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—Queremos a tu huésped —le dijo Eve a Maureen—. ¿Está por ahí? Deseo invitarle para esta noche también.

—Ya le llevaremos.

—Creo que será preferible que le invite yo misma. La verdad es que fui un poco grosera con el ayer.

—¡Oh! Bueno, pues por ahí debe de andar —contestó con vaguedad Maureen—. Creo que en el jardín... ¡Carmic! ¡Flyn! ¡Esos malditos perros!

Dejó caer el cubo con estrépito y corrió en dirección al estanque de los patos, donde se había producido de pronto un enorme alboroto.

Capítulo XIII

Mistress Oliver se acercó a Hércules Poirot, copa en mano, en los últimos momentos de la reunión de los Carpenter. Hasta aquel instante, cada uno de ellos había sido centro de un grupo de admiradores. Ahora que se había consumido mucha ginebra y que la reunión iba bien, se observó una evidente tendencia entre los concurrentes a buscar a los amigos más íntimos para comadrear un poca, y los dos forasteros pudieron hablar a solas.

—Salga al arriate —le dijo mistress Oliver con susurro de conspirador.

Al propio tiempo le introdujo en la mano un trozo de papel.

Salieron juntos por los ventanales y echaron a andar por el arriate. Poirot desdobló el pedazo de papel.

"Doctor Rendell", leyó.

Miró, interrogador, a su compañera. Esta movió afirmativa y vigorosamente la cabeza, cayéndole un mechón de cabello gris sobre la cara al hacerlo.

—¡Él es el asesino! —aseguró mistress Oliver.

—¿Lo cree usted? ¿Por qué?

—Lo sé, simplemente. Es el tipo. Cordial, jovial y todo eso.

—Quizá.

Poirot parecía muy poco convencido.

—Pero —preguntó— ¿cuál fue el móvil, en su opinión?

—Conducta antiprofesional. Y mistress McGinty estaba enterada de ello. Fuera cual fuese el móvil, sin embargo, puede tener usted la completa seguridad de que el asesino fue él. He examinado a todos los demás y él es el culpable.

En respuesta, Poirot dijo, como siguiendo una conversación indiferente:

—Anoche alguien intentó tirarme debajo del tren en la estación de Kilchester.

—¡Santo Dios! ¿Para matarle, quiere usted decir?

—No me cabe duda alguna de que era esa la intención.

—Y el doctor Rendell salió a asistir a un enfermo. Eso lo sé.

—Tengo entendido, sí... que el doctor Rendell salió, en efecto, a asistir a un enfermo.

—Entonces, no hay más que hablar —dijo mistress Oliver con satisfacción.

—Aún sí. Tanto mister Carpenter como su esposa estuvieron en Kilchester anoche y volvieron a diferente hora a casa. Mistress Rendell puede haberse pasado la noche sentada en casa escuchando la radio, o puede no haberlo hecho... nadie lo sabe. Miss Henderson va con frecuencia al cine a Kilchester.

—No fue anoche. Se quedó en casa. Me lo dijo ella misma.

—Uno no puede creerse todo lo que le dicen —dijo Poirot con reproche—. Los de una misma familia se apoyan. La doncella extranjera, Frieda, por otra parte, que fue al cine anoche; conque no puede decimos quién estuvo o dejó de estar en Hunter's Close. Como verá usted, no es tan fácil reducir el número de los sospechosos.

—Posiblemente podré avalar a nuestro grupo. ¿A qué hora dice usted que sucedió eso?

—A las nueve y treinta y cinco en punto.

—En tal caso, Laburnums queda eliminado por lo menos. Desde las ocho hasta las diez y media, Robin, su madre y yo estuvimos jugando a las cartas.

—Creí que, a lo mejor, usted y Robin estarían encerrados juntos, colaborando.

—¿Dejando libre a la madre para que se largara en una motocicleta oculta entre los arbustos? —rió mistress Oliver—. No, teníamos a mamá a la vista.

Suspiró al asaltarla pensamientos más tristes.

—¡Colaboración! —exclamó con amargura—. ¡Todo ese asunto es una pesadilla! ¿Qué tal le sentaría que le pegaran un bigote negro al superintendente Battle y le dijeran que ese era usted?

Poirot parpadeó levemente.

—Pero... ¡es una pesadilla esa insinuación!

—Ahora comprenderá usted lo que yo sufro —lamentóse mistress Oliver.

—También yo padezco —anunció Poirot—. Los guisos de mistress Summerhayes desafían toda descripción. Eso no es cocinar siquiera. Y las corrientes de aire, los vientos fríos, los estómagos revueltos de los gatos, los pelos largos de los perros, las patas rotas de las sillas, la terrible, ¡oh cuán terrible!, cama en que duermo.—entornó los ojos al recordar sus angustias—, el agua templada en el cuarto de baño, los agujeros de la alfombra de la escalera, y el café... no hay palabras para describir el líquido que sirven como café. Es una ofensa al estómago.

—¡Caramba! Y, sin embargo, ¿sabe?, ella es la mar de agradable.

—¿Mistress Summerhayes? Es encantadora. Es muy encantadora. Y por eso resulta más violento.

—Ahí viene —dijo mistress Oliver.

Maureen Surnmerhayes se acercaba a ellos. En el pecoso semblante se observaba una expresión de éxtasis. Llevaba una copa en la mano. Les sonrió a los dos con afecto.

—Me parece que estoy un poco mona —anunció—. ¡He bebido tal cantidad de esa ginebra tan sabrosa!... Me gustan las reuniones. Y rara vez las hay en Broadhinny. Es por ser ustedes dos tan célebres. Ojalá pudiese yo escribir novelas. Lo malo que yo tengo es que no sé hacer nada bien.

—Es usted buena esposa y buena madre, madame —anunció Poirot.

Maureen abrió desmesuradamente los ojos, ojos atractivos, color avellana, en una carita pequeña, salpicada de pecas. Mistress Oliver se preguntó qué edad tendría. No mucho más de treinta años, decidió.

—¿Lo soy? —murmuró Maureen—. ¡Si será verdad! Los quiero a todos con locura; pero ¿es eso suficiente?

Poirot tosió.

—Espero que no me creerá presuntuoso, madame. Pero la mujer que quiere de verdad a su marido debe cuidarle mucho el estómago. Es muy importante el estómago.

Maureen pareció levemente ofendida.

—Johnnie tiene un estómago magnífico —contestó algo picada—; completamente liso. Puede decirse que ni estómago tiene.

—Me refería a lo que se emplea para rellenarlo.

—Se refiere a mis guisos. Nunca he creído que importara mucho lo que uno comiera.

Poirot exhaló un gemido.

—Ni la ropa que uno se pusiese —prosiguió Maureen, soñadora—, ni lo que a uno se le ocurriera hacer. Yo no creo que las cosas importen tanto; no, en realidad.

Guardó silencio unos segundos, nublados los ojos por el alcohol.

—Una mujer escribió en el periódico el otro día —dijo de pronto— una carta estúpida de verdad. Preguntando qué era mejor... si dejar que fuera adoptado su hijo por alguien que pudiera darle todas las ventajas... todas las ventajas, eso fue lo que dijo... y se refería a buena educación, y ropa, y comodidades... o conservarle a su lado no pudiendo darle ventajas o seguridades de ninguna clase. Yo creo que eso es estúpido; estúpido de verdad. Si una puede darle a una criatura lo bastante de comer... eso es todo lo que importa.

Clavó la mirada en la copa vacía, como si fuera una bola de cristal.

Yo tengo que saberlo —dijo—. Yo fui hija adoptiva. Mi madre renunció a mí y yo disfruté de todas las ventajas, como las llaman. Y siempre me ha dolido, me ha hecho daño... siempre... siempre... saber que a una no la querían en realidad, que la propia madre fuera capaz de renunciar...

—Se sacrificaría por el bien de usted quizá —dijo Poirot.

Le miró de hito en hito.

—Yo no creo que eso sea verdad jamás. No es más que la excusa que se dan. Pero, en realidad, todo eso se reduce a que pueden pasarse sin una... y duele. Yo no renunciaría a mis hijos... ¡ni por todas las ventajas del mundo!