Poirot se inclinó hacia delante para ver. Sí, el tren llegaba por fin. Antes que pudiera erguirse de nuevo, sintió un empujón fuerte y decidido en la espalda. Fue tan violento e inesperado, que le pilló completamente por sorpresa. Un segundo más, y hubiera caído a la vía debajo del tren que se aproximaba. Pero un hombre que se hallaba a su lado, en el andén, le asió justamente a tiempo, tirando de él hacia atrás.
—Pero ¿qué diablos le ocurría? —preguntó. Era un corpulento sargento del Ejército—. ¿Se puso usted malo? ¡Por poco va a parar debajo del tren!
—Gracias. Un millón de gracias.
La muchedumbre se agolpaba ya a su alrededor, unos subiendo al tren, otros apeándose.
—¿Se encuentra bien ya? Yo le ayudaré a montar.
Un poco alterado, Poirot se dejó caer en un asiento.
Inútil decir "me empujaron". Pero sí que le habían empujado. Hasta aquella misma tarde, había estado siempre alerta, para prevenirse contra el peligro. Pero tras hablar con Spence y después de preguntarle este en broma si habían atentado contra él, había llegado a considerar, casi inconscientemente, que el peligro no existía, que no era probable que se intentara nada.
Pero ¡cuán grande equivocación! Entre todas las entrevistas celebradas en Broadhinny, una de ellas había surtido efecto. Alguien se había asustado. Alguien había pretendido poner fin al peligroso intento de resurrección de un caso ya olvidado.
Poirot telefoneó al superintendente Spence desde una cabina telefónica de la estación de Broadhinny.
—¿Es usted, mon ami? Atienda, le ruego. Tengo noticias para usted... noticias magníficas. Alguien ha intentado matarme...
Escuchó con satisfacción el caudal de comentarios del otro.
—No; no me pasa nada. Pero anduvo muy cerca la cosa... Sí, debajo del tren. No; no vi quién fue. Pero tenga usted la completa seguridad, amigo mío, que lo averiguaré. Ahora sabemos ya que nos hallamos sobre la pista.
Capítulo XII
1
El hombre que inspeccionaba el contador de la electricidad se recreaba con el criado de Guy Carpenter que le estaba observando.
—La electricidad —le dijo— va a suministrarse sobre una nueva base. Una cuota fija graduada, según la ocupación.
El mayordomo repuso con escepticismo:
—Lo que quiere usted decir con eso es que va a costar más, como todas las cosas.
—¡Oh, bien! Yo opino que debe hacerse una distribución equitativa. ¿Fue usted al mitin de Kilchester anoche?
—No.
—Dicen que su amo, mister Carpenter, habló muy bien. ¿Cree que saldrá elegido?
—Tengo entendido que anduvo muy cerca de ello la vez anterior.
—Sí. La mayoría fue de ciento veinticinco votos o algo así. ¿Conduce usted el coche cuando va a esos mítines, o lo conduce él?
—Por regla general lo hace él. Le gusta conducir. Tiene un Rolls.
—Se da buena vida. ¿Conduce mistress Carpenter también?
—Sí. Y siempre va demasiado aprisa, a mi modo de ver.
—Eso suelen hacerlo frecuentemente las mujeres. ¿Asistió al mitin anoche también? ¿O no le interesa la política?
El mayordomo sonrió.
—Finge que le interesa, por lo menos. De todas formas, no aguantó toda la sesión anoche. Le entró dolor de cabeza o no sé qué, y abandonó el local a medio discurso.
—¡Ah! —el electricista echó una mirada a los fusibles—. Casi he terminado ya.
Hizo unas cuantas preguntas más, recogió las herramientas y se dispuso a marcharse.
Bajó caminando muy aprisa la avenida, pero una vez fuera de la verja y habiendo doblado la prime ra esquina, se detuvo a hacer una anotación en su libreta.
"C. volvió a casa solo anoche, conduciendo su propio automóvil. Llegó a las diez y media aproximadamente. Pudo haber estado en la estación de Kilchester a la hora indicada. Mistress C. abandonó el mitin temprano. Llegó a casa diez minutos tan sólo antes que C. Se dice que volvió por ferrocarril."
Era la segunda anotación del librito del electricista. La primera decía:
"Al doctor R. le llamaron anoche para asistir a un enfermo. En dirección a Kilchester. Pudo estar en la estación a la hora indicada. Mistress R. se pasó toda la noche sola en casa (?). Después de llevarle una taza de café mistress Scott, su ama de llaves, no volvió a verla hasta el día siguiente. Tiene un cochecito propio."
2
En Laburnums se estaba colaborando.
Robin Upward decía con fuerza:
—Sí que se da cuenta de lo maravilloso que es ese parlamento, ¿verdad? Y si logramos introducir una sensación de antagonismo sexual entre el tipo ese y la muchacha, se animará enormemente la obra.
Mistress Oliver se pasó tristemente la mano por la cabellera gris, alborotada por el viento, dándole el mismo aspecto que si la hubiese revuelto, no una brisa, sino un ciclón.
—Sí que comprende usted lo que quiero decir, ¿verdad, Ariadne querida?
—¡Oh!, lo que quiere decir ya lo comprendo —contestó la mujer con melancolía.
—Pero lo principal es que le alegre a usted, que le haga feliz...
Nadie más que uno que estuviera decidido a engañarse a sí mismo hubiese podido creer que el aspecto de mistress Oliver denotaba alegría o felicidad.
Robin continuó alegremente:
—Lo que yo digo es: he aquí ese maravilloso jo ven que acaba de aterrizar en paracaídas...
Mistress Oliver le interrumpió:
—Tiene sesenta años de edad.
—¡Oh, no!
—Pues los tiene.
—Yo no le veo así. Treinta y cinco. No más.
—Pero ¡si llevo treinta años escribiendo novelas en las que figura como protagonista! Y tenía por lo menos treinta y cinco años en la primera.
—Pero, querida, si tiene sesenta años, no puede haber esa tensión entre él y la muchacha... ¿cómo se llama?... Ingrid. ¡No sería más que un viejo verde entonces!
—En efecto.
—Por tanto, como ve, ha de tener treinta y cinco —anunció con gesto triunfal Robin.
—En tal caso, no puede ser Sven Hjerson. Limítese a describirle como un joven noruego que pertenece al movimiento secreto de resistencia.
—Pero, Ariadne, querida, la clave de la obra es precisamente Sven Hjerson. Tiene usted un público enorme que adora a Sven Hjerson y que acudirá en tropel a ver a Sven Hjerson. ¡Sven Hjerson es un éxito de taquilla, querida!
—La gente que lee mis libros sabe cómo es Sven. No es posible inventar un joven completamente nuevo y llamarlo Sven Hjerson.
—Ariadme, querida, eso ya se lo había explicado. No se trata ahora de un libro, querida, sino de una obra de teatro. ¡y es necesario que haya romanticismo! y si conseguimos esa tensión, ese antagonismo entre Sven Hjerson y esa... ¿cómo se llama?... Karen... ¿comprende?... eso de que estén siempre el uno contra el otro y que, sin embargo, se sientan fuertemente atraídos...
—A Sven Hjerson nunca le interesaron las mujeres —dijo con frialdad mistress Oliver.
—¡Es que no podemos hacerle afeminado, querida! No en esta clase de obras. Quiero decir que no se trata de árboles verdes ni praderas esmeraldas, ni ninguna cosa así. Se trata de emociones y asesinatos y sana diversión al aire libre.
La mención al aire libre surtió su efecto.
—Me parece que voy a salir —dijo bruscamente mistress Oliver—. Necesito aire. Ando muy necesitada de aire.