—La puse en su sitio. ¡Qué chica más impertinente!
—¡Oh mamá, querida! ¿Es preciso eso? Resulta tan difícil encontrar criadas... y guisa bien.
—¡Supongo que no tiene importancia que sea insolente conmigo! —mistress Wetherby puso los ojos en blanco y aspiró varias veces trémulamente—. He andado demasiado —murmuró.
—No debiste salir, querida. ¿Por qué no me dijiste que te ibas?
—Pensé que me sentaría bien tomar un poco el aire. ¡Hay tan poca ventilación aquí! No importa. A una no le interesa en realidad vivir... no; si ha de resultar una carga para los demás.
—No eres una carga, querida, Me moriría sin ti.
—Eres una buena chica, pero me doy cuenta de cómo te canso y te pongo los nervios de punta.
—No es verdad... no es verdad —dijo Deirdre con pasión.
Mistress Wetherby exhaló un suspiro y cerró los ojos.
—No... no puedo hablar mucho —murmuró—. He de echarme y estar quieta.
—Le meteré prisa a Maude para que te traiga el ponche.
Deirdre salió corriendo de la estancia. En sus prisas dio con el codo contra una mesa y un ídolo de bronce cayó al suelo.
—¡Qué torpe! —murmuró mistress Wetherby para sí, haciendo una mueca.
Se abrió la puerta y entró mister Wetherby.
Permaneció inmóvil unos instantes. Mistress Wetherby abrió los párpados.
—¡Ah! ¿Eres tú, Roger?
—Me estaba preguntando qué sería todo ese ruido que sonaba aquí. Es imposible leer tranquilo en esta casa.
—Sólo era Deirdre, querido. Entró con el perro.
El hombre se agachó y recogió del suelo la monstruosidad de bronce.
—Deirdre ya tiene edad suficiente para no andar tirando las cosas a todas horas.
—Es un poco torpe.
—Pues resulta absurdo ser torpe a sus años. ¿Y no sabe impedir que ladre ese perro?
—Le hablaré, Roger.
—Si ha de hacer de este su hogar, debe tener en cuenta nuestros deseos y no portarse como si la casa fuese suya.
—¿Quizá preferirías que se marchase? —murmuró mistress Wetherby.
Observó a su marido por entre los entornados párpados.
—No, claro que no. ¡Claro que no! Naturalmente; es con nosotros con quienes le corresponde vivir. Lo único que yo pido es un poco más de sentido común y de buenos modales.
Agregó, pasados unos segundos.
—¿Has salido, Edith?
—Sí. Bajé hasta la estafeta.
—¿No hay noticias huevas de la pobre mistress Upward?
—La Policía sigue sin saber quién fue.
—Parece completamente inútil. ¿Hay móvil? ¿Quién la hereda?
—Supongo que el hijo.
—Sí... sí; entonces parece, en efecto, que debe de haber sido uno de esos vagabundos. Has de decirle a la muchacha que tenga cuidado de cerrar bien la puerta con llave. Y que, cuando empiece a anochecer, sólo la abra después de echar la cadena. Esos hombres son muy atrevidos y brutales en e stos tiempos.
—Parece que no se han llevado nada de casa de mistress Upward.
—Es raro.
—No fue como en el caso de mistress McGinty.
—¿Mistress McGinty? ¡Ah, la de la limpieza! ¿Qué tiene que ver mistress McGinty con mistress Upward?
—Trabajaba para ella, Roger.
—No seas tonta, Edith.
Mistress Wetherby volvió a cerrar los ojos. Al salir el marido del cuarto, sonrió ella para sí.
Abrió con sobresalto los ojos otra vez, encontrándose con Maude a su lado.
—Lo que me había pedido, señora —dijo ésta, ofreciéndole un vaso.
Tenía la voz alta y clara. Repercutía con demasiada resonancia en la amortiguada casa.
Mistress Wetherby alzó la vista con una vaga sensación de alarma.
¡Cuán alta y erguida era la muchacha! Se cernía sobre mistress Wetherby como... "como encarnación del sino, de la Fatalidad", pensó la señora. Y luego se preguntó por qué le habrían acudido a la mente tan extraordinarias palabras.
Se incorporó sobre el codo y tomó el vaso que le ofrecía la muchacha.
—Gracias, Maude —dijo.
La joven dio media vuelta y salió del cuarto. Mistress Wetherby aún se sentía vagamente turbada.
Capítulo XXII
1
Hércules Poirot alquiló un coche para regresar a Broadhinny.
Estaba cansado, porque había estado pensando. El pensar siempre resultaba agotador. Y el resultado no había sido satisfactorio del todo. Era como si se hubiera tejido un diseño perfectamente visible en un trozo de tela. Y, sin embargo, aun cuando tenía la tela en la mano, no conseguía ver cuál era el diseño.
Pero todo se encontraba allí. Allí estaba la cosa: todo se encontraba allí. Solo que era uno de esos diseños autocoloreados y sutiles que no son fáciles de percibir.
Poco después de salir de Kilchester se cruzó con la rubia de los Summerhayes, que viajaba en dirección opuesta. Johnnie conducía y llevaba un pasajero. Poirot apenas se fijó en ellos. Aún continuaba con sus pensamientos.
Cuando llegó a Long Meadows, se metió en la sala. Quitó un cazo lleno de espinacas del sillón más cómodo y se sentó. Arriba sonaba el amortiguado tecleteo de una máquina de escribir. Era Robin Upward, que luchaba con una obra. Había roto ya tres versiones, según le dijera a Poirot. Sin saber por qué, no conseguía concentrarse.
Robin podría sentir mucho la muerte de su madre; pero seguía siendo Robin. Upward, el egocéntrico, cuyo propio bienestar era su sola y principal ocupación.
—Madre —aseguró con toda solemnidad— hubiese querido que siguiera adelante con mi trabajo.
Hércules Poirot había oído decir aproximadamente lo mismo a mucha gente. Una de las suposiciones más convenientes era saber lo que los difuntos hubiesen deseado. Los afligidos jamás experimentaban duda alguna acerca de los deseos de aquellos seres queridos que acababan de abandonar el mundo. Y tales deseos solían estar de acuerdo con sus propias inclinaciones.
En aquel caso, probablemente, sería verdad.
Mistress Upward había tenido mucha fe en el trabajo de Robin y se había sentido extremadamente orgullosa de él.
Poirot se recostó contra el respaldo del asiento y cerró los ojos.
Pensó en mistress Upward. Consideró cómo había sido en realidad. Recordó una frase que le había oído a un funcionario policíaco en cierta ocasión: "Le desarmaremos por completo para ver qué es lo que le hace funcionar."
¿Qué era lo que había hecho funcionar a mistress Upward?
Sonó un fuerte golpe, y entró Maureen Summerhayes en el cuarto. El viento le arremolinaba el cabello.
—No se me ocurre qué puede haberle sucedido a Johnnie —dijo—. Solo salió para llevar esos pedidos especiales a la estafeta de Correos. Debía de haber estado de vuelta hace horas. Quiero que me arregle la puerta del gallinero.
"Un caballero de verdad —se dijo Poirot— se ofrecería a arreglar la puerta del gallinero." Poirot no hizo tal cosa, sin embargo. Quería seguir pensando en los dos asesinatos y en el carácter de mistress Upward.
—Y no encuentro ese impreso del Ministerio de Agricultura —prosiguió Maureen—. He mirado por todas partes.
—Las espinacas están en el sofá —observó Poirot, tratando de ayudarla.
A Maureen no le preocupaban las espinacas.
—Mandaron ese impreso la semana pasada —musitó—, y debo haberlo puesto en alguna parte... quizá fuera cuando zurcía ese jersey de Johnnie.
Se acercó al buró y empezó a abrir cajones. Vació la mayor parte de su contenido en el suelo, sin miramientos. A Poirot le resultaba un verdadero tormento observarla.
De pronto lanzó un grito de triunfo:
—¡Aquí está!
Encantada, salió corriendo de la estancia.
Hércules Poirot exhaló un suspiro y volvió a entregarse a sus meditaciones.
Arreglar con orden y precisión...
Frunció el entrecejo. El desordenado montón de objetos en el suelo junto al buró le distraía.