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Poirot suspiró.

—No... no... no diría yo tanto. Hay otras posibilidades.

—¿Cuáles, por ejemplo?

Poirot guardó silencio por unos instantes. Lue go dijo, con voz diferente, casuaclass="underline"

—¿Por qué conserva la gente fotografías?

—¿Por qué? ¡Dios sabe! ¿Por qué conserva la gente toda clase de cosas... chatarra... porquerías, trozos y pedazos, desperdicios? Pero las conserva.

—Estoy de acuerdo con usted hasta cierto punto. Alguna gente guarda las cosas inservibles. Otras las tiran cuando han dejado de emplearlas. Eso es cuestión de temperamento, sí. Pero ahora hablo de fotografías en particular. ¿Por qué conserva la gente, en particular, retratos?

—Como he dicho, porque no le gusta tirar nada. O porque les recuerda...

Poirot se agarró a las palabras.

—Exactamente. Les recuerda. Y ahora preguntamos otra vez: ¿por qué? ¿Porqué conserva una mujer una fotografía suya de cuando era joven? Y yo digo que la primera razón es esencialmente la vanidad. Ha sido una muchacha bonita y conserva el retrato para que le recuerde qué muchacha más bonita era. Sirve para animarla cuando el espejo le dice cosas desagradables. Le dice, quizá, a una amiga: "Así era yo cuando tenía dieciocho años." ¿Está usted de acuerdo?

—Sí, sí, eso me parece bastante cierto.

—En tal caso, esa es la razón número uno. Vanidad. Y ahora la razón número dos: sentimentalismo.

—¿No es lo mismo?

—No; no del todo. Porque este le induce a uno a conservar, no sólo su propia fotografía, sino la de alguna otra persona. Un retrato de una hija casada... cuando era niña... sentada en la alfombra al amor del fuego y envuelta en una gasa...

—He visto algunos de esos —contestó Spence con una sonrisa.

—Sí. A veces le resulta a la interesada un poco violento ver que la exhiben tan ligera de ropa; pero a las madres les gusta conservar esa clase de retratos de sus hijos. Y a los hijos suele gustarles conservar retratos de las madres, sobre todo si estas han muerto jóvenes. "Esta era mi madre, de niña."

—Empiezo a comprender adónde quiere usted llegar, Poirot.

—Y existe, posiblemente, una tercera categoría. Ni vanidad, ni sentimentalismo, ni amor... sino odio... ¿Qué opina usted?

—¿Odio?

—Sí. Para conservar vivo un deseo de venganza. Si alguien le ha hecho daño a uno, se puede conservar su retrato para recordarlo, ¿verdad?

—No me diga que eso puede aplicarse a este caso.

—¿No lo cree usted así?

—¿Qué está pensando?

Poirot murmuró:

—Las informaciones periodísticas son, con frecuencia, inexactas. El Sunday Comet aseguró que los Craig tenían a Eva Kane de institutriz. ¿Es cierto eso?

—Sí. Pero estamos investigando sobre la base de que es a Lily Gamboll a quien buscamos.

Poirot se irguió de pronto en su asiento. Agitó un dedo ante la cara de Spence.

—Mire. Mire la fotografía de Lily Gamboll. No es guapa... ¡no! Con franqueza, esos dientes y esas gafas la hacen horriblemente fea. Así, pues, nadie ha conservado la fotografía por la razón número uno. Ninguna mujer conservaría ese retrato por vanidad. Si Eve Carpenter o Shelagh Rendell, ambas bonitas, sobre todo Eve Carpenter, tuvieran un retrato suyo así... ¡lo harían mil pedazos, antes que pudiese verlo nadie!

—Algo hay de eso.

—Por tanto, la razón número uno queda eliminada. Ahora veamos el sentimentalismo. ¿Amaba alguien a Lily Gamboll en aquella época? La clave de Lily Gamboll es esta: que nadie la quería, que todos la rechazaban. La persona que más aprecio le tuvo fue su tía. Y murió de un hachazo. Conque no se conservó ese retrato por sentimentalismo. ¿Y venganza? Nadie la odiaba tampoco. La tía asesinada era una mujer sola, sin marido ni amistades íntimas. Nadie odiaba a esa criatura de los barrios bajos... solo les inspiraba lástima.

—Escuche, monsieur Poirot: lo que está usted diciendo es que nadie hubiera conservado ese retrato.

—Justo. Ese es el resultado de mis reflexiones.

—Pero alguien lo conservó. Porque mistress Upward lo había visto.

¿Está usted seguro?

—¡Qué rayos! ¡Fue usted mismo quien me lo dijo! Lo aseguró ella.

—Sí —asintió Poirot—; ella lo aseguró. Pero, en cierto modo, la difunta mistress Upward era muy reservada. Le gustaba hacer las cosas a su manera. Le enseñé las fotografías y reconoció una de ellas. Pero quiso guardar el secreto por no sé qué motivo. Deseaba, digamos, tratar cierta situación de acuerdo con su capricho. Así, pues, como era mujer perspicaz y rápida en sus decisiones, señaló deliberadamente otra fotografía y no la que había reconocido, reservándose así su descubrimiento.

—Pero ¿por qué?

—Porque, como ya he dicho, quería obrar por su cuenta y sin ayuda.

—¿No se trataría de chantaje? Porque poseía una cuantiosa fortuna, como viuda de un fabricante del Norte.

—¡Oh, no, chantaje no! Más bien beneficencia. Supondremos que le era simpática la persona en cuestión y que no deseaba delatar su secreto. No obstante, tenía curiosidad. Era su propósito celebrar una entrevista a solas con dicha persona. Y en el transcurso de ella decidir si su interlocutora había tenido algo que ver con la muerte de mistress McGinty o no. Algo por el estilo.

—Así, ¿no quedan eliminadas las otras tres fotografías, después de todo?

—En absoluto. Mistress Upward pensaba ponerse en contacto con la persona interesada a la primera oportunidad. Esta se presentó al marcharse mistress Oliver y su hijo al Repertory Theatre, de Cullequay. Y telefoneó a Deirdre Henderson. Lo cual vuelve a situar a Deidre Henderson en escena. ¡Y a su madre!

El superintendente sacudió con melancolía la cabeza.

—Cómo le gusta a usted complicar las cosas, ¿verdad, monsieut Poirot? —dijo.

Capítulo XXI

Mistress Wetherby regresó a casa desde la estafeta de Correos a paso sorprendentemente ligero para una persona considerada habitualmente como inválida. Sólo al entrar en el edificio empezó a arrastrar los pies de nuevo y se dejó caer en el sofá.

Tenía el timbre al alcance de la mano y lo hizo sonar.

Como nada ocurrió, volvió a tocar, conservando el dedo en el pulsador un buen rato.

Oportunamente se presentó Maude Williams. Llevaba un guardapolvo de flores estampadas y un paño de quitar el polvo en la mano.

—¿Llamaba usted, señora?

—Dos veces. Cuando llamo, espero que se presente alguien en seguida. Pudiera encontrarme gravemente enferma.

—Lo siento, señora. Me encontraba arriba.

—Ya lo sé. En mi cuarto. La oí. Y estaba sacando los cajones. No sé por qué. No forma parte de sus obligaciones andar husmeando y revolviéndome las cosas.

—No andaba husmeando. Colocaba ordenadamente algunas de las cosas que había dejado usted tiradas por ahí.

—No diga tonterías. Todas ustedes husmean. Y me niego a consentirlo. Me siento muy débil. ¿Está miss Deirdre en casa?

—Se llevó el perro a dar un paseo.

—¡Que estupidez! Podía haberse figurado que la necesitaría. Tráigame un huevo batido con leche y agregue un poco de coñac. El coñac está en el aparador.

—No quedan más que tres huevos para desayunar mañana.

—Entonces alguien tendrá que pasarse sin el suyo. Dése prisa, ¿quiere? No esté ahí parada, mirándome. Y va usted demasiado pintada. No es conveniente eso.

Se oyó un ladrido en el vestíbulo, y al salir Maude entraron Deirdre y su Sealyham.

—Oí tu voz —anunció Deirdre casi sin aliento—. ¿Qué le has estado diciendo?

—Nada.

—Tenía cara de furia.