—Y yo creo que tiene usted muchísima razón —aseguró mistress Oliver.
—También yo estoy de acuerdo con usted —apuntó Poirot.
—Entonces, bien va —dijo alegremente Maureen—. ¿Por qué diablos estamos discutiendo?
Robin, que había salido al arriate a reunirse con ellos, dijo:
—Bien; ¿de qué están ustedes discutiendo?
—De la adopción —contestó Maureen—. A mí no me gustó que me adoptasen. ¿Y a ti?
—Pues verás... es mucho mejor eso que ser huérfano; ¿no te parece, querida? Creo que debiéramos marchamos ya, ¿verdad? ¿Eh, Ariadne?
Los invitados se marcharon en masa. El doctor Rendell había tenido que partir apresuradamente ya. Bajaron la colina juntos, hablando animadamente, con ese exceso de alegría que desata una serie de combinados.
Cuando llegaron a la verja de Labumums, Robin insistió en que entraran todos.
—Nada más que para describirle a madre la reunión. ¡Ha sido una pena que la pobrecilla no haya podido ir por la guerra que le estaba dando la pierna! Pero no le gusta quedarse al margen de las cosas.
Entraron alegremente, y mistress Upward pareció encantada de verles.
—¿Quién más estuvo allí? —preguntó—. ¿Los Wetherby?
—No; mistress Wetherby no se sintió lo bastante bien para asistir, y la chica no quiso ir sin ella.
—Es un caso conmovedor, ¿verdad? —murmuró Shelagh Rendell.
—A mí me parece más bien un caso patológico —aseguró Robin.
—La culpa la tiene su madre —dijo Maureen—. Algunas madres casi se comen a sus hijos, ¿no les parece?
Se ruborizó al encontrarse con la burlona mirada de mistress Upward.
—¿Te devoro yo, Robin? —le preguntó a su hijo.
—¡Madre! ¡Claro que no!
Para ocultar su confusión, Maureen se lanzó precipitadamente a describir sus experiencias en la cría de perros lobos irlandeses. La conversación se hizo técnica.
Mistress Upward dijo decisivamente...
—No hay manera de sustraerse a la herencia, tanto en el caso de personas como de perros.
Shelagh Rendell murmuró:
—¿No cree usted más bien que se deberá al ambiente?
Mistress Upward la cortó en seco:
—No, querida, no creo tal cosa. El ambiente puede dar una capa superficial y nada más. Es lo que se lleva en la masa de la sangre lo que cuenta.
La mirada de Hércules Poirot descansó, curiosa, en el rostro encendido de Shelagh Rendell. Dijo esta, con un apasionamiento que pareció innecesario:
—Eso es cruel... injusto.
—La vida es injusta —contestó mistress Upward.
La voz lenta y perezosa de Johnnie Summerhayes intervino:
—Estoy de acuerdo con mistress Upward. La raza manda. Siempre ha sido ese mi lema.
Mistress Oliver dijo, interrogadora:
—Usted quiere decir con eso que las cosas pasan de padres a hijos. Hasta la tercera o cuarta generación...
Maureen Summerhayes dijo de pronto, con su voz aguda y dulce:
—Pero la cita continúa: "y que hago misericordia a millares..."[8]
De nuevo todo el mundo pareció experimentar cierto malestar, tal vez por la nota seria que se había introducido en la conversación.
Para cambiar el tema atacaron a Poirot.
—Háblenos de mistress McGinty, monsieur Poirot. ¿Por qué no la mató el huésped?
—Solía ir mascullando algo entre dientes —dijo Robin— cuando iba por los caminos. Le encontraba con frecuencia. Y, la verdad, tenía un aspecto la mar de extraño; parecía como trastornado.
—Alguna razón debe de tener usted para creer que no la mató él, monsieur Poirot. ¿Por qué no nos la cuenta?
Poirot les dirigió una sonrisa. Se atusó el bigote.
—Si no la mató, ¿quién fue?
—Eso, eso... ¿quien fue?
Mistress Upward dijo con sequedad:
—No le cohíban ustedes. Lo más probable es que sospeche de uno de nosotros.
—¿De uno de nosotros? ¡Oh!
Durante el clamor. la mirada de Poirot se encontró con la de mistress Upward. Vio en ella regocijo y algo más... ¿un reto?
—Sospecha de uno de nosotros —exclamó Robin, encantado—. Vamos a ver, Maureen —adoptó el tono de un fiscal—: ¿dónde estuviste la noche del... ¿qué noche fue?
—La del veintidós de noviembre —dijo Poirot—. ¿La noche del veintidós de noviembre? —repitió Robin.
—¡Caramba!; no tengo la menor idea —respondió Maureen.
—Nadie puede acordarse después de tanto tiempo —observó mistress Rendell.
—Pues yo sí —anunció Robin—. Porque estuve hablando por radio aquella noche. Marché a Coalport a dar una charla sobre "Algunos aspectos del teatro". Lo recuerdo porque hablé largamente sobre la asistenta de la obra de Galsworthy La caja de plata, y como al día siguiente mataron a mistress McGinty, me pregunté si la mujer de la obra se habría parecido a ella o viceversa.
—Es cierto —asintió Shelagh Rendell de pronto—. Y lo recuerdo ahora porque dijiste que tu madre se quedaría sola, ya que era la noche en que Janet salía. Y yo vine aquí después de cenar para hacerle compañía. Solo que, por desgracia, no conseguí que me oyera cuando llamé.
—Déjenme que piense —murmuró mistress Upward—. ¡Ah, sí! ¡Claro! Me había acostado con un fuerte dolor de cabeza, y mi alcoba da al jardín de atrás.
—Y al día siguiente —prosiguió Shelagh—, cuando supe que habían matado a mistress McGinty, pensé: "¡Oh! ¡Quizá me cruzara yo con el asesino en la oscuridad!"... Porque el principio todos creíamos que se trataría de algún vagabundo que se había introducido en la casa.
—Bueno, pues yo sigo sin acordarme de lo que estuve haciendo —dijo Maureen—. Pero sí que recuerdo la mañana siguiente. Fue el panadero quien nos dio la noticia. "Han matado a mistress McGinty", dijo. ¡Y yo que había estado preguntándome por qué no se habría presentado a trabajar como de costumbre!
Se estremeció.
—Es horrible, ¿verdad? —dijo.
Mistress Upward continuaba observando a Poirot.
Éste se dijo para sus adentros: " Es una mujer muy inteligente. E implacable. Y egoísta también. Cualquier cosa que hiciera, no sentiría escrúpulos ni remordimientos... "
Una voz tenue hablaba, porfiada, quejicosa:
—¿No tiene usted ningún indicio, ninguna pista, monsieur Poirot?
Era Shelagh Rendell.
El alargado rostro de Johnnie Summerhayes se iluminó de entusiasmo.
—Eso es: indicios, pistas —dijo—. Eso es lo que a mí me gusta en las novelas policíacas. Indicios elocuentes para el detective, y que nada le dicen a uno... hasta última hora, y entonces se enfurece uno consigo mismo por no haberse dado cuenta antes. ¿Puede usted darnos un pequeño indicio, monsieur Poirot?
Se volvieron hacia él caras rientes y suplicantes. Era un juego.para todos (o quizá no para uno). Pero el asesinato no era un juego, el asesinato era peligroso. Uno nunca sabía.
Con un brusco movimiento, Poirot se sacó cuatro fotografías del bolsillo.
—¿Quieren un indicio? —exclamó con las fotografías en alto—. ¡Voila!..
Y con gesto dramático las echó sobre la mesa.
Se agruparon alrededor, inclinándose y soltando exclamaciones.
—¡Mirad!
—¡Qué tipos más absurdos!
—¡Fijaos en las rosas!
—Hija mía, ¡qué sombrero!
—¡Qué niña más horrible!
—Pero ¿quiénes son?
—¿Verdad que son ridículas las modas?
—Esa mujer debe de haber sido muy guapa en sus tiempos.
—Pero ¿por qué son indicios?
Poirot paseó la mirada muy lentamente por e! círculo de semblantes. No vio nada que no hubiera esperado ver.
—¿No reconocen ustedes a ninguna de ellas?
—¿Reconocer?
—¿No recuerdan haber visto ninguna de estas fotografías antes? ¿Sí, mistress Upward? Usted reconoce algo, ¿verdad?