—Eso mismo me temo yo... ¿Permite que cierre la puerta? Hay corriente.
—¡Ah, sí!, ciérrela. Yo siempre me dejo las puertas abiertas.
—Ya lo he notado.
—De todas maneras, esa puerta nunca quiere quedarse cerrada. La casa casi se está cayendo a pedazos. Los padres de Johnnie vivían aquí, y andaban muy mal de dinero los pobres, y nunca hicieron reparaciones. Luego, cuando vinimos de la India a vivir aquí, tampoco pudimos permitirnos el lujo de arreglar nada. Es divertido para los niños durante las vacaciones, sin embargo. Hay espacio de sobra para correr y jardín y todo. El tener huéspedes nos ayuda a ir tirando, aunque he de confesar que hemos recibido algunas sorpresas desagradables..
—¿Soy yo el único huésped ahora?
—Tenemos a una anciana en el piso de arriba. Se metió en cama el día en que llegó y no ha vuelto a levantarse. No le pasa nada, que yo sepa. Pero ahí está, y le subo cuatro bandejas de comida al día. El apetito no lo ha perdido, por lo menos. Sea como fuere, se marcha mañana a casa de una sobrina o no sé qué pariente.
Mistress Summerhayes hizo una pausa, antes de continuar, con tono levemente artificiaclass="underline"
—El pescadero se presentará de un momento a otro. ¿Le daría a usted igual... ah... desembolsar la primera semana de pensión? Va usted a permanecer una semana aquí, ¿verdad?
—Tal vez más.
—Siento molestarle. Pero no tengo efectivo en casa, y ya sabe usted cómo es esa gente... siempre apremiando.
—Le ruego que no se excuse, madame.
Poirot sacó siete billetes de una libra esterlina y agregó siete chelines. Mistress Summerhayes recogió el dinero con avidez.
—Gracias mil.
—Quizá debiera, madame, decirle algo más acerca de mí mismo. Yo soy Hércules Poirot.
La revelación no le hizo a la señora el menor efecto.
—¡Qué nombre más lindo! —dijo bondadosamente—. Es griego, ¿verdad?
—Soy, como quizá sepa usted, detective —dijo Poirot y se golpeó el pecho—. Quizá el detective más famoso que existe.
Mistress Summerhayes aulló de risa.
—Veo que es usted un gran bromista, monsieur Poirot. ¿Qué anda usted detectando? ¿Ceniza de cigarrillos y huellas de pisadas?.
—Estoy investigando el asesinato de mistress McGinty —dijo Poirot—, y yo no bromeo.
—¡Ay! —exclamó la señora—. ¡Me he cortado la mano!
Alzó un dedo y se lo examinó.
Luego miró a Poirot.
—Escuche —dijo—. ¿Habla en serio? Quiero decir que todo eso pasó ya. Detuvieron al pobre medio trastornado que se alojaba en su casa. Y ya le han juzgado y condenado y todo. Probablemente le habrán ahorcado ya.
—No, madame —le contestó Poirot—, no le han ahorcado, y no pasó todo eso ya. Le recordaré una frase de uno de sus poetas: "Una cuestión nunca queda zanjada hasta que queda zanjada... bien."
—¡Oooh! —dijo mistress Summerhayes, desviada la atención hacia el cuenco que tenía en la falda—. Estoy sangrando encima de las judías. Mal asunto, puesto que nos las hemos de comer al mediodía. De todas formas, no importará, en realidad, puesto que las meteré en agua hirviendo. Siempre son buenas y sanas las cosas cuando se las cuece, ¿verdad? Hasta las contenidas en las latas, ¿no lo cree usted así?
—Creo —le respondió Hércules Poirot suavemente— que no vendré a comer este mediodía.
Capítulo V
—La verdad es que no lo sé —dijo mistress Burch.
Lo había dicho ya tres veces. No era fácil vencer la desconfianza que le inspiraban instintivamente los caballeros de aspecto extranjero, con negros mostachos y gabanes forrados de piel..
—Bien desagradable que ha sido —prosiguió— que asesinaran a la pobre tía, y que vinieran los guardias y todo eso. Pisoteándolo todo, husmeando y haciendo preguntas... Con los vecinos alborotados. Al principio creí que nunca podríamos levantar la cabeza ya. Y la madre de mi marido se enfadó y todo. No hacía más que decir: "Nunca ha pasado una cosa así en la familia mía" y "¡Pobre Joe!", y cosas por el estilo. ¿Y yo? ¿Por qué no pobre yo también? Era tía mía, ¿verdad? Pero, la verdad, yo creí que eso se había liquidado ya.
—¿Y si James Bentley fuera inocente, después de todo?
—¡No diga tonterías! ¡Claro que no es inocente! Fue él quien la mató. Nunca me gustó su cara. Iba por ahí hablando solo. Ya se lo dije yo a tía, digo: "No deberías tener en casa a un hombre así. El día menos pensado pierde la chaveta del todo", dije. Pero ella contestó que era pacífico, que tenía muy buena voluntad, y no daba que hacer. No bebía, me dijo, ni fumaba siquiera. Bueno, supongo que se habrá desengañado ya a estas horas la pobre.
Poirot la miró pensativo. Era una mujer grandullona, rolliza, de color sano y humorística boca. La casita estaba limpia y ordenada, y olía a lustre para los muebles. Un leve y apetitoso aroma flotaba desde la cocina. Una buena esposa, que conservaba la casa limpia y se tomaba la molestia de hacerle la comida al marido. Poirot le concedió su aprobación. Estaba llena de prejuicios y era testaruda; pero, después de todo, ¿por qué no? Decididamente, no era aquella la clase de mujer que pudiera uno imaginar capaz de atacar a su tía con una cuchilla de car nicero o de consentir que lo hiciera su esposo.
Spence no la había creído mujer de esa clase, y, de bien mala gana, Hércules Poirot se vio obligado a estar de acuerdo con él. Spence había investigado las finanzas de los Burch, sin hallar por aquel lado razón alguna para cometer asesinato, y Spence era un hombre muy concienzudo en sus pesquisas.
Suspiró y perseveró en su tarea de desvanecer la desconfianza que a mistress Burch le inspiraban todos los extranjeros. Desvió la conversación del crimen y la enfocó en la víctima del mismo. Hizo preguntas acerca de la "pobre tía", de su salud, de sus costumbres, de sus preferencias en cuestión de comidas y bebidas, de sus ideas políticas, de su difunto marido, de su actividad ante la vida, ante las cuestiones sexuales, ante el pecado, ante la religión, ante los niños y ante los animales.
No tenía idea de si habría algo entre toda aquella información que pudiera servirle. Registraba un pajar en busca de una aguja. Pero incidentalmente aprendía también algo de cómo era Bessie Burch.
Esta, en realidad, no sabía gran cosa de su pariente. Era un lazo familiar, y como tal se la honraba. Pero sin intimar. De cuando en cuando, un domingo al mes o cosa así, ella y Joe habían ido a comer con la tía. Y con menos frecuencia aún, la tía les había hecho una visita a ellos. Se felicitaban y se enviaban regalos por Navidad. Sabían que la anciana tenía ahorrado algo. Y también que a su muerte lo heredarían ellos..
—Pero eso no quiere decir que lo necesitásemos —explicó mistress Burch, sonrojándose—. Nosotros tenemos nuestros ahorrillos igualmente. Y la enterramos muy bien. Fue un entierro hermoso de verdad... con flores y todo.
A la tía le había gustado hacer ganchillo. No le gustaban los perros, porque ensuciaban y revolvían la casa; pero había tenido un gato canelo. Se le fue y no había vuelto a tener otro. Pero la encargada de la estafeta de Correos iba a darle un gatito. Conservaba muy limpia la casa y no le gustaba el desorden. Tenía los dorados que daba gusto verlos y fregaba el suelo de la cocina todos los días. No le iba mal asistir a casas particulares. Un chelín y diez peniques por hora; dos chelines le daban en Holmeleigh, la residencia de mister Carpenter. Tenían el dinero a espuertas los Carpenter. Habían querido que tía fuese más veces a la semana, pero tía no quiso dejar plantadas a las otras señoras, porque las había servido antes de ir a casa de los Carpenter, y no hubiera estado bien.
Poirot mencionó a mistress Summerhayes, de Long Meadows.