Shelagh Rendell exclamó con vehemencia:
—¡Son cosas de personas cobardes, traidoras, mezquinas!
—En todo eso, sí, estaría yo de acuerdo.
—Y... no creería usted nunca lo que se le dijese en un anónimo, ¿verdad?
—Esa es una pregunta un poco difícil —anunció Poirot con solemnidad.
—Yo no lo creería. Yo no creería cosa semejante. Y agregó con más vehemencia:
—Sé por qué está usted aquí. Y no es verdad.. .¡le digo a usted que no es verdad!
Giró bruscamente los talones y se alejó.
Hércules Poirot enarcó las cejas, intrigado.
"Y ahora, ¿qué? —se preguntó—. ¿Me están tomando el pelo, o esta es harina de otro costal?"
Resultaba todo ello, se dijo, algo desconcertante.
Mistress Rendell aseguraba creer que se hallaba él allí por motivos que nada tenían que ver con la investigación de la muerte de mistress McGinty. Había sugerido que el asesinato no era más que un pretexto.
¿Creería eso, en efecto? ¿O le estaba tomando el pelo, como se había dicho?
¿Qué tenían que ver los anónimos con el asunto?
¿Era mistress Rendell el original del retrato que dijera mistress Upward haber visto "recientemente"?
En otras palabras: ¿era mistress Rendell Lily Gamboll? Las últimas noticias de Lily Gamboll, rehabilitada ya, la habían situado en el Estado Libre de Irlanda. ¿Habría conocido el doctor Rendell a su mujer allí, casándose con ella sin conocer su historia? A Lily Gamboll la habían hecho taquimecanógrafa. Hubiera podido cruzarse fácilmente su camino y el del médico.
Poirot sacudió la cabeza y exhaló un suspiro. Todo era perfectamente posible. Pero tenía que estar seguro.
Se levantó, de pronto un aire frío y desapareció el sol.
Poirot tiritó y se encaminó a la casa.
Sí; tenía que estar seguro. Si lograra dar con el instrumento, que sirvió para cometer el crimen...
Y, en aquel momento, con extraña sensación de certidumbre, lo vio.
2
Más adelante se preguntó si no lo habría visto y anotado su presencia subconscientemente con mucha anterioridad. Había estado allí, o así era de suponer, desde que llegara a Long Meadows... Allí, entre otras chucherías, encima de la estantería próxima a la ventana.
Pensó:
"¿Por qué no lo he observado antes?"
Lo tomó, lo sopesó, lo examinó, comprobó su equilibrio; lo alzó para descargar un golpe...
Maureen entró con su precipitación de costumbre, acompañada de dos perros. Dijo con voz ligera y amistosa:
—Hola, ¿está usted jugando con el cortador de azúcar?
—¿Se trata de eso, de un cortador de azúcar?
—Sí. Un cortador de azúcar... o un martillo de azúcar... no sé cuál de los dos es el nombre exacto. Tiene gracia, ¿verdad? ¡Es tan infantil con ese pajarito encima!
Poirot dio la vuelta cuidadosamente al instrumento. Estaba construido de bronce, con muchos adornos. Tenía forma de hachuela; era pesado y muy agudo de filo. Llevaba incrustadas aquí y allá piedras de colores, azules y encarnadas. Y encima había un pajarito anodino, con ojos de turquesa.
—Resultaría magnífico para matar a cualquiera, ¿verdad? —murmuró Maureen.
Se lo quitó de la mano y dirigió un golpe asesino a un punto del espacio.
—Fácil a más no poder—dijo—. Como en este verso de los Idilios del Rey[9]. El sistema de Mark, dijo, y le hendió la cabeza hasta el cerebro. Yo creo que no habría dificultad en hendirle a uno la cabeza hasta los sesos con esto, ¿no cree?
Poirot la miró. El rostro pecoso tenía una expresión serena.
Maureen agregó:
—Ya le he dicho a Johnnie lo que le aguarda si un día me harto de él. ¡Yo lo llamo "el mejor amigo de la esposa"!
Rompió a reír, dejó el martillo de azúcar y se volvió hacia la puerta.
—¿Qué vine a buscar aquí? —musitó—. No me acuerdo... ¡Maldita sea! Más vale que vaya a ver si ese budín necesita más agua.
La voz de Poirot la detuvo antes que hubiese salido.
—¿Trajo usted esto de la India consigo, quizá?
—¡Oh, no! Lo saqué del "T. y C." por Nochebuena.
—¿"T. y C."? —exclamó Poirot, sin comprender.
—"Traiga y Compre" —explicó Maureen—. En la Vicaría. Una lleva allá todas las cosas que no necesita, y compra algo. Algo que no resulte demasiado horrible si consigue una encontrarlo. Ni que decir tiene que rara vez hay cosas que a una le interesen. Yo compré esto y esa cafetera. Me gustó el pitorro de la cafetera y el pajarito del martillo.
La cafetera, de tamaño pequeño, estaba hecha de cobre batido. Tenía un pitorro grande, curvado, que se le antojó conocido a Poirot.
—Creo que son de Bagdad —dijo Maureen—. Por lo menos creo que es de ahí de donde dijeron los Wetherby. O puede ser que fuera Persia.
—Así, pues, ¿estas cosas salieron de casa de los Wetherby?
—Sí. Tienen una cantidad enorme de morralla. He de irme. Ese budín...
Salió. La puerta se cerró de golpe. Poirot volvió a coger el cortador de azúcar y se acercó con él a la ventana.
En el filo se notaban unas manchas leves, muy leves.
Poirot movió la cabeza con gesto afirmativo.
Vaciló un instante, y luego se llevó el instrumento a su alcoba. Allí lo empaquetó con sumo cuidado en una caja, lo envolvió en papel, lo ató, bajó la escalera y abandonó el edificio.
No creía que se diera nadie cuenta de la desaparición del cortador de azúcar. No era aquella una casa lo suficientemente ordenada.
3
En Labumums, la colaboración proseguía su difícil curso.
—Pero es que no me parece bien que se le haga vegetariano, querida —objetaba Robin—. Es demasiada manía. Y, desde luego, no resulta ni piza de romántico.
—¿Y qué culpa tengo yo? —dijo, con testarudez mistress Oliver—. Siempre ha sido vegetariano. Lleva consigo una maquinita para rayar zanaho rias y nabos.
—Pero, Ariadne, encanto, ¿por qué?
—¿Cómo quiere que lo sepa yo ? —exclamó con enfado la escritora—. ¿Cómo diablos sé yo siquiera por qué se me ocurrió crear tan repugnante personaje? ¡Debí de estar loca! ¿Por qué un finlandés cuando no sé una palabra de Finlandia? ¿Por qué vegetariano? ¿Por qué todo ese amaneramiento, todos esos gestos tan idiotas que tiene? Esas cosas pasan. Una prueba una cosa... y a la gente parece gustarle... y entonces una continúa... y, cuando una quiere darse cuenta, se encuentra con un personaje tan exasperante y enloquecedor como Sven Hjerson colgado al cuello de por vida. Y la gente escribe, incluso, diciendo cuánto debe una quererle. ¿Quererle? Si me encontrara. con ese huesudo, desgarbado y vegetariano finlandés en la vida real, cometería yo un asesinato mucho mejor que todos cuantos he inventado.
Robin Upward la miró con reverencia.
—¿Sabe usted, Ariadne? Esa pudiera resultar una idea maravillosa. Un Sven Hjerson de verdad, y usted le asesina. Puede emplearlo luego como asunto de su última novela, de su adiós a la vida; para que se publique después de su muerte.
—¡No hay cuidado! —exclamó mistress Oliver—. ¿Y el dinero? Todo el que puedan rendir los asesinatos, lo quiero ahora.
—Sí, sí. Este es un punto en el que no podría estar más de acuerdo con usted de lo que ya estoy.
El atormentado dramaturgo se paseó de un lado para otro.
—Esta Ingrid se está haciendo ya pesada —dijo—. Y, después de la escena del sótano, que va a ser maravillosa de verdad, no sé cómo vamos a impedir que la siguiente escena resulte, por contraste, insípida.
Mistress Oliver guardó silencio. Las escenas, en su opinión, eran de la incumbencia de Robin. ¡Que se devanara él los sesos!
Robin le dirigió una mirada de descontento. Aquella mañana, como consecuencia de uno de sus frecuentes cambios de humor, mistress Olíver no había encontrado de su gusto el aspecto de su cabellera. Con un cepillo mojado en agua se había aplastado y pegado las grises guedejas al cráneo. Con la ancha frente, los lentes macizos y la severa expresión, le recordaba a Robin más y más a una maestra que le infundiera respeto y pavor en su infancia. Halló que se le hacía más difícil por momentos llamarla querida, y hasta le sobrecogía pronunciar el nombre de Ariadne. Dijo, malhumorado: