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LA SEÑORITA DE TACNA

PIEZA EN DOS ACTOS

a Blanca Varela

LAS MENTIRAS VERDADERAS

Aunque, en un sentido, se puede decir que La señorita de Tacna se ocupa de temas como la vejez la familia, el orgullo, el destino individual, hay un asunto anterior y constante que envuelve a todos los demás y que ha resultado, creo, la columna vertebral de esta obra: cómo y por qué nacen las historias. No digo cómo y por qué se escriben —aunque Belisario sea un escritor—, pues la literatura sólo es una provincia de ese vasto quehacer —inventar historias— presente en todas las culturas, incluidas aquellas que desconocen la escritura.

Como para las sociedades, para el individuo es también una actividad primordial, una necesidad de la existencia, una manera de sobrellevar la vida. ¿Por qué necesita el hombre contar y contarse historias? Quizá porque, como la Mamaé, así lucha contra la muerte y los fracasos, adquiere cierta ilusión de permanencia y de desagravio. Es una manera de recuperar, dentro de un sistema que la memoria estructura con ayuda de la fantasía, ese pasado que cuando era experiencia vivida tenía el semblante del caos. El cuento, la ficción, gozan de aquello que la vida vivida —en su vertiginosa complejidad e imprevisibilidad— siempre carece: un orden, una coherencia, una perspectiva, un tiempo cerrado que permite determinar la jerarquía de las cosas y de los hechos, el valor de las personas, los efectos y las causas, los vínculos entre las acciones. Para conocer lo que somos, como individuos y como pueblos, no tenemos otro recurso que salir de nosotros mismos y, ayudados por la memoria y la imaginación, proyectarnos en esas «ficciones» que hacen de lo que somos algo paradójicamente semejante y distinto de nosotros. La ficción es el hombre «completo'', en su verdad y en su mentira confundidas.

Las historias son rara vez fieles a aquello que aparentan historiar, por lo menos en un sentido cuantitativo: la palabra, dicha o escrita, es una realidad en sí misma que trastoca aquello que supuestamente transmite, y la memoria es tramposa, selectiva, parcial. Sus vacíos, por lo general deliberados, los rellena la imaginación: no hay historias sin elementos añadidos. Estos no son jamás gratuitos, casuales; se hallan gobernados por esa extraña fuerza que no es la lógica de la razón sino la de la oscura sinrazón. Inventar no es, a menudo, otra cosa que tomarse ciertos desquites contra la vida que nos cuesta vivir, perfeccionándola o envileciéndola de acuerdo a nuestros apetitos o a nuestro rencor; es rehacer la experiencia, rectificar la historia real en la dirección que nuestros deseos frustrados, nuestros sueños rotos, nuestra alegría o nuestra cólera reclaman. En este sentido, ese arte de mentir que es el del cuento es, también, asombrosamente, el de comunicar una recóndita verdad humana. En su indiscernible mezcla de cosas ciertas y fraguadas, de experiencias vividas e imaginarias, el cuento es una de las escasas formas —quizá la única— capaz de expresar esa unidad que es el hombre que vive y el que sueña, el de la realidad y el de los deseos.

«El criterio de la verdad es haberla fabricado'', escribió Giambattista Vico, quien sostuvo, en una época de gran beatería científica, que el hombre sólo era capaz de conocer realmente aquello que él mismo producía. Es decir, no la Naturaleza sino la Historia (la otra, aquella con mayúscula). ¿Es cierto eso? No lo sé, pero su definición describe maravillosamente la verdad de las historias con minúscula, la verdad de la literatura. Esta verdad no reside en la semejanza o esclavitud de lo escrito o dicho —de lo inventado— a una realidad distinta, «objetiva'', superior, sino en sí misma, en su condición de cosa creada a partir de las verdades y mentiras que constituyen la ambigua totalidad humana.

Siempre me ha fascinado ese curioso proceso que es el nacimiento de una ficción. Llevo ya bastantes años escribiéndolas y nunca ha dejado de intrigarme y sorprenderme el imprevisible, escurridizo camino que sigue la mente para, escarbando en los recuerdos, apelando a los más secretos deseos, impulsos, pálpitos, «inventar» una historia. Cuando escribía esta pieza de teatro en la que estaba seguro de recrear (con abundantes traiciones) la aventura de un personaje familiar al que estuvo atada mi infancia, no sospechaba que, con ese pretexto, estaba, más bien, tratando de atrapar en una historia aquella —inasible, cambiante, pasajera, eterna— manera de que están hechas las historias.

Washington, marzo de 1980.

PERSONAJES

MAMAÉ

ABUELA CARMEN ABUELO PEDRO AGUSTÍN CÉSAR AMELIA BELISARIO JOAQUÍN SEÑORA CARLOTA

Anciana centenaria

Su prima. Algo más joven y mejor conservada

Su esposo

Hijo mayor, en la cincuentena

Hijo segundo, algo más joven que su hermano

La hija menor, en sus cuarenta

Hijo de Amelia

Oficial chileno, joven y apuesto

Bella y elegante, en sus treinta

DECORADO Y VESTUARIO

DOS DECORADOS comparten el escenario: la casa de los Abuelos, en la Lima de los años cincuenta, y el cuarto de trabajo de Belisario, situado en cualquier parte del mundo, en el año 1980.

La mayor parte de la acción transcurre en la casa de los Abuelos. Salita–comedor de un modesto departamento de clase media. Dos puertas, una a la calle y otra al interior de la casa. El mobiliario muestra la estrechez económica, lindante con la miseria, de la familia. Los muebles imprescindibles son el viejo sillón donde la Mamaé ha pasado buena parte de sus últimos años, la sillita de madera que le sirve de bastón, un viejo aparato de radio, la mesa donde tiene lugar la cena familiar del segundo acto. Hay una ventana a la calle, por la que se oye pasar el tranvía.

Este escenario no debería ser realista. Es un decorado recordado por Belisario, un producto de la memoria, donde las cosas y las personas se afantasman, es decir independizan de sus modelos objetivos. De otro lado, en el transcurso de la acción, este decorado se convierte en otros: una sala en la casa de Tacna donde vivían la Abuela y la Mamaé de jóvenes; el comedor de la casa de Arequipa cuando el Abuelo era agricultor en Camaná, en la década de los veinte; la casa de Bolivia donde la Mamaé le contaba cuentos a Belisario en los años cuarenta y el albergue de Camaná donde el abuelo escribe a su mujer la carta que la Mamaé lee a escondidas. El mismo escenario se convierte también en lugares puramente mentales, como es el confesionario del Padre Venancio. Conviene, pues, que este decorado tenga una cierta indeterminación que facilite (o al menos, que no estorbe) esas mudanzas.

El cuarto de trabajo de Belisario es una mesa rústica, llena de papeles, libretas y lápices, y, tal vez, una maquinilla de escribir portátil. Es importante que, por simple que sea, este decorado delate a un hombre cuya vida es escribir, alguien que pasa allí buena parte de su tiempo y donde, además de escribir, dormir, comer, escarba sus recuerdos, se confiesa a sí mismo y dialoga con sus fantasmas. Belisario puede andar entre los cuarenta o cincuenta años, o ser incluso mayor. Tiene, en todo caso, larga experiencia en el oficio de escribir y lo que ocurre, en el curso de esta historia, debe haberle ocurrido seguramente cuando escribía las anteriores. A juzgar por sus ropas y aspecto, es un hombre sin recursos, descuidado, de vida desordenada.

Las fronteras entre ambos decorados surgen o desaparecen a voluntad, según las necesidades de la representación.

El vestuario, tal vez, debería ser realista, porque el atuendo de los personajes puede graficar las diferencias temporales entre las escenas. El oficial chileno debe llevar un uniforme de principios de siglo, con botones dorados, correaje y espadín, y la Señora Carlota un vestido de época. Los Abuelos y la Mamaé deben vestir no sólo con modestia sino ropas que los sitúen en los años cincuenta. En tanto que Belisario, en su traje, peinado, etc., debería lucir como una persona de nuestros días.