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Mistress Upward vaciló.

—Sí... creo que...

—¿Cuál?

La mujer tendió la mano y señaló con el índice el retrato de Lily Gamboll.

—Usted ha visto ese retrato... ¿cuándo?

—Recientemente; bien. Pero ¿dónde? No, no lo recuerdo. Aunque estoy segura de que he visto una fotografía como esta.

Frunció el entrecejo, y se quedó pensativa. Salió de su abstracción al acercársele mistress Rendell.

—Adiós, mistress Upward. Espero que si se siente con ánimos vendrá usted a tomar el té conmigo algún día.

—Gracias, querida. Iré si Robin me empuja colina arriba.

—Claro que sí, madre. Se me han desarrollado ya enormemente los músculos empujando esa silla. ¿Recuerdas el día que fuimos a casa de los Wetherby y que había tanto barro... ?

—¡Ah! —exclamó mistress Upward de pronto.

—¿Qué ocurre, madre?

—Nada. Continúa.

—Hablo de cuando tuve que subirte colina arriba otra vez. Primero patinó el sillón; luego patiné yo. Creí que no íbamos a llegar nunca a casa.

Se despidieron riendo y se marcharon en tropel.

No cabía duda, pensó Poirot, de que el alcohol soltaba las lenguas. ¿Había hecho bien o mal en enseñar aquellos retratos? ¿Habría sido su gesto consecuencia del alcohol también?

No estaba seguro.

Pero, murmurando una breve excusa, volvió atrás.

Empujó la verja y se dirigió al edificio. Por la abierta ventana de su izquierda oyó el murmullo de dos voces, la de Robin y la de mistress Oliver, muy poco la de esta y mucho la de aquel.

Abrió y entró por la puerta de la derecha al cuarto que abandonara momentos antes. Mistress Upward estaba sentada junto al fuego. Tenía torvo el semblante. Tan enfrascada en sus pensamientos se hallaba, que la entrada del detective la sobresaltó.

Al oír la tosecita de excusa del visitante, alzó vivamente la cabeza.

—¡Ah! —dijo—. Es usted. Me dio un susto.

—Lo siento, madame. ¿Creía usted que era otra persona? ¿Quién creyó que era?

No respondió ella a eso. Se limitó a preguntar:

—¿Se ha dejado algo olvidado?

—Lo que temí haber dejado era peligroso.

—¿Peligroso?

—Peligroso quizá para usted. Porque reconoció una de esas fotografías hace un momento.

—Yo no diría "reconocer". Todos los retratos antiguos parecen iguales.

—Escuche, madame. Mistress McGinty reconoció también, o mucho me equivoco, uno de esos retratos. Y mistress McGinty ha muerto.

Mistress Upward contestó con inesperado destello de humorismo en los ojos:

Mistress McGinty ha muerto. ¿Cómo murió? Arriesgando el cuello como yo. ¿Es eso lo que quiere decir?

—Sí. Si sabe algo... por poco que sea... dígamelo ahora. Resultaría mucho menos peligroso.

—Mi querido amigo, la cosa no es tan sencilla como usted se la imagina. Ando muy lejos de estar segura de que sé algo... y, desde luego, nada sé que pueda conceptuarse como hecho concreto. Los recuerdos vagos y confusos son, con frecuencia, engañadores. Sería preciso poseer una idea de cómo, cuándo y dónde, si usted me comprende bien.

—Es que a mí se me antoja que ya tiene usted esa idea.

—Hay algo más que eso en el asunto. Hay varios factores que tener en cuenta. Es inútil que intente usted precipitarme, monsieur Poirot. No soy persona que tome decisiones a tontas y a locas. Tengo voluntad propia, y necesito tiempo para decidirme. Cuando tomo una determinación, obro. Pero no hasta estar preparada.

—Es usted una mujer reservada en muchos sentidos, madame.

—Quizá... hasta cierto punto. El saber es potencia. El poder solo debe usarse con buenos fines. Perdonará que le diga que quizá no sepa usted apreciar en todo su valor lo que pudiéramos llamar tipo o diseño de la vida rural inglesa.

—En otras palabras, me dice: "Usted no es más que un maldito extranjero."

Mistress Upward sonrió levemente.

—No llevaría a tal punto mi grosería.

—Si no quiere hablar conmigo, puede hacerlo con el superintendente Spence.

—Mi querido monsieur Poirot, la Policía no... no en estos momentos. El detective se encogió de hombros.

—Que conste que la he advertido —dijo.

Capítulo XIV

1

—Decididamente —se dijo Hércules Poirot a la mañana siguiente—, la primavera ya está aquí.

Su aprensión de la noche anterior le parecía ahora singularmente desprovista de fundamento. Mistress Upward era una mujer sensata, perfectamente capaz de .guardarse ella sola .

No obstante, le tenía intrigado No comprendía en absoluto sus reacciones. Era evidente que tampoco deseaba ella que las comprendiese. Había reconocido el retrato de Lily Gamboll y estaba decidida a obrar por su cuenta y sin ayuda.

Paseaba por una senda del jardín, eptregado. a estos pensamientos, cuando le sobresaltó una voz que sonó a sus espaldas.

—Monsieur Poirot...

Mistress Rendell se había acercado tan silenciosamente, que no la había oído. Y estaba muy nervioso desde el día anterior.

Pardon, madame, Me hizo usted dar un salto

Mistress Rendell sonrió maquinalmente. Si él estaba nervioso, Mistress Rendell lo estaba mucho más, pensó. Le temblaban los párpados y no daba descanso a las manos.

—Es... espero que no le estaré interrumpiendo. Quizá esté usted ocupado.

—No, madame. No estoy ocupado. El día es hermoso. Es bueno hallarse al aire libre. En casa de mistress Summerhayes siempre hay... pero que siempre... corrientes.

—Sí; supongo que sí.

—Las ventanas no pueden cerrarse. Y las puertas se abren solas.

—Es una casa un poco desvencijada. Y, claro, los Summerhayes andan tan mal de dinero, que no pueden permitirse el lujo de hacer reparaciones. Yo en su lugar me desharía de ella. Sé que lleva siglos en la familia; pero, hoy en día, uno no puede aferrarse a las cosas nada más que por sentimentalismo.

—No; no somos sentimentales hoy en día.

Hubo un silencio. Por el rabillo del ojo, Poirot observó aquellas manos blancas, nerviosas. Aguardó a que tomara ella la iniciativa. Cuando lo hizo, fue bruscamente.

—Supongo —dijo— que cuando usted anda... bueno, investigando algo, necesita una excusa siempre.

Poirot consideró esta afirmación. Aunque no la miró, se dio perfecta cuenta de que ella le observaba con avidez.

—Como usted dice, madame —contestó—, siempre resulta conveniente tenerla.

—Para justificar su presencia... y las preguntas que hace.

—Pudiera ser oportuno.

—¿Por qué? ¿Por qué está usted en Broadhinny en realidad, monsieur Poirot? La miró con leve sorpresa.

—Pero, ma cher madame, ya se lo he dicho: para investigar la muerte de mistress McGinty.

Mistress Rendell dijo, con intención muy aguda:

—Ya sé que es eso lo que usted dice. Pero es absurdo. Poirot enarcó las cejas.

—¿Por qué?

—Claro que lo es. Nadie se lo cree.

—Y, sin embargo, puedo asegurarle que es la pura verdad. Parpadearon los pálidos ojos azules y apartaron la mirada.

—No quiere decírmelo.

—¿Decirle qué, madame?

Cambió el tema bruscamente otra vez, al parecer.

—Quería consultarle... acerca de unas cartas anónimas.

—¿Bien? —inquirió Poirot al ver que se detenía.

—En realidad, son siempre un tejido de embustes, ¿verdad?

—A veces son mentira —contestó Poirot con cautela.

—Generalmente —insistió ella.

—No diría yo tanto.