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—Hay tres mujeres de treinta y tantos años. Deirdre Henderson, la esposa del doctor Rendell y mistress Carpenter. Es decir, cualquiera de estas tres podría ser Lily Gamboll o la hija de Eva Kane en cuanto a edad se refiere.

—¿Y en cuanto a posibilidades?

Poiro exhaló un suspiro.

—La .hija de Eva Kane puede ser alta o baja, rubia o morena... no tenemos idea. Hemos estudiado a Deirdre Henderson en ese papel. Ahora lo haremos con las otras dos. Primero le diré una cosa: mistress Rendell le tiene miedo a algo.

—¿Le teme a usted

—Creo que sí.

—Eso pudiera ser significativo —dijo Spence despacio—. Está usted sugiriendo que mistress Rendell puede ser la hija de Eva Kane o Lily Gamboll. ¿Es rubia o morena?

—Rubia.

—Lily Gamboll era rubia de niña.

—Mistress Carpenter también es rubia. Una joven la mar de compuesta a fuerza de dinero. Sea guapa en realidad o no, tiene unos ojos asombrosos. Ojos azul oscuro, muy hermosos y muy abiertos...

—¡Vamos, Poirot! —le dijo el superintendente en son de reproche a su amigo.

—¿Sabe usted lo que pareció al salir corriendo del cuarto a llamar a su marido? Me dio la impresión de una bella mariposa que revoloteaba. Tropezó con los muebles y con los brazos tendidos avanzó como si estuviese ciega.

Spence le miró con indulgencia.

—Es usted un romántico, monsieur Poirot —dijo—. ¡Vaya con las bellas mariposas y los ojos azules muy abiertos!

—De ninguna manera. Mi amigo Hasting, él, sí que era romántico y sentimental. Yo ¡nunca! Yo... yo soy rigurosamente práctico. Lo que le estoy diciendo es que si las pretensiones de belleza de una muchacha dependen principalmente de sus ojos, entonces, por muy corta de vista que sea, se quitará las gafas y aprenderá a ir sin ellas aun cuando lo vea todo borroso y le cueste trabajo calcular las distancias.

Y golpeó con el índice la fotografía de Lily Gamboll, con los gruesos lentes que la desfiguraban.

—¿Así, pues, eso es lo que cree usted? ¿Lily Gamboll?

—No. Yo sólo hablo de lo que pudiera ser. En el momento de morir mistress McGinty, mistress Carpenter aún no era mistress Carpenter. Era una viuda de guerra, que andaba muy mal de dinero y vivía en una casita de jornaleros. Estaba comprometida con el señor de la comarca. Si Guy Carpenter hubiera descubierto que se hallaba a punto de casarse con una muchacha de baja cuna que se había hecho célebre por haberle pegado a su tía en la cabeza con un hacha, o con la hija de Craig, uno de los criminales más notorios del siglo... bueno, hay justificación para preguntarse: ¿hubiera estado dispuesto a seguir adelante con el matrimonio? Usted dirá, quizá, que si amaba a la muchacha, . Pero no es él uno de esos hombres. Yo le juzgaría egoísta, ambicioso, celoso de su buen nombre. Yo creo que si la joven mistress Selkirk, como se llamaba entonces, tenía vivos deseos de que se llevara a cabo el enlace, procuraría por todos los medios habidos y por haber que no llegara a oídos de su prometido ningún detalle poco agradable.

—Comprendo. Usted cree que fue ella, ¿verdad?

—Le vuelvo a decir, mon cheri, que no lo sé. Me limito a examinar posibilidades. Mistress Carpenter estaba en guardia contra mí, vigilante, alarmada.

—Eso huele mal.

—Sí, sí; pero la cosa no es tan sencilla. En cierta ocasión estuve parando en casa de unos amigos y salieron ellos de caza. Ya sabe cómo se hace eso, ¿verdad? Uno va con los perros y las escopetas y los perros levantan la caza. Esta sale del bosque, emprende el vuelo y uno, ¡pum!, ¡pum!, dispara. Eso nos pasa a nosotros. Quizá no sea una pieza sola la que levantemos. Hay otros pájaros en el coto. Pájaros, quizá, con los que no tengamos nada que ver. Pero los pájaros no saben eso. Hemos de aseguramos, cher ami, de cuál es nuestro pájaro. Durante la viudedad de mistress Carpenter puede haber habido indiscreciones... nada más que eso, pero no por ello es menos inconveniente. Desde luego, tiene que haber un motivo para que me dijese tan aprisa que mistress McGinty era una embustera.

El superintendente se frotó la nariz.

—Vamos a aclarar esto un poco, Poirot. ¿Qué es lo que cree usted en realidad?

—Lo que yo crea no importa. Es preciso que sepa. Y hasta ahora los perros no han hecho más que entrar en el coto.

Spence murmuró:

—Si lográsemos conseguir algo concreto... una circunstancia verdaderamente sospechosa... Hasta ahora todo es teoría... y un poco cogida por los pelos, por añadidura. Es muy flojo todo eso, como ya dije. ¿Asesina alguien, en efecto, por los motivos que hemos estado estudiando?

—¡Ah, bien! Depende de muchas circunstancias familiares que desconocemos. Pero el deseo de pasar por persona buena y respetable es un deseo fuerte, una pasión... Estos no son artistas ni bohemios. En Broadhinny vive gente muy buena. Me lo dijo la encargada de la estafeta. Y a la gente buena le gusta conservar su bondad, su respetabilidad, su buena fama. Años de feliz vida de matrimonio... ninguna sospecha de que una fue en otros tiempos figura notoria en uno de los casos más sensacionales de asesinato... ninguna sospecha de que la hija de una es hija de un criminal famoso. Una podría decir: "¡Preferiría morir a que mi marido se enterase!" O "Antes morir que consentir que mi hija descubra quién es!". Y luego pasaría una a pensar que quizá resultaría mejor que mistress McGinty muriera.

Spence dijo entonces:

—Así, usted cree que fueron los Wetherby.

—¡Oh, no! Encajan mejor, pero eso es todo. En carácter, por ejemplo, mistress Upward es más probable asesina que mistress Wetherby. Tiene determinación y fuerza de voluntad, y quiere con locura a su hijo. Para evitar que se entere él de lo que sucedió antes que se casara con su padre e iniciase una vida conyugal feliz, yo creo que iría lejos.

—¿Tan gran disgusto sería para él?

—Yo, personalmente, no lo creo. Robin ve las cosas desde un punto de vista muy escéptico y moderno. Es egoísta y, en cualquier caso, quiere mucho menos a su madre que ella a él, en mi opinión. Él no es un James Bentley.

—Y suponiendo que mistress Upward fuera Eva Kane, ¿su hijo Robin no mataría a mistress McGinty para impedir que se llegara a saber?

—No se le ocurriría, a mi juicio, dar paso semejante. Es más probable que intentara sacarle producto, ¡emplearlo como publicidad para sus obras! No me imagino a Robin cometiendo un asesinato nada más que por salvaguardar su fama de "respetable", ni por amor filial, ni por ninguna otra cosa que no fuera algo que le proporcionase sólidos beneficios a Robin Upward personalmente.

Spence exhaló un suspiro y dijo:

—Es ancho el campo. Tal vez consigamos obtener detalles de la vida pasada de toda esa gente. Pero se requiere tiempo. La guerra ha complicado las cosas. Registros destruidos... oportunidades sinfín para que todos aquellos que desearan desaparecer sin dejar rastro lo hiciesen apropiándose las tarjetas de identidad de otros, etcétera, sobre todo después de "incidentes" en lo que nadie sabría identificar los cadáveres. Si pudiéramos concentrarlo todo en una sola persona... Pero ¡tiene usted tantas posibles, monsieur Poirot!

—Quizá podamos rebajar el número de ellas pronto.

Poirot abandonó el despacho del superintendente menos animado de lo que había hecho creer. A él le obsesionaba, como a Spence, la urgencia.

¡Si hubiera podido disponer de tiempo!

Y, más en el fondo aún, se ocultaba la encocoradora duda. ¿Era verdaderamente sólido el edificio que Spence y él habían alzado? ¿Y si después de todo fuese Bentley culpable?

No cedió a esa duda; pero le tenía algo inquieto. Había pasado revista mentalmente, vez tras vez, a la conversación que sostuviera con James Bentley. Volvió a pensar en ella ahora, mientras aguardaba en el andén de Kilchester a que llegara el tren. Era día de mercado y la estación estaba atestada de gente. Y aún iban entrando más grupos.