Maude dijo:
—Me pide usted que lo haga, ¿no es eso? ¿A qué intenta de pronto disuadirme?
—Porque cuando uno ofrece una misión, debe explicar con exactitud lo que representa.
—No creo que corra ningún peligro —contestó Maude, convencida.
—Ni yo creo que lo corra... de momento. ¿Es desconocida en Broadhinny?
Maude reflexionó.
—Sí... Sí; yo creo que sí.
—¿Ha estado allí?.
—Algunas veces. Para asuntos del despacho, claro... Solo una vez recientemente... hará cosa de cinco meses.
—¿A quién vio? ¿Adónde fue?
—A visitar a una anciana... mistress Carstairs o Carlisle... No recuerdo con seguridad su nombre. Iba a comprar una finca pequeña cerca de aquí, y fui a verla con unos documentos, algunas preguntas y el informe de un agrimensor que para ella habíamos obtenido. Se alojaba en esa especie de hospedería en que está usted.
—¿Long Meadows?
—Justo. Una casa que parece muy incómoda y que está llena de perros.
Poirot asintió con un gesto.
—¿Vio usted a mistress Summerhayes, o a su marido, el comandante?
—Vi a mistress Summerhayes, o supongo que era ella. Me condujo a un dormitorio. La anciana estaba en cama.
—¿La recordaría mistress Summerhayes?
—No lo creo. Y, aunque me recordara, no importaría, ¿verdad? Después de todo, la gente cambia de empleo con frecuencia en estos tiempos. Pero dudo de que me mirase siquiera. No suelen hacerlo las de su clase.
Había un dejo de amargura en la voz de Maude Williams.
—¿Vio usted a alguna otra persona en Broadhinny?
Maude contestó con cierto embarazo:
—Pues... vi a mister Bentley.
—¡Ah!, vio a mister Bentley. Por casualidad.
Maude se movió un poco en su asiento.
—No. Si quiere que le diga la verdad, le había mandado una postal diciéndole que iba a ir aquel día. Y hasta le pedí que fuese a recibirme. Aunque no había ninguna parte adonde ir. Está muerto ese pueblo. No hay café, ni cine, ni nada. En realidad, sólo charlamos en la parada del autobus. Cuando aguardaba para marcharme otra vez.
—¿Eso fue antes de la muerte de mistress McGinty?
—Sí; pero no mucho antes. Porque recuerdo que se publicó en todos los periódicos pocos días después.
—¿Le habló Bentley de su patrona?
—Creo que no.
—¿Y usted no habló con nadie más en Broadhinny?
—Sólo con mister Robin Upward. Le he oído hablar por radio. Le vi salir de su casa y le reconocí por las fotografías que había visto de él. Le pedí su autógrafo.
—¿Y se lo dio?
—¡Oh, sí! Se mostró muy amable. No llevaba mi libro de autógrafos; pero sí una hoja de papel de escribir, y él sacó la pluma estilográfica y firmó sin vacilar.
—¿Conoce usted de vista a alguna otra persona en Broadhinny?
—Conozco a los Carpenter, sí; claro está. Vienen a Kilchester con frecuencia. Tienen un automóvil magnífico y ella lleva una ropa preciosa. Inauguró un bazar hace cosa de un mes. Dicen que el marido va a ser nuestro próximo diputado..
Poirot asintió con un gesto. Luego sacó del bolsillo el sobre que siempre llevaba encima. Extendió las cuatro fotografías sobre la mesa.
—¿Reconoce alguno de...? ¿Qué pasa?
—Mister Scuttle. Acaba de salir. Dios quiera que no le haya visto conmigo. Pudiera parecer algo raro. La gente está hablando de usted, ¿sabe? Dicen que le han mandado de París... de la Sureté, o algún nombre así...
—Soy belga, y no francés; pero no importa.
—¿Qué pasa con estos retratos? —se inclinó sobre ellos, examinándolos con cuidado—. Un poco anticuados, ¿verdad?
—El más antiguo es de hace treinta años.
—Parecen estúpidos los vestidos de entonces. Y están absurdas con ellos las mujeres.
—¿Ha visto a alguna de ellas antes?
—¿Qué quiere decir? ¿Que si conozco a alguna de las mujeres, o que si he visto antes los retratos?
—Las dos cosas.
—Tengo idea de que he visto esta —señaló a Janice Courtland, la del sombrero acampanado—. En algún periódico, pero no recuerdo cuándo. Esa criatura también me parece conocida. Sin embargo, no me acuerdo en dónde las he visto. Hace algún tiempo ya.
—Todos estos retratos se publicaron en el Sunday Comet el domingo antes que muriera mistress McGinty.
Maude le miró vivamente.
—¿Y tienen algo que ver con el asunto? ¿Por eso quiere usted que...?
No terminó la frase.
—Sí —contestó Poirot—; por eso.
Sacó otra cosa del bolsillo y se la enseñó. Era el recorte del Sunday Comet.
—Más vale que lo lea —le dijo.
Lo hizo ella enteramente, inclinada la rubia cabeza sobre el papel.
Luego alzó la mirada.
—¡Conque son eso! ¿Y el leer esto le ha dado a usted ideas?
—No le sería posible expresarlo con mayor exactitud. ..
—No obstante, no veo...
Guardó silencio un momento, pensando. Poirot no habló. Por muy satisfecho que estuviese de sus ideas, siempre estaba dispuesto a escuchar las de los demás también.
—¿Cree usted que alguna de estas mujeres está en Broadhinny?
—Pudiera ser, ¿no cree?
—Claro. Cualquiera puede estar en cualquier parte...
Y agregó, posando el dedo en el rostro de Eva Kane:
—Sería vieja ahora... aproximadamente de la misma edad que mistress Upward.
—Sí, algo así.
—Lo que yo estaba pensando es que... siendo la clase de mujer que era... debe haber más de una persona que le guarde rencor, que se las tenga juradas, si usted me entiende.
—Es un punto de vista —dijo Poirot, muy despacio—. Sí; es un punto de vista —y agregó—: ¿Recuerda el caso Creig?
—¿Quién no lo recuerda? —exclamó Maude Williams—. ¡Si hasta han puesto su efigie en la Cámara de Horrores de todos los museos de figuras de cera! Yo era una criatura entonces; pero los periódicos no hacen más que sacarlo a relucir para comparar su caso con otros. ¡Seguramente no se olvidará jamás!
Poirot alzó vivamente la cabeza.
Se preguntó por qué habría aparecido de pronto aquel dejo de amargura en la voz de la muchacha.
Capítulo XVII
Mistress Oliver, completamente aturdida, intentaba acurrucarse en el rincón de un minúsculo camarín. Como no tenía la figura más apropiada para acurrucarse, lo único que lograba era sobresalir más. Jóvenes animados, que se quitaban el maquillaje con toallas, la rodeaban y, a intervalos, le ofrecían cerveza caliente.
Mistress Upward, que había recobrado por completo el buen humor, los despidió con sus mejores deseos. Antes de marchar, Robin cuidó de hacer todos los preparativos necesarios para que la anciana quedara cómodamente instalada, Y, después de haber subido al coche, aún regresó un par de veces para asegurarse de que no había olvidado detalle.
La segunda vez volvió riendo al automóvil.
—Madre estaba colgando el teléfono cuando entré. Y la muy tunante sigue sin quererme decir a quién ha llamado. Pero apuesto a que lo sé.
—Y yo también —aseguró mistress Oliver.
—¿A quién cree?
—A Hércules Poirot.
—Sí; eso mismo creo yo. Piensa sonsacarle. A madre le gusta tener sus secretitos. Ahora, querida, hablemos de la obra. Es muy importante que me diga con toda franqueza qué opina de Cecil... y si es él la idea que usted se forma de Eric...
Ni que decir tiene que Cecil Leech distó mucho de corresponder al concepto que mistress Oliver tenía formado de Eric. Nadie, en verdad, hubiera podido parecérsele menos. La función la vio con agrado. Pero la visita a los actores fue para ella un tormento.
Robin, claro, se hallaba en su elemento. Tenía a Cecil (o por lo menos mistress Oliver supuso que de Cecil se trataba) acorralado en un rincón, donde le estaba hablando a cincuenta por hora, sin dejarle meter una palabra ni de canto. A mistress Oliver, Cecil la había aterrado. Prefería, con mucho, a un tal Michael, que hablaba con ella en aquellos instantes y que sabía hacerlo con tono bondadoso y amable. Michael, por lo menos, no esperaba que le correspondiese. Es más, parecía preferir el monólogo. Alguien llamado Peter intervenía de cuando en cuando en la conversación; pero, en conjunto, parecía reducirse ésta a un chorro de malicia levemente humorística por parte de Michael.