"Pero ¿por qué tres mujeres? ¿Sabía mistress Upward dónde había visto el retrato de Eva Kane? ¿O sabía que lo había visto, pero no recordaba dónde? ¿Tenían estas tres mujeres algo en común? Nada, al parecer, salvo su edad. Todas ellas frisaban, aproximadamente, en los treinta.
"Quizá hayan leído ustedes el artículo del Sunday Comet. Se publicó en él un cuadro verdaderamente sentimental de la hija de Eva Kane en tiempo por venir. Las mujeres a quienes mistress Up ward había citado tenían todas la edad precisa para poder haber sido la hija de Eva Kane.
"Conque parecía desprenderse que, aquí en Broadhinny se encontraba la hija del célebre asesino Craig y de su amante Eva Kane. Y también parece desprenderse que la joven estaba dispuesta a llegar a cualquier extremo por impedir que se supiera la verdad. Llegaría, incluso, a cometer dos asesinatos. Porque, cuando se halló muerta a mistress Upward, se encontraron dos tazas de café en la mesa, ambas usadas, y, en la taza de la visitante, leves indicios de carmín.
"Ahora volvamos a las tres mujeres que recibieron mensajes telefónicos. Mistress Carpenter recibió el aviso, pero dice que no fue a Laburnums aquella noche. Mistress Rendell tenía la intención de ir, pero se quedó dormida en su silla. Miss Henderson sí que fue a Laburnums, pero la casa estaba a oscuras, no consiguió que oyeran sus llamadas y se volvió a casa otra vez. Eso es lo que cuentan las tres mujeres... pero hay pruebas que están en contradicción con sus declaraciones. Hay esa segunda taza de café con manchas de carmín. Y un testigo exterior, la muchacha llamada Edna, asegura firme mente haber visto entrar a una mujer rubia en la casa. También hay el indicio del perfume..., un perfume caro y exótico que, de entre todas las interesadas, solo mistress Carpenter usa...
Hubo una interrupción. Eve Carpenter exclamó:
—Es una mentira. ¡Es una mentira maligna y cruel! ¡No fui yo! ¡Jamás fui allí! Jamás me acerqué a la casa... Guy, ¿no puedes hacer algo contra esos embustes?
Guy Carpenter estaba blanco de ira.
—He de decirle, monsieur Poirot, que existe una ley contra la calumnia y que todas las personas aquí presentes son testigos de lo dicho.
—¿Es una calumnia decir que su esposa usa determinado perfume... y también, permítame que se lo diga, cierto carmín?
—¡Es absurdo! —exclamó Eve—. ¡Ridículo en grado sumo! Cualquiera podía ir por ahí derramando mi esencia.
Poirot la miró inesperadamente, radiante.
—Mas oui, ¡justamente! Cualquiera podía. Una cosa demasiado transparente, nada sutil, de hacer. Torpe y burda. Tan burda, que, en cuanto a mí se refiere, fracasó por completo. Hizo más. Me dio, como suele decirse, ideas. Sí; me dio ideas. Perfume... y rastro de carmín en una taza. Pero ¡es tan fácil quitar el carmín de una taza! Puedo asegurarles que es posible eliminar hasta el último indicio sin dificultad. O podían haberse retirado las propias tazas y lavarlas. ¿Por qué no? No había nadie en la casa. Pero eso no se hizo. Y me pregunté: ¿por qué? La respuesta pareció un énfasis deliberado sobre la femineidad, un deseo de subrayar el hecho de que era una mujer quien había cometido el asesinato. Reflexioné sobre las llamadas telefónicas a esas tres mujeres: todas ellas habían sido mensajes. En ningún caso había hablado la propia receptora con mistress Upward. Conque quizá no fuera mistress Upward quien había telefoneado. Era alguien que deseaba hacer recaer la culpabilidad del crimen sobre una mujer... cualquier mujer. De nuevo me pregunté: ¿por qué? y solo puede haber una respuesta: que no fue una mujer quien mató a mistress Upward... sino un hombre.
Paseó la mirada por su auditorio. Todos estaban muy quietos. Solo dos personas respondieron.
Eve Carpenter dijo, con un suspiro:
—¡Ahora empieza usted a hablar con sentido común!
Mistress Oliver movió vigorosamente la cabeza y dijo:
—Claro que sí.
—He llegado a este punto: un hombre mató a mistress Upward, y un hombre mató a mistress McGinty. ¿ Qué hombre? El motivo del asesinato tenía que seguir siendo el mismo: todo gira alrededor del retrato. ¿En posesión de quién se hallaba aquella fotografía? Esa es la primera cuestión. ¿Y por qué se conservó? Bueno; eso quizá no sea tan difícil. Digamos que se conservó, al principio, por razones sentimentales. Una vez eliminada McGinty... no es necesario destruir el retrato. Pero después de cometido el segundo asesinato, la cosa varía. Esta vez el retrato se ha relacionado definitivamente con el crimen. Ahora resulta peligroso conservarlo. Por consiguiente, estarán ustedes de acuerdo en que se ha de destruir forzosamente.
Contempló las cabezas que expresaban con un movimiento su asentimiento.
—Pero, a pesar de todo eso, ¡la fotografía no se destruyó! ¡No, no fue destruida! Lo sé, porque la encontré. La encontré hace unos días. La encontré en esta misma casa. En el cajón del buró que ven ustedes pegado a la pared. Lo tengo aquí.
Enseñó la descolorida fotografía de la muchacha de las rosas.
—Sí —dijo Poirot—. Es Eva Kane. Y en el dorso hay dos palabras escritas con lápiz. ¿Quieren que les diga cuáles son? Mi madre...
Sus ojos, graves y acusadores, descansaron sobre Maureen Summerhayes. Esta se apartó el cabello de la cara y le miró con los ojos muy abiertos y aturdidos.
—No comprendo. Yo nunca...
—No, mistress Surnmerhayes, usted no comprende. Sólo puede haber dos razones para conservar este retrato después del segundo crimen. La primera de ellas es un sentimentalismo inocente. Usted no experimentaba sensación de culpabilidad; por tanto, podía conservar la fotografía. Nos dijo usted misma, en casa de mistress Carpenter, cierto día, que era hija adoptiva. Dudo de que haya usted sabido nunca cuál era el nombre de su verdadera madre. Pero alguna otra persona lo sabía. Alguien que tiene todo el orgullo de la familia... un orgullo que le hace aferrarse a su casa ancestral, orgullo de sus antepasados y de su alcurnia. Ese hombre preferiría morir a consentir que el mundo... y que sus hijos... supieran que Maureen Summerhayes era hija del asesino Craig y de Eva Kane. Ese hombre, he dicho, preferiría morir. Pero eso no ayudaría, ¿verdad? En lugar de eso, digamos que tenemos aquí a un hombre dispuesto a matar.
Johnnie Summerhayes se levantó de su asiento. Su voz, cuando habló, era tranquila, casi amistosa:
—Está usted diciendo ya muchas bobadas, ¿verdad? Se está divirtiendo lanzando una serie tonta de teorías. ¡Eso es lo único que son: teorías! Diciendo cosas de mi mujer...
Estalló su ira de pronto, en furioso torrente:
—¡Maldita sea su estampa, perro indecente!...
La rapidez con que cruzó la habitación pilló a todos desprevenidos. Poirot saltó con agilidad hacia atrás y el superintendente Spence se metió de pronto entre Poirot y el esposo.
—Vamos, vamos, comandante Summerhayes, no se excite... no se excite...
Summerhayes se rehizo, se encogió de hombros y murmuró:
—Perdonen. Es absurdo en realidad. Después de todo... cualquiera puede meter una fotografía en un cajón.
—Precisamente —asintió Poirot—; y lo interesante de este retrato es que no tiene ninguna huella dactilar.
Hizo una pausa y luego movió la cabeza muy despacio, en gesto afirmativo.
—Pero debiera haberlas tenido —dijo—. Si mistress Summerhayes lo hubiese conservado, lo habría hecho inocentemente y, como es natural, debiera haber tenido huellas dactilares suyas.
Maureen exclamó:
—Yo creo que está usted loco. Jamás he visto ese retrato en mi vida... salvo aquel día en casa de mistress Upward.