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—¡Ah, sí! Tía iba a su casa. Dos veces a la semana. Habían vuelto de la India, donde tenían la mar de servidumbre indígena, y mistress Summerhayes no tenía la menor idea de cómo llevar una casa. Intentaron cultivar la huerta para vender las hortalizas en el mercado; pero tampoco entendían una palabra de eso. Cuando los niños volvían a casa a pasar las vacaciones, aquello era un verdadero infierno. Pero mistress Summerhayes era una señora muy simpática y la anciana le había tomado afecto.

Así fue creciendo el retrato. Mistress McGinty hacía ganchillo y labor de punto, fregaba suelos, daba lustre a los dorados, era amante de los gatos, pero no de los perros. Le gustaban los niños, pero no demasiado. Era reservada. Iba a la iglesia los domingos; pero no tomaba parte en ninguna actividad parroquial. A veces, muy pocas, iba al cine. No era partidaria de los amoríos y había dejado de ir a trabajar a casa de un artista y su esposa al descubrir que no estaban casados como era debido. No leía libros; pero disfrutaba leyendo el periódico dominical Y le gustaban las revistas viejas cuando las señoras se las regalaban. Aunque no iba mucho al cine, le interesaba oír hablar de las estrellas de la pantalla y de sus actividades. La política no le interesaba; pero votaba a los conservadores, como lo hiciera siempre su esposo. Jamás gastaba gran cosa en vestir. Las señoras le daban mucha ropa. Y era ahorrativa por naturaleza.

En resumen, mistress McGinty resultaba haber sido aproximadamente lo que Poirot había supuesto. Y Bessie Burch, su sobrina, era la Bessie Burch descrita en las notas del superintendente Spence.

Antes que se despidiera Poirot, llegó Joe Burch a comer. Un hombrecillo perspicaz, del que podía estar uno mucho menos seguro que de su esposa. Observó en él cierto nerviosismo. Dio menos muestras de desconfianza y hostilidad que su mujer. Es más, parecía tener viva ansiedad por crear la sensación de que deseaba cooperar con el detective.

Y eso, se dijo Poirot, estaba levemente fuera de carácter. Porque ¿a santo de qué había de tener Joe Burch tanta ansiedad por aplacar a un desconocido extranjero importuno? Solo podía haber una explicación: que el forastero se había presentado con una carta del superintendente Spence, del Cuerpo de Policía del condado.

¿Por qué razón Joe Burch quería estar bien con la Policía? ¿Sería porque él, al revés que su mujer, no podía permitirse el lujo de criticar a las autoridades?

Un hombre, quizá, con la conciencia intranquila. ¿Por qué? Muchas podían ser las razones, sin ne cesidad de que tuvieran cosa alguna que ver con la muerte de mistress McGinty. ¿O sería que la coartada del cine era falsa, que Joe era quien había llamado a la puerta de la casita y matado a la anciana? En tal caso, era de suponer que, si sacó cajones y registró cuartos, fue con el exclusivo propósito de hacer creer que se trataba de un robo. El dinero fue escondido en el exterior para comprometer a Bentley. Lo que a Joe le interesaba era el depósito de la Caja de Ahorros: las doscientas libras esterlinas que heredaría su esposa y que, por alguna razón, necesitaba con urgencia.

Nunca había llegado a encontrarse el arma, recordó Poirot. ¿Por qué no la habían dejado en el lugar del crimen? ¿Quién no sabe lo suficiente en estos tiempos para usar guantes o limpiar el mango para eliminar huellas dactilares? Teniendo esto en cuenta, ¿por qué se la habían llevado? Debía de ser pesada y con un filo muy cortante. ¿Se temía, acaso, que se la identificara fácilmente como propiedad de los Burch? ¿Se hallaba el arma en la casa en aquellos instantes?

Algo parecido a una cuchilla de carnicero, según el forense. Pero no necesariamente, tal herramienta. Algo quizá fuera de lo normal... algo que podría identificarse sin dificultad. Las autoridades lo habían buscado sin encontrarlo, a pesar de registrar bosques y dragar estanques. Nada faltaba de la cocina de mistress McGinty. Ninguno podía asegurar que hubiese tenido James Bentley arma que se le pareciera. Jamás logró descubrirse que hubiese comprado una cuchilla de carnicero o cosa semejante. Un detalle, aunque pequeño, a su favor. Ignorado entre el peso de las demás pruebas. Detalle, no obstante...

Poirot echó una rápida mirada a su alrededor en la salita en que se hallaba. No estaría de más aquel vistazo. ¿Se encontraba el arma allí, en alguna parte de la casa? ¿Era eso el porqué de la inquietud y actitud conciliadora de Joe Burch? No lo sabía Poirot. No creía, en realidad, que lo fuese. Pero no estaba completamente seguro.

Capítulo VI

1

En las oficinas de Breather & Scuttle condujeron a Poirot al despacho del propio mister Scuttle después de vacilar unos instantes.

Mister Scuttle era un hombre dinámico y cordial.

—Buenos días, buenos días —se frotó las manos—. ¿Qué puedo hacer en su obsequio?

Miró con aire profesional a Poirot, intentando: clasificarle y haciendo, como quien dice, una serie de notas marginales.

Extranjero. Ropa de buena calidad. Rico, probablemente. ¿Propietario de un restaurante? ¿Gerente de hotel? ¿Películas?

—Espero que no estaré haciéndole perder un tiempo precioso. Deseaba hablar con usted ahora mismo acerca de su ex empleado James Bentley.

Las expresivas cejas de mister Scuttle se enarcaron, para recobrar a renglón seguido su posición normal.

—James Bentley... ¿James Bentley? —hizo bruscamente otra pregunta—: ¿Prensa?

—No.

—Y no será usted de la Policía, claro.

—No. Por lo menos... no en este país.

—No en este país —mister Scuttle archivó rápidamente la frase, como para futura referencia—. ¿De qué se trata?

Poirot, que jamás había sentido tanto amor a la verdad que pudiera servirle de obstáculo, rompió a hablar:

—Me dispongo a iniciar una nueva investigación del caso Bentley... a instancias de ciertos parientes suyos.

—No sabía que los tuviese. Sea como fuere, ya le han hallado culpable y condenado a muerte.

—Pero aún no le han ejecutado.

—Mientras hay vida, hay esperanza ¿eh? —mister Scuttle sacudió la cabeza—. Lo dudo, sin embargo. Las pruebas fueron fuertes. ¿Quiénes son esos parientes?

—Sólo puedo decirle una cosa: que son ricos y poderosos. Inmensamente ricos.

—Me sorprende —mister Scuttle no pudo menos de deshelarse un poco. Las palabras "inmensamente ricos" tenían cierta cualidad atractiva e hipnótica—. Sí, en verdad que me sorprende.

—La madre de James, la difunta mistress Bentley, rompió por completo con su familia.

—Una de esas riñas de familia, ¿eh? Vaya, vaya... Y el joven Bentley sin un miserable penique. Lástima que esos parientes no acudieran antes en su ayuda.

—Hasta ahora no se han enterado de los hechos —explicó Poirot—. Me contrataron para que acudiese a toda prisa a este país e hiciera cuanto estuviese en mis manos.

Mister Scuttle se arrellanó en su asiento, abandonando su actitud de negociante.

—No sé qué va a poder hacer usted. Supongo que queda el recurso de alegar trastorno mental, ¿verdad? Un poco tarde resulta para eso... pero si consigue atraerse a los médicos de fama... Claro está que yo no estoy al tanto de esas cosas.

Poirot se inclinó hacia adelante.

—¡Ah, monsieur! James Bentley trabajó aquí. Usted puede hablarme de él.

—Bien poco hay que decir... bien poco. Era uno de nuestros escribientes. Nada contra él. Parecía buena persona, concienzudo y todo eso. Pero desconocía por completo el arte de vender. Ese es un inconveniente en esta sociedad. Si un cliente viene a nosotros con una casa que quiere vender, aquí estamos nosotros para vendérsela. Y si un cliente desea una casa, se la buscamos. Si se trata de una casa situada en un lugar solitario, sin amenidades, hacemos hincapié en su antigüedad y la llamamos "edificio de época". ¡Y no hablamos para nada de la instalación de fontanería! Y si una casa da a una fábrica de gas, hablamos de las amenidades y facilidades sin mencionar las vistas. Aquí de lo que se trata es de hacer comprar al cliente a toda prisa. Recurrimos a toda clase de trucos. "Le aconsejamos, señora, que haga una oferta sin perder instante. Hay un miembro del Parlamento que se ha enamorado de la casa... que da muestras de vivo interés por ella. Va a ir a verla esta tarde otra vez." Este ardid nunca falla. Pican siempre. Lo del miembro del Parlamento es de buen efecto psicológico. ¡Dios sabe por qué! No hay miembro que viva nunca lejos del distrito que le votó. Supongo que es por lo buena y sonora que resulta la frase —rió de pronto, exhibiendo una brillante dentadura—. Psicología, eso es lo que es... buena psicología nada más.