—No sé una palabra. ¿Por qué he de saberla? No era más que una vieja estúpida dedicada a la limpieza. Guardaba el dinero debajo del suelo, y alguien la mató para robárselo. El suceso entero resultó repugnante... bestial... Como las noticias de los periódicos dominicales.
Poirot se agarró a eso en seguida.
—Como en los periódicos dominicales, sí. Como en el Sunday Comet. ¿Leerá usted, quizá, el Sunday Comet?
Se puso ella en pie de un brinco y se dirigió, andando con torpeza, a los abiertos ventanales. Con tanta inseguridad caminaba, que tropezó contra el marco. Evocó en Poirot la imagen de una enorme y hermosa mariposa que tropezara ciegamente con la pantalla de una luz.
Llamó la mujer:
—¡Guy!... ¡Guy!...
Una voz de hombre, algo distante, le contestó:
—¿Eve?
—Ven aquí aprisa.
Apareció un hombre alto, de unos treinta y cinco años de edad. Apretó el paso y cruzó el arriate hacia la ventana. Eve Carpenter dijo con vehe mencia:
—Hay un hombre aquí... un extranjero. Me está haciendo toda clase de preguntas acerca de ese horrible asesinato del año pasado. Una vieja dedicada a la limpieza... ¿te acuerdas? Detesto esas cosas. Bien lo sabes tú.
Guy Carpenter frunció el entrecejo y entró en la sala por el ventanal. Tenía una cara larga, como la de un caballo. Estaba pálido y parecía bastante arrogante. Se daba cierto aire de pomposidad. Hércules Poirot le halló muy poco atractivo.
—¿Me es lícito preguntar qué significa todo esto? —inquirió—. ¿Ha estado usted molestando a mi esposa?
—Lo último que se me ocurriría a mí sería mo lestar a tan encantadora dama. Confiaba tan solo que, habiendo trabajado para ella la difunta, pudiese ayudarme en las investigaciones que estoy haciendo.
—Pero ¿qué investigaciones son esas?
—Sí; pregúntale eso —le instó la esposa.
—Se está haciendo una nueva investigación para determinar las circunstancias de la muerte de mistress McGinty.
—¡Ahora! El caso ese se liquidó ya.
—No, no. En eso se equivoca. No se ha liquidado aún.
—¿Una nueva investigación, dice?
Guy Carpenter frunció el entrecejo.. Dijo con desconfianza:
—¿Por la Policía? No diga sandeces.. Usted no tiene nada que ver con la Policía.
—Exacto. Trabajo independientemente.
—Es la Prensa —intervino Eve Carpenter—. Trabaja por cuenta de un periódico dominical. Él mismo lo dijo.
Un destello de cautela brilló en los ojos de Guy Carpenter. No tenía el menor deseo de indisponerse con la Prensa. Más amistosamente, comentó:
—Mi esposa se afecta con facilidad. Los asesinatos y cosas parecidas la disgustan. Estoy seguro de que no será necesario que la moleste usted. Apenas conocía a esa charlatana mujer.
Eve dijo con vehemencia:
—Era una vieja estúpida. Ya se lo dije —y agregó—: y una solemnísima embustera, por añadidura.
—¡Ah!, eso resulta interesante —observó Poirot, paseando la mirada de una a otro, radiante—. Usted cree que decía embustes... Eso quizá nos proporcione una pista de valor.
—No veo yo cómo —anunció, hosca, Eve.
—Para establecer el móvil. Eso es lo que estoy intentando.
—Le robaron sus ahorros —dijo vivamente el hombre—. Ese fue el móvil del crimen.
—¡Ah! —murmuró dulcemente el detective—. Pero ¿fue ése el móvil, en efecto?
Se puso en pie, como actor que acaba de pronunciar una frase clave.
—Lo siento si le he causado a madame dolor alguno —dijo cortésmente—. Estos asuntos suelen ser desagradables.
—El caso entero fue desagradable —se apresuró a decir Carpenter—. Como es natural, a mi esposa no le gustó que se lo recordaran. Lamento que no podamos ayudarle con ninguna información.
—¡Ah!, pero sí que me han ayudado.
—Usted perdone.
Poirot dijo dulcemente:
—Mistress McGinty decía mentiras. Valioso detalle. ¿Qué mentiras decía exactamente, madame?
Aguardó con fina cortesía a que Eve Carpenter respondiera. Lo hizo por fin:
—¡Oh!, ninguna en particular... es decir, no las recuerdo.
Dándose cuenta quizá de que los dos hombres la estaban mirando con curiosidad, añadió:
—Cosas estúpidas... de la gente. Cosas que no podían ser verdad.
Se prolongó el silencio. Luego siguió Hércules Poirot:
—Comprendo. Tenía una lengua peligrosa.
Eve Carpenter hizo un rápido movimiento.
—¡Oh!, no... no quise decir tanto. Era un poco dada al comadreo: he ahí todo.
—Una simple comadre —murmuró Poirot.
Hizo un gesto de despedida. Guy Carpenter le acompañó hasta el vestíbulo.
—Ese periódico suyo... ese periódico dominical... ¿cuál es?
—El periódico que le mencioné a madame —respondió con fina cautela Poirot— fue el Sunday Comet.
Hizo una pausa. Guy Carpenter repitió, pensativo:
—El Sunday Comet. No veo ese periódico frecuencia.
—Publica artículos muy interesantes a veces. E ilustraciones más interesantes aún.
Antes que la pausa pudiera prolongarse demasiado, hizo una reverencia y se apresuró a decir:
—Au revoir, mister Carpenter. Lo siento mucho si les he turbado. Una vez fuera, volvió la cabeza para echar otra mirada a la casa.
—Si será... —murmuró—. ¡Si será...!
Capítulo XI
El superintendente Spence, sentado frente a Hércules Poirot, suspiró.
—Yo no digo que no haya descubierto usted nada, monsieur Poirot —dijo despacio—. Es más: creo que sí lo ha logrado. Pero es tan tenue... ¡terriblemente tenue!
Poirot asintió con un movimiento de cabeza.
—Por sí solo no bastará. Tiene que haber más.
—Mi sargento debió descubrir ese periódico. O debí descubrirlo yo.
—No, no. Usted no puede echarse la culpa. El crimen resultaba demasiado claro. Robo con violencia. La habitación en desorden, el dinero desaparecido. ¿Por qué había de encontrar usted significativo entre tanta confusión un periódico roto o recortado?
Spence repitió, testarudo:
—Debí haberlo descubierto. Y lo del frasco de tinta.. .
—Me enteré de eso por pura casualidad.
—Y, sin embargo, tuvo un significado para usted. ¿Por qué?
—Sólo por esa frase casual acerca de escribir una carta. Usted y yo, Spence, escribimos tantas cartas, que, para nosotros, es una cosa completamente normal.
El superintendente exhaló un suspiro. Luego depositó sobre la mesa cuatro fotografías.
—Estos son los retratos que me pidió usted que consiguiera... los originales que usó el Sunday Comet. Por lo menos son un poco más claros que las reproducciones. Pero a fe mía que no constituyen una base muy sólida. Viejas y descoloridas. Y en las mujeres, el peinado hace cambiar mucho de aspecto. No hay nada definitivo que investigar, como orejas o perfiles. Un sombrero de campana, un peinado artístico, unas rosas... ¿de qué diablos sirve todo eso?
—¿Está usted de acuerdo conmigo en que podemos eliminar a Vera Blake?
—Yo creo que sí. Si Vera Blake estuviese en Broadhinny, todo el mundo lo sabría. Contar la triste historia de su vida parece haber sido su especialidad.
—¿Qué puede decirme de las otras?
—He obtenido todos los datos posibles en el corto espacio de tiempo disponible. Eva Craig se fue del país después de ser condenado Craig, y puedo decirle el nombre que asumió. El de Hope. ¿Simbólico quizá?[7]
Poirot murmuró:
—Sí, sí... el enfocamiento romántico. La hermosa Evelyn Hope ha muerto. Frase de uno de sus poetas. Seguramente se acordaría de ellas. Y a propósito, ¿se llamaba ella Evelyn, de veras?
—Sí, creo que sí. Pero siempre la conocieron con el de Eva. Y ya que estamos hablando de eso, monsieur Poirot; le diré una cosa: la opinión que la Policía tiene de Eva Kane no cuadra con el artículo este. En absoluto.