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—Gracias, madame.

Entró en el comedor y se acercó a la mesa de escritorio. Entre el montón de papeles revueltos encontró la libreta de racionamiento junto al teléfono y en ella la anotación: Kilchester 350.

Descolgó el auricular y marcó el número.

Una voz femenina dijo inmediatamente:

—Breater & Scuttle.

Poirot adivinó entonces.

—¿Puedo hablar con miss Maude Williams?

Transcurrió un intervalo; luego una voz de contralto anunció: —Miss Williams al aparato...

—Habla Hércules Poirot. Creo que me telefoneó usted.

—Sí... sí, en efecto. Con referencia a la propiedad por la que preguntó usted el otro día...

—¿La propiedad?

Durante un momento, Poirot se desconcertó.

Luego cayó en la cuenta.

Había moros en la costa. Alguien escuchaba la conversación. Probablemente le habría telefoneado con anterioridad, aprovechando un momento en que se hallaba sola en el despacho.

—Creo que la comprendo. Se trata del asunto de James Bentley y del asesinato de mistress McGinty.

—Justo. ¿Podemos hacer algo en su obsequio?

—Desea ayudar. ¿No se encuentra sola ahí?

—Eso es.

—Comprendo. Escuche atentamente. ¿Desea usted, de verdad, ayudar a James Bentley?

—Sí.

—¿Estaría dispuesta a presentar la dimisión de su empleo actual? No hubo vacilación.

—Sí.

—¿Estaría usted dispuesta a aceptar un empleo doméstico... con gente muy poco simpática quizá?

—Sí.

—¿Puede usted abandonar su empleo inmediatamente? Para mañana, por ejemplo.

—¡Ah, sí, monsieur Poirot! Creo que eso podría arreglarse.

—¿Comprende lo que quiero que haga? Sería usted sirviente... obligada a vivir con sus amos. ¿Sabe guisar?

Se notó cierto resabio de humorismo en la voz:

—Muy bien.

—¡Bon Dieu, qué rareza! Escuche. Marcho a Kilchester inmediatamente. Me reuniré con usted en el mismo café en que hablamos anteriormente, a la hora de comer.

—Sí, sí. Claro que sí. Poirot cortó la comunicación.

"Una joven admirable —se dijo—. Lista, sabe lo que quiere, y hasta sabe cocinar..."

Desenterró con cierta dificultad el listín de teléfonos, que estaba debajo de un tratado sobre la cría de cerdos, y buscó el número de los Wetherby.

La voz que contestó fue la de la señora.

—¿Oiga?... ¿Oiga?... Habla Monsieur Poirot... ¿Recordará, madame?

—No creo que...

—Monsieur Hércules Poirot.

—¡Ah!, sí... claro... perdóneme. Hemos tenido un trastorno doméstico bastante grande hoy...

—Precisamente la he llamado por eso. He quedado desolado al conocer sus dificultades.

—Son tan ingratas estas extranjeras... Después de pagarle el viaje hasta aquí y todo eso... No sabe cuánto detesto la ingratitud.

—Sí, sí; comprendo perfectamente sus sentimientos. Es monstruoso; por eso me apresuro a decirle que yo he encontrado, quizá, una solución. Por pura casualidad, conozco a una joven que desea servir. Aunque me temo que no cuenta con entrenamiento completo.

—¡Oh!, en estos tiempos no existe el entrenamiento. ¿Está dispuesta a guisar? ¡Son tantas las que no quieren acercarse a la cocina!

—Sí, sí... guisa. ¿Se la envío, pues... aunque sea a prueba? Se llama Maude Williams.

—¡Oh!, sí, por favor, monsieur Poirot. Es usted muy amable. Cualquier cosa sería mejor que nada. Mi esposo es tan quisquilloso y se enfada de tal manera con mi querida Deirdre cuando no marcha bien la casa... Una no puede esperar que los hombres comprendan cuán dificil resulta todo hoy en día... yo...

Hubo una interrupción. Mistress Wetherby habló con alguien que entraba en el cuarto y, aunque había tapado con la mano la boquilla, Poirot pudo oír sus palabras, algo amortiguadas:

—Es ese hombrecillo detective... Sabe de alguien que puede venir a ocupar el puesto de Frieda. No, no es extranjera... inglesa, gracias a Dios. Es muy amable... parece estar muy preocupado por mí... ¡Oh querida, no pongas peros! ¿Qué importa? Ya sabes cómo se pone Roger. Bueno, pues yo creo que es una gran muestra de amabilidad por su parte. Y supongo que no será muy horrible la joven...

Terminado el inciso, mistress Wetherby habló con gran amabilidad.

—Muchísimas gracias, monsieur Poirot. No sabe lo agradecidas que le estamos.

Poirot colgó el auricular y consultó el reloj.

Luego fue a la cocina.

Madame, no vendré a comer. Tengo que marchar a Kilchester.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Maureen—. No llegué a tiempo al budín. Se había quedado sin agua. En realidad, creo que estará bien... un poco chamuscado quizá... Por si tenía mal gusto, pensé en abrir un tarro de esas frambuesas que puse en conserva el verano pasado. Parecen tener un poco de moho encima, pero hoy en día dicen que eso no importa. En realidad es bueno para la salud... penicilina, como quien dice.

Poirot abandonó la casa, alegrándose de que no le tocara comer aquel día budín chamuscado y falsa penicilina. Más valía, mucho más, comer macarrones, natillas y ciruelas en El Gato Azul, que las improvisaciones de Maureen Summerhayes.

2

En Laburnums se había alterado un poco la tranquilidad.

—Por supuesto, cuando estás trabajando en una obra, no pareces acordarte de nada, Robin.

Robin se mostró contrito.

Madre, lo siento una barbaridad. Había olvidado por completo que Janet salía esta noche.

—No importa en absoluto —anunció mistress Upward con frialdad.

—Claro que importa. Telefonearé al teatro, aplazando la visita para mañana.

—No harás tal cosa. Conviniste en ir esta noche, e irás.

—Pero, la verdad...

—No hay más que hablar.

—¿Quieres que le pida a Janet que deje la salida para otro día?

—Claro que no. Le hace muy poca gracia que le trastornen sus planes.

—Estoy seguro de que no le importaría. No si se lo digo yo...

—No le dirás una palabra, Robin. Hazme el favor de no disgustar a Janet. Y deja el asunto en paz ya. No quiero tener la sensación de que soy una vieja pesada que agua la fiesta a los demás.

Madre... dulzura... .

—Basta. Id y divertios. Ya sé yo a quién le pediré que me haga compañía.

—¿A quién?

—Eso es un secreto —respondió mistress Upward, recobrando el buen humor—. Y ahora deja de atormentarte.

—Telefonearé a Shelagh Rendell...

—Ya me encargaré yo de telefonear a quien me dé la gana. Repito que no hay más que hablar. Haz el café antes de marcharte y déjamelo al lado en la cafetera. ¡Ah!, y procura dejar una taza más... por si tengo visita.

Capítulo XVI

Mientras comían en El Gato Azul, Poirot acabó de darle instrucciones a Maude Williams.

—Conque ¿ha comprendido perfectamente lo que tiene que buscar?

Maude Williams movió afirmativamente la cabeza.

—¿Ha arreglado las cosas en el despacho?

La joven rió.

—¡Mi tía está gravemente enferma! Me mandé a mí misma un telegrama.

—¡Magnífico! Tengo una cosa más que decir. Hay un asesino suelto en alguna parte del pueblo... cosa que supone muy poca seguridad.

—¿Es un aviso?

—Sí.

—Sé cuidarme.

—Eso —observó Poirot— pudiera clasificarse bajo el encabezamiento: Famosas Últimas Palabras.

Rió ella otra vez con franco regocijo. Una o dos personas de las mesas vecinas volvieron la cabeza para mirarla.

Poirot la estudió. Una joven fuerte, llena de confianza en sí, rebosante de vitalidad, preparada y ávida de emprender una tarea peligrosa. ¿Por qué? Pensó otra vez en James Bentley, en su voz dulce y derrotada, en su apatía... La Naturaleza era, en verdad, curiosa e interesante.