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No, la noche de bodas no. ¿Quieres saber qué haré contigo la noche de bodas?

MAMAÉ

(Tapándose los oídos)

¡No! ¡No quiero! (Ríen. La Mamaé está enternecida.) ¿Serás así de cariñoso, después de casarnos? Fíjate lo que me dijo Carmencita, al volver del paseo: «Te has sacado la lotería con Joaquín. Es guapo, de buenos modales, todo un caballerito».

JOAQUÍN

¿Tú también lo piensas? ¿Ya no te importa que sea chileno? ¿Ya te hiciste a la idea de ser una chilena?

MAMAÉ

Eso sí que no. Seguiré peruana hasta que me muera. Y odiando a los abusivos que nos ganaron la guerra.

JOAQUÍN

Va a ser muy gracioso. Quiero decir, cuando seas mi mujer, y estemos en Santiago, en Antofagasta, en la guarnición a la que me destinen. ¿Te vas a pelear todo el día con mis compañeros por la guerra del Pacífico? Si dices esas cosas contra los chilenos, me harás procesar por alta traición.

MAMAÉ

No perjudicaré nunca tu carrera, Joaquín. Lo que pienso de los chilenos me lo guardaré para mí. Y les sonreiré y les haré ojitos a tus compañeros de armas.

JOAQUÍN

Alto ahí, nada de sonrisas ni de ojitos. ¿No sabes que soy celoso como un turco? Y contigo voy a serlo todavía más.

MAMAÉ

Tienes que irte ahora. Si mis tíos te descubren, se enojarían.

JOAQUÍN

Tus tíos, tus tíos. Han sido la pesadilla de nuestro noviazgo.

MAMAÉ

No digas eso, ni en broma. ¡Qué habría sido de mí sin el tío Menelao y la tía Amelia! Me hubieran metido a la casa de los murciélagos de la calle Tarapacá. Al Hospicio, sí.

JOAQUÍN

Sé lo buenos que han sido contigo. Además, me alegro que te hayan criado en una jaula de oro. ¡Pero en todo un año de noviazgo casi no te he visto a solas! Sí, ya sé, estás inquieta. Ya me voy.

MAMAÉ

Hasta mañana, Joaquín. ¿En la Misa de la Catedral, a las ocho, como todos los días?

JOAQUÍN

Sí, como todos los días. Ah, me olvidaba. Aquí tienes el libro que me prestaste. Traté de leer los versos de Federico Barreto, pero me quedé dormido. Léelos tú por mí, acurrucada en tu camita.

MAMAÉ

(Arrancándose un cabello y ofreciéndoselo)

Un día te los recitaré al oído y te gustarán. Estoy feliz de casarme contigo, Joaquín.

Joaquín, antes de partir, trata de besarla en la boca pero ella aparta el rostro y le ofrece la mejilla. La Mamaé regresa hacia su sillón y en el trayecto va recuperando su ancianidad.

MAMAÉ

(Mirando el libro de versos)

¿Qué haría Joaquín si supiera lo del abanico? Lo retaría a duelo, lo mataría. Tienes que romper ese abanico, Elvira, no está bien que lo guardes.

Se acurruca en su sillón y se duerme al instante. Belisario, que ha levantado la vista de sus papeles, parece ahora muy alentado.

BELISARIO

Esa también es una historia de amor. Sí, Belisario, sí. ¿Cómo fuiste tan tonto, tan ingenuo? ¿Acaso se puede situar una historia de amor en una época en que las niñas hacen el amor antes que la primera comunión y los muchachos prefieren la marihuana a las muchachas? En cambio, esa época y ese lugar son ideales para una historia romántica: Tacna, después de la guerra del Pacífico, con la ciudad todavía ocupada por el Ejército chileno (Mira a la Mamaé.) Eras una patriota convicta y confesa, ¿no? ¿Cuál fue el día más feliz de la vida de la señorita de Tacna, Mamaé?

MAMAÉ

(Abriendo los ojos)

¡El día que Tacna se reincorporó al Perú, chiquitín!

Se persigna agradeciendo a Dios tamaña bienaventuranza, y vuelve a adormecerse.

BELISARIO

(Melancólico)

Una historia romántica, de ésas que ya no suceden, de ésas en las que ya no cree nadie, de ésas que tanto te gustaban, compañero. ¿Para qué quieres escribir una historia de amor? ¿Para tener esa miserable compensación, que no compensa nada? ¿Para eso, pasar una vez más por las horcas caudinas, Belisario? ¡Sí, por eso! ¡Maldita aguafiestas, largo de aquí! ¡Abajo la conciencia crítica! ¡Me cago en tu conciencia crítica, Belisario! Sólo sirve para estreñirte, castrarte, frustrarte. ¡Fuera de aquí, conciencia crítica! ¡Fuera, hija de puta, reina de los escritores estreñidos! (Se levanta, va corriendo donde la Mamaé, le da un beso en la frente, sin despertarla.) Bienvenida tú, Mamaé. Olvida lo que te dije, perdóname. Sí me sirves, una mujer como tú es justamente lo que necesito. Tú sí eras capaz de vivir una hermosa, conmovedora historia de amor. Tu vida tiene todos los ingredientes, por lo menos para comenzar. (Va regresando a su mesa de trabajo.) Muere la madre al nacer ella y el padre poco después, cuando tenía… (Mira a la Mamaé.) …¿Cuántos años tenías cuando te recogieron mis bisabuelos, Mamaé? ¿Cinco, seis? ¿Ya había nacido la abuelita Carmen? (Se ha sentado en su mesa de trabajo, tiene el lápiz entre las manos; habla despacio, tratando de encontrar ciertas palabras para ponerse a escribir.) La familia era entonces muy próspera, podía recoger niñas desamparadas. Hacendados, por supuesto.

MAMAÉ

(Abre los ojos y se dirige a un invisible niño, que estaría sentado a sus pies) Tu bisabuelo Menelao era un caballero de bastón con puño de plata y reloj con leontina. No soportaba la suciedad. Lo primero que hacía al entrar de visita a una casa era pasar el dedo por los muebles, para descubrir el polvo. Sólo tomaba el agua y el vino en copas de cristal de roca. «La copa da la mitad del gusto a la bebida», le oíamos decir. Una noche, salía a un baile con la tía Amelia, vestido de etiqueta, y nos vio a tu abuelita Carmen y a mí, comiendo una mermelada de membrillo. «Convídenme un bocadito, muchachas.» Al probarla, le cayó una gota en el frac. Se quedó mirando la mancha. Luego, sin dar un grito, sin decir una palabra, se volcó encima la fuente de mermelada y se embadurnó la pechera, la levita, el pantalón. Tu bisabuela decía: «Para Menelao la limpieza es una enfermedad».

Sonríe, se adormece de nuevo. Durante el monólogo de la Mamaé, Belisario ha garabateado a veces, a ratos reflexionado y, a ratos, escuchado a la Mamaé.

BELISARIO

(Escribiendo)

Tu bisabuelo Menelao debió ser encantador, Belisario. Sí, un hijo de puta encantador. Te sirve, te sirve. (Mira al cielo.) Me sirves, me sirves. Tú y la bisabuela Amelia adoraban a la Mamaé y la criaron como a una hija, sin hacer diferencias con la abuelita Carmen, y cuando se iba a casar con ese oficial chileno le encargaron el vestido de novia y el ajuar a Europa. ¿A París? ¿A Madrid? ¿A Londres? ¿Adónde te encargaron el vestido de novia, Mamaé? ¿Adónde era la moda encargarlo? (Escribe, frenético.) Me gusta, Belisario, te quiero, Belisario, te doy un beso en la frente, Belisario. (Se distrae.) ¡Qué rica era la familia entonces! ¡Cómo fue decayendo y mediocrizándose hasta llegar a ti! Qué recatafila de desgracias. (Mira al cielo.) ¿Quién te mandó casarte con un capitán de infantería, mamá? Pero tu mala suerte no me apena nada, papá. Hay que ser muy tonto para jugar a la ruleta rusa estando recién casado, papá. ¡Hay que ser muy bruto para matarse jugando a la ruleta rusa, papá! ¡Hay que ser muy idiota para no volverse a casar cuando una se queda viuda tan joven, mamá! ¿Por qué te hiciste tantas ilusiones conmigo? ¿Por qué se les metió en la cabeza a ti, a mis abuelos, a mis tíos, que ganando pleitos en los tribunales Belisario devolvería a la familia la fortuna y el lustre?

Su voz queda apagada por el radioteatro que está tratando de escuchar la Abuela, sentada en la salita, con la cabeza pegada al aparato de radio en el que un locutor anuncia el final del episodio del día, de una radionovela de Pedro Camacho. Se escucha el ruido del tranvía. La Mamaé abre los ojos, excitada. Belisario las observa, desde su mesa de trabajo.