convincente—. Le dije que todavía no... No lo sé.
—Eso es lo que dijo. Pero yo creo que lo sabe en realidad. Solo que es tan reservado este señor...
Mistress Upward preguntó vivamente:
—¿Es cierto eso? ¿No se trata de una broma?
—No se trata de una broma, madame.
Hizo una reverencia y se fue.
Cuando cruzaba el jardín oyó la voz clara de tenor de Robin Upward:
—¡Ariadne, querida! —decía—. Todo eso está muy bien; pero, con ese bigote y todo, ¿cómo puede uno tomarle en serio? ¿Quieres decir con ello que es bueno?
Poirot sonrió para sí. Conque si era bueno, ¿eh?
A punto de cruzar el estrecho camino, retrocedió de un salto, justamente a tiempo.
La rubia de los Summerhayes pasó a toda velocidad, dando tumbos. Summerhayes iba al volante.
—Perdone —gritó—. Tengo que llegar al tren...
Y desde lejos:
—El mercado de Covent Garden...
Poirot también tenía la intención de tomar el tren, el que iba a Kilchester, donde había acordado celebrar una conferencia con el superintendente Spence.
Antes de tomarlo, tenía el tiempo justo para hacer una última visita.
Subió a la cima de la colina, franqueó la verja y recorrió la bien cuidada avenida hasta una casa moderna de cemento con tejado cuadrado y muchas ventanas. Aquella era la residencia de los Carpenter. Guy Carpenter, socio de los grandes Talleres de Construcciones Carpenter, poseía una cuantiosa fortuna y se había metido últimamente en política. Llevaba casado muy poco tiempo.
La puerta de los Carpenter no la abrió una criada extranjera ni una doncella anciana. Un imperturbable sirviente masculino se encargó de este menester, y se mostró muy poco dispuesto a permitirle a Poirot la entrada. En su opinión, Hércules Poirot era el tipo de visitante que ha de dejarse a la puerta. Evidentemente sospechaba que su visita tenía por objeto vender algo.
—Mis señores no se encuentran en casa.
—¿Quizá podría esperar entonces?
—No puedo decir cuándo estarán.
Cerró la puerta.
Poirot no bajó la avenida. En lugar de eso, dobló la esquina del edificio y casi tropezó con una mujer joven, alta, enfundada en un abrigo de visón.
—¡Hola! —gritó esta—. ¿Qué diablos quiere?
Poirot se quitó galantemente el sombrero.
—Confiaba —repuso— poder ver a mister o a mistress Carpenter. ¿Tengo el placer de estar hablando con mistress Carpenter?
—Yo soy mistress Carpenter.
Hablaba con voz áspera, pero se notaba un leve deje de apaciguamiento en la voz.
—Yo me llamo Hércules Poirot.
No hizo impresión. No sólo le era desconocido el gran, el único, el inmarcesible nombre, sino que le pareció que ni le reconocía siquiera como el huésped de Maureen Summerhayes. Allí, pues, no llegaba el comadreo del pueblo. Dato pequeño, pero quizá significativo.
—¿Bien?
—Pido hablar con mister o mistress Carpenter; pero usted, madame, resultará la persona más apropiada para lo que pretendo. Porque lo que he de preguntar se relaciona con asuntos domésticos.
—Ya tenemos un Hoover —dijo mistress Carpenter con desconfianza..
Poirot se echó a reír.
—No, no... interpreta usted mal. Solo deseo hacer unas preguntas acerca de cierto asunto doméstico.
—¡Ah!, se refiere usted a uno de esos cuestionarios domésticos. A mí se me antojan verdaderamente estúpidos —se interrumpió—. Quizá sea mejor que entre.
Poirot sonrió levemente. Se había parado a tiempo antes de hacer un comentario demasiado punzante. Dadas las actividades políticas de su marido, era conveniente ir con tiento antes de criticar al Gobierno.
Le condujo a una habitación bastante grande que daba a un jardín muy bien cuidado. Era un cuarto de aspecto muy nuevo, un tresillo grande tapizado con brocado, compuesto de sofá y dos sillones con orejas, tres o cuatro reproducciones de sillas Chippendale, un buró y una mesa de escritorio. No se habían ahorrado gastos, se habían empleado los servicios de las más renombradas compañías, y no se observaba ni vestigio de gusto individual. La novia había sido, pensó Poirot... ¿qué? ¿Indiferente? ¿Cautelosa?
La estudió al volverse. Una joven bien parecida, de aspecto caro. Cabello rubio platino, y maquillaje cuidadosamente aplicado; pero algo más: ojos muy abiertos, del colorido de la flor de azulejo... ojos en los que la expresión parecía haberse helado... bellos ojos ahogados.
Con amabilidad ahora, pero disimulando su has
tío, dijo:
—Tenga la bondad de sentarse.
Se sentó, y dijo:
—Es usted muy amable, madame. Y ahora tenga la bondad de escuchar las preguntas que deseo hacerle. Se refieren a una tal mistress McGinty, que murió... mejor dicho, a quien mataron en noviembre pasado.
—¿Mistress McGinty? No sé lo que quiere usted decir.
Le estaba mirando fijamente, duros y desconfiados los ojos.
—¿Recuerda a mistress McGinty?
—No, señor. No sé una palabra de ella.
—¿Recuerda su asesinato? ¿O es tan corriente el asesinato aquí que ni siquiera se fijan en él?
—¡Ah!, ¿el asesinato? Sí, claro. Había olvidado el nombre de esa anciana.
—¿A pesar de que trabajó para usted en esta casa?
—No es cierto eso. Yo no vivía aquí entonces. Mister Carpenter y yo nos casamos hace tres meses escasos.
—Pero sí que trabajó para usted. Los viernes por la mañana, si no me equivoco. Se llamaba usted entonces mistress Selkirk, y vivía en Rose Cottage.
La mujer, en tono huraño, contestó:
—Si conoce la respuesta a todo, no veo por qué tiene necesidad de hacer preguntas. Sea como fuere, ¿qué significa esto?
—Estoy investigando las circunstancias del crimen.
—¿Por qué? ¿A santo de qué? Y en cualquier caso, ¿a qué venir a mí?
—Tal vez sepa usted algo... que pueda ayudarme.