AMELIA
Ah, mira, tienes una herida en la muñeca.
ABUELA
Atacar a un viejo, qué cobarde.
ABUELO
Me cogió desprevenido, por la espalda. De frente, hubiera sido distinto. Seré viejo, pero tengo dignidad y puedo defenderme. (Sonríe.) Siempre fui bueno peleando. En los jesuitas, en Arequipa, me decían «Chispillas», porque a la primera provocación, retaba a cualquiera. Y nadie me pisaba el poncho.
MAMAÉ
(Volviéndose hacia ellos, alarmada)
¿Qué dices, Pedro? ¿Retar a Federico Barreto por haberme escrito ese verso? No lo hagas, no seas fosforito. Fue una galantería sin mala intención. No te expongas, dicen que es un gran espadachín.
ABUELO
¿Ah, sí? Bueno, entonces no lo retaré. Además, era un verso muy inspirado. El poeta Barreto tenía buen gusto, hay que reconocerlo. (A la Abuela.) También a ti te echaba flores ese viejo verde, ñatita.
ABUELA
Esta Elvira, resucita cada cosa… Ven, te pondré mercurio cromo, no se vaya a infectar.
AMELIA
Que te sirva de lección, papá. Te advierto que no te dejo salir solo nunca más, como han ordenado mis hermanos. Por lo menos, no de noche. Da tus paseos de día, por aquí, alrededor de la manzana. O cuando pueda acompañarte yo, o mi hijo.
ABUELO
(Poniéndose de pie)
Está bien, Amelia. (A la Abuela.) ¿Te das cuenta, Carmen, qué mal debe andar el país para que le roben a un muerto de hambre como yo? Arriesgarse a ir a la cárcel por un bastón que era un palo viejo y por un sombrero amarillento y con agujeros…
ABUELA
(Llevándolo hacia el interior)
Ese reloj te lo regalaron los Vocales de la Corte, en Piura, cuando eras Prefecto. Qué pena, un recuerdo tan bonito. Bueno, tu nieto Belisario te regalará otro, cuando gane su primer pleito…
Salen, seguidos por Amelia. Se oscurece el escenario.
BELISARIO
Mi primer pleito… Tú también soñabas, abuelita. (Se enfurece.) ¿Y qué viene a hacer aquí la abuela? ¿Vas a meter al abuelo Pedro en una historia de amor en la que todavía no hay un beso? No eres capaz de escribirla, Belisario. No sabes escribir, te has pasado la vida escribiendo y cada vez es peor. ¿Por qué, abuelito? Un médico, después de extraer cincuenta apéndices y tajar doscientas amígdalas y de trepanar mil cráneos ya hace esas cosas como jugando ¿no es cierto? ¿Por qué, entonces, después de escribir cincuenta o cien historias sigue siendo tan difícil, tan imposible, como la primera vez? ¡Peor que la primera vez! ¡Mil veces más difícil que la primera vez! ¡Abuelo, abuelita: desaparezcan, no me distraigan, no me interrumpan, no me estorben! ¡Váyanse a la mierda, abuelos! ¡Déjenme escribir mi historia de amor! (Queda meditabundo.) El abuelo hubiera podido ser un personaje de novela. Una vida en el siglo: la ruina lenta, la corrosiva decadencia. Prefecto de Piura en el gobierno constitucional de Bustamante. Antes, introductor del algodón en Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia. Antes todavía, agricultor en Camaná. Y, antes, empleado en una firma inglesa de Arequipa. ¿Pero tú hubieras querido ser abogado y poeta, no abuelito? Eso hubieras sido si no hubiera
muerto tu padre cuando tenías quince años. Por eso te destinaron a la abogacía, Belisario: para retomar la tradición jurídica de la familia. (Por su expresión, se advierte que una idea ha comenzado a insinuarse, en relación con lo que está escribiendo. Coge el lápiz le da vueltas, acomoda sus papeles.) Sí, puede servir. Ven para acá, abuelito, siento haberte mandado a la mierda. Claro que te quiero mucho, claro que eres personaje de cuento. Por eso aparecías siempre en los cuentos de la Mamaé. Tú eras el prototipo de esos especímenes que ella adoraba, esos seres remotos y magníficos como los unicornios y los centauros: los caballeros. (Está escribiendo ahora con interés.) La vida del abuelo no fue nada mítica, sin embargo. Trabajar como una mula, para mantener no sólo a sus hijos sino a la gente que la abuelita Carmen, la mujer más caritativa de la creación, iba recogiendo por el mundo. Hijos de imbéciles que se volaban la cabeza jugando a la ruleta rusa para ganar una apuesta o señoritas casaderas sin padre ni madre, como la Mamaé.
Al iluminarse el escenario, está allí la Señora Carlota. La Mamaé, desde su sillón, la examina con respeto. Se pone de pie y —rejuvenecida— va hacia ella.
MAMAÉ
Buenas tardes, señora Carlota, qué sorpresa. Mis tíos no están, ni Carmencita tampoco. Siéntese, por favor. ¿Le puedo ofrecer una taza de té?
SEÑORA CARLOTA
«Como salida de una acuarela del maestro Modesto Molina.» Eso oí decir de ti en La Alameda, durante la retreta. Es cierto, eres así.
MAMAÉ
Es usted muy amable, señora Carlota.
SEÑORA CARLOTA
El pelo retinto, la piel de porcelana. Las manos bien cuidadas, los pies pequeños. Una muñequita, sí.
MAMAÉ
Por Dios, señora, me hace usted ruborizar. ¿No quiere sentarse? Mis tíos ya no tardarán. Fueron a dar el pésame a…
SEÑORA CARLOTA
Joven, bonita, y, además, una buena herencia en perspectiva ¿no? ¿Es verdad que la hacienda de Moquegua que tenía tu padre está en curatela y que será tuya cuando cumplas la mayoría de edad?
MAMAÉ
¿Por qué me dice esas cosas? ¿Y en ese tono? Habla usted como si me tuviera enojo por algo.
SEÑORA CARLOTA
Enojo no es la palabra, niñita de mírame y no me toques. Lo que te tengo es odio. Te odio con todas mis fuerzas, con toda mi voluntad. Todo este año te he deseado las peores desgracias de la tierra. Que te arrollara el ferrocarril, que la viruela te comiera la cara, que la tuberculosis te agujereara los pulmones. ¡Que te cargara la trampa!
MAMAÉ
¿Pero, qué le he hecho yo, señora Carlota? Si apenas la conozco. ¿Por qué me dice cosas tan horribles ? Y yo que creí que había venido a traerme el regalo de bodas.
SEÑORA CARLOTA
He venido a decirte que Joaquín no te quiere. Que me quiere a mí. Aunque seas más joven. ¡Aunque seas virgencita y soltera! A él no le gustan las miniaturas de filigrana que quiebra el viento. A él le gusto yo. Porque yo sé algo que tú y las señoritas como tú no aprenderán nunca. Yo sé amar. Sé lo que es la pasión. Sé dar y recibir placer. Sí, eso que para ti es una mala palabra: placer.
MAMAÉ
Ha perdido usted el juicio, señora Carlota. Se olvida que…
SEÑORA CARLOTA
¿Que soy casada y con tres hijos? No me olvido. ¡Me importa un bledo! Mi marido, mis hijos, la sociedad de Tacna, el qué dirán, la religión: ¡un bledo! Eso es el amor ¿ves? Estoy dispuesta a todo, pero no a perder al hombre que quiero.
MAMAÉ
Si es como usted dice, si Joaquín la quiere a usted, ¿por qué ha pedido mi mano?
SEÑORA CARLOTA
Por el apellido que tienes, por la hacienda que vas a heredar, porque un oficial tiene que asegurar su futuro. Pero, sobre todo, porque no puede casarse con la mujer que quiere. Se casa contigo por conveniencia. Se resigna a casarse contigo. Óyelo bien: se re–sig–na. Me lo ha dicho así, cien veces. Hoy mismo, hace dos horas. Sí, vengo de estar con Joaquín. Todavía me resuenan en los oídos sus palabras: «Eres la única que sabe hacerme gozar, soldadera». Porque me llama así, cuando me entrego a éclass="underline" «Soldadera», «Mi soldadera».
MAMAÉ
(La escucha hipnotizada)
Señora Carlota, cállese ya. Por favor, le suplico que…
SEÑORA CARLOTA
Te estoy escandalizando, lo sé. Tampoco me importa. He venido para que sepas que no voy a renunciar a Joaquín, aunque se case contigo. Ni él a mí. Vamos a seguir viéndonos a tus espaldas. He venido a decirte cuál será tu vida de casada. Preguntarte cada mañana, cada tarde, si tu marido, en vez de haber ido al cuartel, está haciendo el amor conmigo.