—¿Y detuvieron y juzgaron a Bentley?
—Sí. La causa se vio ayer. Un caso claro. El jurado solo estuvo ausente veinte minutos. Fallo: culpable. Condenado a muerte.
Poirot movió afirmativamente la cabeza.
—Y después del fallo, se metió usted en el tren, se presentó en Londres y vino a verme. ¿Por qué?
El superintendente Spence contemplaba, pensativo, la jarra de cerveza. Pasó el dedo, muy despacio, por el borde. Dijo:
—Porque yo no creo que Bentley sea el asesino...
Capítulo II
Reinó el silencio unos instantes.
—Vino usted a mí...
Poirot no terminó la frase.
El superintendente Spence alzó la mirada. El color se le había acentuado. Era su rostro típicamente provinciano, inexpresivo, de ojos perspicaces y francos: el rostro de un hombre de normas fijas, de principios bien definidos, que jamás dudaría de sí mismo y tendría siempre un concepto claro de lo que constituía el bien hacer y el mal obra.
—Llevo ejerciendo mi profesión mucho tiempo —dijo—. He tenido mucha experiencia de esto, de lo otro y de lo de más allá. Sé juzgar a un hombre tan bien como el que más. Durante mis años de servicio he investigado numerosos casos de asesinato... algunos sumamente sencillos, otros de no tanta sencillez. Uno de ellos lo conoce usted, monsieur Poirot.
Este movió afirmativamente la cabeza.
—Y bien retorcido que fue —prosiguió Spence—. De no haber sido por usted, es posible que no hubiéramos visto claro. Pero, gracias a su intervención, vimos con claridad... y no hubo duda alguna acerca de lo ocurrido. Lo propio sucedió con los otros de los que usted no tiene noticia. El del Silbador, por ejemplo. Ese recibió su merecido. El de los individuos aquellos que mataron al viejo Guterman. El de Verall y su arsénico. Tranter se libró, pero no cabe duda acerca de su culpabilidad. Mistress Courtland... esa sí que fue afortunada. Su marido era un mal bicho y un pervertido. Por eso la absolvió el jurado. No fue justicia, sino un simple acto de sentimentalismo. Cosas así suceden de cuando en cuando y hay que contar con ellas. A veces no hay pruebas suficientes... otras, el sentimentalismo interviene... y no faltan aquellas en que un asesino logra engañar al jurado. Esto último no ocurre con frecuencia, pero puede ocurrir. En ocasiones se debe a la habilidad del abogado defensor; en otras es el fiscal quien equivoca el camino. ¡Ah, sí, yo he visto muchas cosas como esas!... Pero... pero... —Agitó el dedo índice, grueso y pesado—. Pero lo que nunca he visto... en ninguno de los casos en que yo he intervenido... es que se ahorcara a un hombre por un delito que no hubiese cometido. Y esa es cosa, monsieur Poirot, que no quiero que ocurra mientras viva.
Se quedó pensativo un momento. Después agregó:
—No en este país.
—Así, pues, cree —murmuró Poirot, mirándole, pensativo— que tal caso está ahora a punto de producirse. Pero... ¿por qué....
Le interrumpió Spence:
—Sé algunas de las cosas que piensa decir. Y las contestaré sin que tenga usted que preguntarlas. Me encargaron a mí del caso. Se me encomendó que buscara pruebas de lo sucedido. Investigué a fondo el asunto. Fui recogiendo datos... todos los datos que pude. Y era una la dirección que todos ellos señalaban... una la persona a la que todos ellos comprometían. Cuando terminé las pesquisas, presenté el resultado a mi superior. Hecho esto, quedaba yo al margen del asunto, que pasaba a Fiscalía, para que el fiscal obrara según creyera procedente. Este decidió actuar contra Bentley. En realidad, no podía hacer otra cosa... no con las pruebas que yo había puesto en sus manos. Conque se detuvo y procesó a James Bentley. Oportunamente compareció ante los tribunales. Y fue hallado culpable. No hubieran podido hacer otra cosa que condenarle... no con las pruebas de que se disponía, puesto que son las pruebas las que ha de tener en cuenta el jurado. No creo que tuviera ninguno la menor duda. No; yo diría que todos ellos estaban convencidos de que Bentley era culpable.
—Pero... ¿usted no lo está?
—No.
—¿Por qué?
El superintendente exhaló un suspiro. Se frotó, pensativo, la barbilla con la mano.
—No lo sé. Es decir, no puedo explicarlo... no puedo dar una razón concreta. Al jurado le parecería Bentley un asesino. A mí me ocurrió todo lo contrario... y yo tengo más experiencia que ellos de esas cosas.
—Sí, sí; usted es un experto en la materia.
—En primer lugar, ¿sabe?, no se pavoneaba... no se las daba de listo... no presumía de guapo, como sé por experiencia que suelen hacer los culpables. Siempre se muestran tan satisfechos de sí mismos... Siempre creen que a uno le están tomando el pelo. Siempre están convencidos de que lo han hecho todo con una habilidad inigualable. Están orgullosos de su pericia y, aun hallándose en el banquillo y sabiendo que no hay quien los libre de las consecuencias de su delito, siguen gozando, Dios sabe por qué, de las emociones que el momento les brinda, encontrándolas agradables. Todas las miradas convergen en ellos. Son la figura central... la estrella. Desempeñan el papel de protagonista quizá por primera vez en la vida. Se sienten... bueno, ya me comprende usted... ¡guapos!
Spence pronunció la palabra con aire de finalidad.
—Usted comprenderá lo que quiero decir con eso, monsieur Poirot.
—Comprendo perfectamente. Bentley... ¿no era así?
—No. Estaba... bueno, medio muerto del susto. Tenía tal miedo, que no le llegaba la camisa al cuerpo. Desde el primer instante. Para algunos, ello sería prueba inequívoca de culpabilidad. Pero para mí... ¡no!.
—No. Estoy de acuerdo con usted. ¿Cómo es ese Bentley?
—Tiene treinta y tres años. Estatura regular, tez cetrina, lleva gafas...
Poirot cortó el chorro.
—No; no me refiero a sus características físicas. ¿Qué clase de personalidad?
—¡Ah, eso! Un hombre poco atractivo. Nervioso, incapaz de mirarle a uno cara a cara. Suele hacerlo de soslayo. Lo peor que podía sucederle para enfrentarse con un jurado. A veces acobardado, rastrero otras, y truculento. Suelta alguna que otra bravata, pero de forma poco convincente y aún menos eficaz.
Hizo una pausa y agregó:
—En realidad, es un individuo muy tímido. Yo tuve un primo que se le parecía. Si esa clase de gente se encuentra en un apuro, larga enseguida un embuste tan estúpido que no hay probabilidad de que lo crea nadie.
—No suena muy atractivo su James Bentley.
—Ni lo es. No creo que haya quien pueda encontrarle simpático. Lo que no es razón para que se le ahorque.
—¿Y cree usted que le ahorcarán?
—No veo cómo puede librarse. Podrá apelar su abogado; pero si lo hace, habrá de ser con muy poco fundamento... basándose en algún tecnicismo... y no creo que tenga éxito.
—¿Tuvo buen defensor?
—Le asignaron a Graybrook, que estaba de turno. Porque carecía de medios para buscarse abogado por su cuenta. Graybrook es joven, pero muy concienzudo, e hizo cuanto estaba en sus manos.
—Lo que quiere decir que se le juzgó con imparcialidad, bien defendido, y fue hallado culpable por un jurado.
—Así es. Por un buen jurado. Siete hombres y cinco mujeres... todos ellos honrados y razonables. Actuó de juez el viejo Stanisdale. Escrupulosamente justo, sin parcialidad de ninguna clase.
—¿De suerte que, según la ley, James Bentley no tiene nada de qué quejarse?
—¡Si le ahorcan por un delito que no ha cometido, vaya si tendrá algo de qué quejarse!
—Es muy justa esa observación.
—Y la acusación fue mi acusación... Fui yo quien reunió las pruebas y las eslaboné. Y como consecuencia de esa acusación y de esas pruebas se le ha condenado. Y no me gusta, monsieur Poirot, no me gusta ni pizca.