– ¿El librero? Enséñemelo.
El guardia parecía dudar. Miró a la multitud.
– Debo quedarme aquí -explicó-. Cuando Talak traiga al cadí… -Sus palabras se fueron apagando.
– No estaré mucho rato -dijo Yashim.
Pasó por el lado del guardia y abrió de un empujón la puerta verde que daba al tienducho de Goulandris. Dentro estaba oscuro, el aire cargado. Se percibía un olor metálico. Se apartó de la puerta para hacerse luz y miró a su alrededor. Conocía aquella habitación. Goulandris había comerciado con muchas clases de libros -obras en griego antiguo y moderno, libros religiosos, judíos, rollos imperiales-, pero el viejo lo mismo podría haber estado vendiendo manzanas o babuchas, por lo que sabía de libros. A lo sumo, se podía decir que era capaz de leer y escribir en griego. Valoraba su mercancía -por lo que Yashim podía decir- leyendo la expresión en las caras de sus clientes. En resumen, un hosco y astuto tendero.
Inclinándose hacia delante para ver detrás del mostrador franco, Yashim vio que Goulandris había tasado su último libro.
El cadáver estaba encajado entre el mostrador y un taburete, apretado contra la pared; sus delgados brazos levantados por encima de su cabeza, juntas las muñecas, la cabeza apretada contra sus dobladas rodillas. Había una asombrosa cantidad de oscura y pegajosa sangre manchando el suelo, tal como el guardia había observado, pero su cogote brillaba casi como si fuera blanco a la débil luz. Yashim palpó los brazos del hombre. Estaban completamente fríos. Agarró a Goulandris por su mata de pelo gris con un temblor de prevención, y tiró de su cabeza hacia atrás. Cuando ésta se escapó entre sus brazos, éstos se movieron rígidamente hacia delante, frenados por el rigor de la muerte. Yashim miró hacia abajo y lanzó un gruñido; luego sacó su pañuelo, hizo una bola con él y dio unos toques a la garganta del hombre. Trató de no mirar al único ojo brillante.
El pañuelo salió limpio.
Pero había un montón de sangre en el suelo.
Yashim se quedó rígido durante un momento. La luz se oscurecía y había un hombre en la puerta.
– El cadí está de camino, effendi.
– Eso es bueno. Esto es… competencia suya. Él sabrá qué medidas hay que tomar.
– Pero usted, effendi…
– No, amigo mío. Yo me voy a palacio. No se preocupe -añadió cuando vio que el guardia retrocedía un paso-. Lo ha hecho usted todo bien. Y era todo lo que podía hacer.
Se saludaron llevándose la mano al pecho.
14
Malakian permanecía de pie con ademán inseguro delante de su tienda, un candado en sus manos.
– ¿Goulandris? Increíble. ¿Quién querría matarlo? Era un hombre muy viejo.
– Sabía muy poco sobre libros.
– ¿Muy poco? Eso lo dice usted, effendi. Pero sí, era obstinado. Un viejo y obstinado griego. Es terrible.
Yashim movió negativamente la cabeza. Se acordaba de otro viejo obstinado, su amigo Giorgos, apaleado y dejado por muerto en la calle. Como Goulandris, él también era un comerciante.
– ¿Qué sabe usted sobre la Hetira, Malakian?
Malakian se frotó el borde de una de sus enormes y planas orejas con el índice y el pulgar.
– Pregunte a un griego, effendi. Eso es algo griego. Yo no sabría decirle.
– Pero la palabra significa algo para usted.
Malakian frunció el ceño.
– Ésta es mi tienda, effendi, en el bazar, como siempre. Es barato aquí, sí. En Pera encontrará usted muchas tiendas nuevas… pero Pera es caro.
Yashim movió negativamente la cabeza.
– No comprendo.
– Yo soy un hombre obstinado, como Goulandris. Pero yo no soy griego. De manera que…
– ¿Por qué la Hetira quiere echar a los griegos?
Malakian no dijo nada, pero se encogió de hombros, lentamente.
15
Yashim se detuvo junto al mercado de pescado del Cuerno de Oro. Picado todavía por la indiferencia del francés hacia los dolma que él tan amorosamente había preparado, eligió dos lüfers, dos pejerreyes, el pescado azul que todo Estambul consideraba el mejor. Observó cómo el pescadero les rajaba las panzas y quitaba las entrañas con un giro de su pulgar.
Yashim estaba orgulloso de Estambul… Orgulloso de sus mercados, la cornucopia de frutas y verduras que se vertían en ellos cada día, orgulloso de las ovejas de cola gruesa procedentes de Anatolia que a veces llegaban asustadas y balando a través de las estrechas callejuelas. ¿Qué otra ciudad en el mundo podía ofrecer un pescado que pudiera compararse con la frescura o la variedad que había en el Bosforo, una plétora de pescado que corría directamente a través del corazón de Estambul? Porque, en cualquier estación del año, uno prácticamente podía caminar hasta Uskudar sobre el torrente de pescado que discurría por las calles…
– No lo lave -dijo rápidamente.
El pescado empezaba a deteriorarse a partir del momento en que perdía su viscosa capa protectora.
– Bah, tenemos demasiada poca agua -gruñó el pescadero-. El suministro es escaso otra vez.
Pero fluía. Eso era lo que importaba. A veces, de pie en la colina de Pera y mirando atrás a través del Cuerno de Oro hacia el horizonte familiar de la ciudad, marcado por las grandes cúpulas de las mezquitas de Sinán; o sobrepasando la jungla de edificios -mezquitas, casas, caravanserrallos, iglesias, mercados cubiertos, tiendas- que se alineaban en la costa de Estambul del Cuerno, a veces le parecía increíble a Yashim que la ciudad siguiera funcionando un día tras otro, y no simplemente estallara, o se hiciera pedazos, o como mínimo se sumergiera en una confusión de ovejas baladoras, verduras en putrefacción y hombres gesticulando, vociferando en veinte lenguas distintas, incapaces de avanzar o retirarse a través de las atestadas calles.
No obstante, siempre que Yashim miraba con más atención, a una calle en particular, digamos, quedaba sorprendido por el aire de invisible buen orden que lo mantenía todo y a todo el mundo fluyendo suavemente, como el agua en las tuberías y acueductos. De manera que cuando un hombre era asesinado y otro atacado -ambos comerciantes, ambos griegos- éstos parecían inevitablemente pertenecer a alguna economía oculta de la ciudad, un canal de un comercio cargado de amenaza y brutalidad.
Yashim entregó uno de los pejerreyes a las monjas del hospital.
– ¿Quizás pueda llegarle a él un poco de esto? -preguntó.
La monja sonrió.
– Le sentará bien.
– ¿Y quizás, entonces, si puede comer, pueda hablar… un poco?
Ella rió con los ojos.
– Muy bien, effendi. Si no está dormido, quizás pueda verlo un momento. No más, por favor.
Yashim se inclinó.
Giorgos parecía estar peor que cuando lo había visto por primera vez bajo la filtrada luz subacuática del pabellón del hospital, porque la magulladura del costado de su cabeza había aumentado. Seguía vendado, con un ojo tapado; el otro atisbaba con dificultad a través de unos hinchados, abultados párpados. Su respiración, sin embargo, parecía haberse normalizado.
Yashim se puso de cuclillas junto a su cama.
– Van a darte un poco de pescado. Lüfer.
– Demasiada sopa -dijo Giorgos finalmente.
Su voz era como un crujido.
– Eres un gran hombre, Giorgos. El pescado es sólo el comienzo. Te conseguiremos un poco de buena carne en unos días.
Giorgos emitió un débil sonido silbante entre sus labios. Parecía una especie de risa.
– Duro de cagar -crujió.