—¿Sabe? No me siento inspirado ni pizca hoy. Seguramente se debe a la ginebra de ayer. Dejemos el trabajo y ocupémonos de los actores a quienes hemos de asignar los papeles. Si conseguimos a Denis Callory, naturalmente, será maravilloso; pero anda metido en películas en la actualidad. Y Jean Bellews estaría que ni pintada en el papel de Ingrid, y ella quiere representarlo; por tanto, miel sobre hojuelas. Eric... como ya he dicho, he tenido una idea magnífica para Eric. Iremos al Little Rep esta noche, ¿quiere? y ya me dirá usted qué le parece Cecil para ese papel.
Mistress Oliver asintió a la idea del proyecto, y Robin se fue a telefonear.
—Bueno —dijo a la vuelta—. Ya está todo arreglado.
4
La hermosa mañana no había cumplido su promesa. Estaba encapotado el cielo, la atmósfera era opresiva y amenazaba lluvia. Al atravesar Poirot por entre los arbustos en dirección a la puerta principal de Hunter's Close, se dijo que no le gustaría vivir en aquel valle hueco al pie de la colina. El edificio en sí estaba rodeado de árboles y las paredes ahogadas por la hiedra. Allí hacía falta, pensó, que un leñador hiciera uso de su hacha.
(El hacha. ¿El cortador de azúcar?)
Tocó el timbre y, no recibiendo respuesta, volvió a llamar.
Fue Deirdre Henderson quien le abrió la puerta. Pareció sorprendida.
—¡Ah! —dijo—, es usted...
—¿Puedo entrar y hablar con usted unos momentos?
—Pues... sí, supongo que sí...
Le condujo a la salita pequeña y oscura donde había esperado en otra ocasión. Reconoció, sobre la repisa de la chimenea, la hermana mayor de la cafetera que tenía Maureen sobre la estantería. Su enorme pitorro curvo parecía dominar el pequeño cuarto occidental con cierta oriental ferocidad.
—Me temo —anunció Deirdre en tono de excusa— que estamos un poco trastornados hoy. Nuestra criada, esa chica alemana, se nos va. Sólo ha estado aquí un mes... Parece ser que aceptó este empleo nada más que por venir a este país, porque había alguien con quien quería casarse. Y ahora ya lo tiene todo arreglado y se marcha esta noche.
Poirot hizo un chasquido con la lengua.
—Muy poca consideración —murmuró.
—¿Verdad que sí? Mi padrastro dice que no es legal. Pero, aunque no lo sea, si se va y se casa, no veo yo qué podemos hacer. Ni siquiera hubiéramos sabido que se marchaba de no haberla encontrado yo haciendo el equipaje. Se hubiese ido sin decimos una palabra.
—No vivimos, por desgracia, en tiempos en que se guarden miramientos...
—No —respondió con voz mate Deirdre—; supongo que no.. ."
Se frotó la frente con el dorso de la mano.
—Estoy cansada —dijo—, muy cansada.
—Sí —asintió Poirot con dulzura—, creo que ha de estar usted muy cansada.
—¿Qué deseaba, monsieur Poirot?
—Quería hablarle de cierto cortador de azúcar.
—¿Un cortador de azúcar?
Era evidente, por su expresión, que no comprendía.
—Un instrumento de bronce con un pájaro de adorno, incrustado de piedras azules, encarnadas y verdes.
Poirot hizo la descripción con mucho cuidado.
—¡Ah, sí! Ya sé.
Su voz no dio muestras de interés ni animación.
—Tengo entendido que salió de esta casa.
—Sí. Mi madre lo compró en un bazar de Bagdad. Fue una de las cosas que llevamos a la Vicaría para la venta que allí se hace.
—El "Traiga y Compre", ¿no es eso?
—Sí. Celebramos muchos aquí. Es difícil conseguir que la gente dé dinero. Pero siempre puede encontrarse algo que mandar.
—Por tanto estuvo aquí, en esta casa, hasta No chebuena. Y luego lo mandaron al "Traiga y Compre", ¿es así?
Deirdre frunció el entrecejo.
—No al "Traiga y Compre" de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior... al de la Fiesta de la Cosecha.
—La Fiesta de la Cosecha... Eso sería... ¿cuándo? ¿Octubre? ¿Septiembre?
—A fines de septiembre.
Reinó el silencio en el cuartito. Poirot miró a la muchacha, y ella le miró a él. Tenía ella el rostro sin expresión, sin indicio alguno de interés. Intentó adivinar qué estaba pasando tras aquel muro de apatía. Quizá nada. Tal vez estuviese, como decía ella, cansada nada más...
Dijo con ansia:
—¿Está usted completamente segura de que se mandó a la venta de la Fiesta de la Cosecha... que no fue a la de Nochebuena?
—Completamente segura.
Fija la mirada, sin parpadear...
Hércules Poirot aguardó. Continuó aguardando...
Por fin dijo:
—No quiero molestarla más, mademoiselle.
Deirdre le acompañó hasta la puerta.
A los pocos instantes bajaba nuevamente la avenida.
Dos declaraciones divergentes, declaraciones que no había posibilidad de conciliar.
¿Quién tenía razón? ¿Maureen Summerhayes o Deidre Henderson?.
Si el cortador de azúcar había recibido el empleo que suponía, aquello resultaba vital. El Festival de la Cosecha se había celebrado a fines de septiembre. Entre dicha fecha y Nochebuena —el 22 de noviembre, para ser exacto— habían matado a mistress McGinty. ¿De quien había sido propiedad el cortador por entonces?
Se dirigió a la estafeta. Mistress Sweetiman siempre estaba dispuesta a ayudar, y hacía cuanto se hallaba a su alcance. Aseguró haber asistido a las dos ventas. A veces se encontraban en ellas cosas que valía la pena adquirir. Ayudaba también a montarlo todo. Aunque la mayor parte de la gente no mandaba de antemano su aportación, sino que se presentaba personalmente con ella.
¿Un cortador de bronce, parecido a un hacha, con piedras de colores y un pajarito? No; no recordaba con exactitud.
Había tantas cosas, y tanta confusión, y eran tantas las piezas que se llevaba la gente en seguida... Pero, sí, creía recordar algo así... La habían vendido por cinco chelines, junto con una cafetera de cobre, pero la cafetera tenía un agujero en el fondo y no se podía emplear más que como adorno. No recordaba, no obstante, cuándo había sido. Quizá por Nochebuena, posiblemente antes... No se había fijado...
Aceptó el paquete que le entregó Poirot. ¿Certificado? Sí.
Copió las señas y el detective observó un destello de interés en los perspicaces ojos negros cuando le entregó el recibo.
Hércules Poirot subió lentamente la colina, pensativo.
De las dos mujeres, era más probable que Maureen Summerhayes, alocada, alegre, inexacta, fuera la que se equivocase. Para ella igual daría que fuese el Festival de la Cosecha o el de Noche buena.
Deirdre Henderson, indolente, delicada, tenía que ser mucho más segura, verosímilmente, en sus identificaciones de tiempos y fechas.
De todas formas, una cuestión le preocupaba.
¿Por qué, tras sus preguntas, no le habría ella preguntado a su vez el motivo de que las hiciese? ¿Por qué quería saber todo eso? Tal pregunta hubiera resultado natural y casi inevitable.
Pero Deirdre Henderson no lo había hecho.
Capítulo XV
1
—Alguien le ha llamado por teléfono —anunció Maureen desde la cocina al entrar Poirot.
—¿Por teléfono? ¿Quién?
Estaba ligeramente sorprendido.
—No lo sé. Pero anoté el número en mi libreta de racionamiento.