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CÉSAR

(A Agustín)

La verdad es que, quizás, se necesitaría una sirvienta…

AGUSTÍN

Magnífico, hermano. Tomemos una. Eso sí, supongo que la pagarás tú.

CÉSAR

¿A qué vienen esas ironías, Agustín? Sabes que estoy en mala situación.

AGUSTÍN

Entonces no hables de tomar una sirvienta. ¿Sospechas acaso lo que cuesta esta casa? ¿Se te ha ocurrido coger un lápiz y sumar? Alquiler, mercado, agua, luz, baja policía, médicos, remedios, los tres mil a Amelia, etcétera. ¿Cuánto hace? Catorce o quince mil soles al mes. ¿Y cuánto das tú, quejándote como un Jeremías ? ¡Dos mil soles!

Joaquín entra, discreto como un fantasma, vestido con el mismo uniforme del principio. Se sienta junto a la Mamaé.

CÉSAR

¡Esos dos mil soles son para mí un gran esfuerzo !Lo que gano no me alcanza, vivo endeudado y a ti te consta. ¡Son cuatro hijos, Agustín! Este año he tenido que poner a los dos menores en un colegio fiscal, con los cholos y los negros…

MAMAÉ

(Abriendo los ojos)

Con los cholos… O sea que era ahí, todas las tardes, a la hora en que los peones volvían de las haciendas. En el barrio de los cholos y de los negros. En la ranchería de La Mar.

AMELIA

Esos tres mil soles que me das no son para mí, Agustín. Sino para los estudios de Belisario. Yo no me compro ni un pañuelo. Para no causarte más gastos hasta he dejado de fumar.

BELISARIO

(Mirando hacia el público, exagerando)

¿Yo, un empleo? ¡Imposible, mamá! ¿Y los códigos? ¿Los reglamentos? ¿Las constituciones? ¿Los tratados? ¿El derecho escrito y el derecho consuetudinario? ¿No quieres que sea un gran abogado, para que un día los ayude a los abuelos, a ti, a los tíos? ¡Entonces tienes que darme más plata, para libros! Qué cínico podías ser, Belisario.

AGUSTÍN

Pero Belisario podría trabajar medio tiempo, Amelia. Cientos de universitarios lo hacen. Tú sabes que siempre los he ayudado a tu hijo y a ti, desde la estúpida muerte de tu marido. Pero ahora las cosas se han puesto muy difíciles y Belisario es ya un hombre. Deja que le busque un puesto…

CÉSAR

No, Agustín, Amelia tiene razón. Que termine la Universidad. O le pasará lo que a mí. Por ponerme a trabajar dejé los estudios y mira el resultado. Él fue siempre el primero de la clase. Es seguro que llegará lejos. Pero necesita un título, porque hoy…

Su voz se convierte en un susurro, mientras se eleva la voz de la Mamaé.

MAMAÉ

He pasado por esa ranchería muchas veces. Con el tío Menelao y la tía Amelia, yendo hacia el mar. Los negros, los cholos y los indios venían a pedirnos limosna. Metían sus manos en el coche y el tío Menelao decía ¡qué uñas inmundas! A mí me daban miedo. De lejos, La Mar parece bonita, con sus cabañas de paja y sus calles de arena. Pero de cerca es pobre, sucia, apesta y está llena de perros bravos. O sea que se veían ahí.

JOAQUÍN

Sí, ahí. En La Mar. Cada tarde. Nos veíamos y veíamos ponerse el sol.

Sube el rumor del diálogo entre los tres hermanos.

AGUSTÍN

Cada cual tiene sus razones, por supuesto. También tengo las mías. Podría decir: estoy harto de vivir en una pensión, de andar en ómnibus, de no haberme podido casar, porque desde que trabajo la mitad de mi sueldo es para ayudar a los papás, a Amelia, al sobrino. Estoy harto de no poder ir a un buen restaurante, de no tomar vacaciones, de hacer remendar mis ternos. Y como estoy harto ya no doy para esta casa más de dos mil soles al mes. Igual que tú. ¿Qué pasaría entonces con los papás, con la Mamaé, con el futuro genio del foro?

AMELIA

¡No te burles, Agustín! Mi hijo será un gran abogado, sí, y tendrá montones de clientes y ganará fortunas. ¡Y no lo pondré a trabajar, hasta que termine su carrera! Él no será un fracasado y un mediocre.

AGUSTÍN

¿Como yo, quieres decir?

MAMAÉ

O sea que, cada tarde, después de las guardias, mientras yo te esperaba rezando rosario tras rosario para que pasaran más pronto los minutos, ibas donde ella, a La Mar, y le decías cosas ardientes.

JOAQUÍN

Soldadera, amor mío, tienes manos fuertes y a la vez suaves. Pónmelas aquí, en las sienes. He estado montando a caballo toda la mañana y me hierve la sangre. Apriétame un poco, refréscame. Así. Ah, es como si hundiera la cara en un ramo de flores.

BELISARIO

Tú sí que no te hacías ilusiones conmigo, tío Agustín.

CÉSAR

Cállense, no comiencen otra vez. Basta de hacernos mala sangre; todos los días peleamos por lo mismo. Más bien, por qué no consideran lo que les propuse.

AMELIA

Lo he hecho, César. Y estoy dispuesta a aceptarlo. Me oponía, pero ahora ya no.

CÉSAR

Claro, Amelia. Es lo más sensato. (Mira a la Mamaé) Ella está ya afuera de este mundo, ni notará el cambio. Tú, más descansada, podrás ocuparte mejor de los papás. Vivirán más desahogados en esta casa. E, incluso, es probable que la Mamaé esté más contenta que aquí.

Joaquín ha cogido las manos de la Mamaé; las besa, apasionadamente.

JOAQUÍN

Pero, más todavía que tus manos me gusta de ti otra cosa, Carlota.

MAMAÉ

(Con miedo)

¿Qué cosa? ¿Qué es lo que más te gustaba de esa mujer?

AGUSTÍN

O sea, metemos a la Mamaé al Asilo y todo resuelto. Claro, es muy fácil. Porque ustedes piensan en el Asilo privado de San Isidro donde estuvo la tía Augusta. Desde luego que allí no sufriría. Es tan limpio, con enfermeras que cuidan a los viejitos día y noche y los sacan a pasear a los jardines. Hasta les dan cine una vez por semana ¿no es cierto? (Con sarcasmo) ¿Saben ustedes la fortuna que cuesta ese lugar ?

JOAQUÍN

Tu cuello. Deja que lo bese, que sienta su olor. Así, así. Ahora quiero besarte en las orejas, meter mi lengua en esos niditos tibios, mordisquear esas puntitas rosadas. Por eso te quiero, soldadera. Sabes darme placer. No eres como Elvira, una muñequita sin sangre, una boba que cree que el amor consiste en leer los versos de un bobo que se llama Federico Barreto.

AGUSTÍN

La Mamaé no iría al de San Isidro. Iría al Asilo de la Beneficiencia,1 que es gratuito. Y ése, ustedes no lo conocen. Yo, en cambio, me he tomado el trabajo de ir a verlo. Tienen a los viejos en la promiscuidad y la mugre. Casi desnudos. Se los comen los piojos, duermen en el suelo, sobre costales. Y está en el barrio de Santo Cristo, junto al cementerio, de modo que los viejos se pasan el día viendo entierros. ¿Ahí quieren poner a la Mamaé?

MAMAÉ

(Desolada, a punto de llorar)

Todavía no estábamos casados, Joaquín. ¡No podía dejar que me faltaras el respeto! Eso me hubiera rebajado ante tus ojos. Lo hacía por ti, sobre todo. Para que tuvieras una esposa de la que no te avergonzaras.

CÉSAR

¿Y te parece que aquí vive bien la Mamaé? ¿No hueles, Agustín? ¿No dices tú mismo que cada vez que tienes que tomar una taza de leche en esta casa se te revuelve el estómago? Yo no propongo el Asilo por malvado, sino para aliviarte los gastos. Yo la quiero tanto como tú.

MAMAÉ

¿Y qué tenían de malo los versos ? En esa época era así. Una estaba enamorada y leía versos. Así era entre las señoritas y los caballeros, Joaquín. No es verdad que Federico Barreto fuera un bobo. Era un gran poeta. Todas las muchachas de Tacna se morían de envidia cuando me escribió ese verso en el abanico.

AMELIA

(A Agustín)

¿Crees que no tengo sentimientos? Yo la baño, la acuesto, la visto, yo le doy de comer, no te olvides. Pero… tienes razón. No podemos mandar ahí a la Mamaé. Por otra parte, es cierto que la mamá no lo aceptaría nunca.