Выбрать главу

– Sí, bueno, quizás tengas razón. -Yashim frunció el ceño-. Las monjas sabrán.

Giorgos cerró su único ojo en señal de acuerdo. Yashim se inclinó para acercarse.

– ¿Qué pasó, Giorgos?

– Lo he olvidado -dijo con un suspiro.

– Trata de recordar. Fuiste atacado.

El ojo abrió una rendija.

– Resbalo, me caigo.

Yashim se balanceó hacia atrás sobre sus caderas.

– Giorgos. Fuiste golpeado terriblemente. Casi te mataron.

– No fueron golpes, effendi. Fue un accidente. Me caí por las escaleras.

– ¿De modo que recuerdas eso, verdad?

Los ojos de Giorgos giraron hacia él.

– ¿Quién te empujó, Giorgos?

La rendija se cerró. Nada.

– ¿La Hetira?

Pero su amigo había bajado la persiana de su único ojo bueno. Su hinchado rostro era incapaz de expresar algo.

Giorgos era un hombre orgulloso. Lo suficientemente duro y orgulloso para recibir una paliza… y demasiado orgulloso para hablar, también.

O demasiado asustado.

Yashim tenía una pregunta para la monja cuando salió.

– Sólo su mujer, effendi. Ha venido cada día. Siempre habla. Él es un hombre bueno. Escucha a su mujer.

– ¿Y ella piensa… que fue un accidente?

La monja bajó los ojos y respondió recatadamente:

– No juzgamos a nuestros enfermos, effendi. Sólo tratamos de curarlos.

Ella le lanzó una mirada a Yashim entonces, y éste apartó la cabeza. Murmurando una despedida, encontró su camino hacia la calle, y oyó cerrarse la puerta con pestillo a sus espaldas.

16

Las cejas de la viuda Matalya se fruncían y se desarrugaban mientras ella hacía sus cuentas. Masticaba con sus encías sin dientes, mientras le temblaban los pelos sobre un gran lunar negro de su mejilla. De vez en cuando sus dedos se crispaban. A la viuda Matalya no le importaba, porque estaba dormida.

Soñaba, como de costumbre, con pollos. Había una docena de ellos, leghorn y bantam, escarbando en el polvo del pueblo anatolio donde ella había nacido hacía más de setenta años, y los pollos de su sueño eran exactamente como los pollos que ella había cuidado de joven, cuando sipahi Matalya los había perseguido a través de su patio y los había enviado graznando y aleteando al tejado de su propio gallinero. Sipahi Matalya se la había llevado con él a Estambul, por supuesto, porque él era sólo un sipahi de verano, y habían compartido un muy feliz matrimonio hasta que él murió; pero, ahora que sus hijos habían crecido, ella pensaba muy a menudo en aquellas cuarenta aves. Despierta, se preguntaba quién se las había comido. Dormida, comprobaba que todas estaban a salvo. Era bueno volver a ser joven, con toda aquella vida por delante.

Veintinueve. Treinta. Esparció un poco más de grano y observó cómo las aves lo picoteaban en la tierra. Treinta y una. Treinta y dos. ¿O se había equivocado? El ruido producido por los picos de las aves golpeando el suelo la estaba confundiendo. ¡Cras! ¡Cras! Treinta y dos, treinta y tres.

Los labios dejaron de moverse. Los ojos de la viuda Matalya se abrieron. Con un suspiro se levantó laboriosamente del sofá, se ajustó el pañuelo de la cabeza y se dirigió a la puerta.

– ¿Quién es?

– Soy Yashim, hanum -gritó una voz-. No tengo agua.

La viuda Matalya abrió la puerta.

– Eso es porque el grifo del patio está atorado, effendi. Ha de venir alguien. Hemos de tener paciencia.

– Tengo mi barreño -dijo Yashim-. Iré a buscar un soujee en la calle. ¿Puedo traerle un poco de agua para usted, hanum?

Yashim estuvo fuera durante media hora, y volvió con aire de exasperación.

– No tiene por qué preocuparse del grifo. Pasa en toda la calle -dijo-. Hay mucha agua más allá de la Kara Davut. Tenga, llené su barreño.

– Gracias, effendi. Despediré al hombre si viene. Arreglarán las tuberías y mañana tendremos agua otra vez, inshallah.

– Inshallah, hanum -replicó Yashim.

Era un buen hombre, reflexionó la viuda Matalya, mientras cerraba la puerta.

17

Se comió el lüfer simplemente asado, con un limón exprimido y el pan que había comprado en el panadero libio de vuelta del hammam. Yashim echó los restos por la ventana para los perros, preparó un cazo de té y se retiró a su diván, con la lámpara de petróleo y una novela francesa que le había prestado un amigo de palacio. Le gustaba Balzac. Saboreaba la luz que éste empleaba para iluminar el corazón secreto de París, una ciudad que a menudo había visitado en su imaginación, con todo su engaño y codicia.

Abrió el libro y alisó las páginas. A medida que la brisa de la noche fluía hacia la ciudad, oyó que el edificio crujía al enfriarse, aflojando sus junturas de madera, centímetro a centímetro. Abajo, en la calle, un perro empezó a ladrar, ronca, profundamente, varias veces; entonces desde una ventana protestaron y el perro se calló. Yashim alargó una mano para coger el chal que descansaba a su lado, sobre el diván, y se envolvió los hombros con él. La lámpara proyectaba un constante óvalo de luz amarilla alrededor de las brillantes páginas de su libro. Bajó la cabeza y empezó a leer.

Leyó las primeras líneas rápidamente, con avidez. Ya les había echado una ojeada antes, saboreando la promesa de rostros nuevos y nombres no familiares, así como la aparentemente despreocupada frase inicial a la que Balzac había prestado tanta consideración a fin de crear entre él y su lector aquel sentido de agradable complicidad. Pero cuando llegó al final del párrafo, descubrió que no recordaba nada.

Se rascó el muslo y contempló la página con aire ausente. Al igual que el propio viejo edificio, parecía que le costaba asentarse. Extraños crujidos y detonaciones seguían resonando en las tablas; las escaleras crujían. Había estado leyendo demasiado deprisa.

¿Qué significaba, se preguntó, no recordar nada? Como Giorgos; pensando en otra cosa, pensando en la Hetira, tal vez. Digiriendo los golpes a su orgullo, tratando de aclarar su actitud hacia el miedo.

Yashim, también, estaba pensando en la Hetira. Malakian había reconocido el nombre. Se trataba de algo griego, dijo.

Yashim se frotó los ojos con el pulgar y el índice. Estaba dejándose llevar más de la cuenta por ese asunto.

¿No había hecho ya todo lo que podía por Giorgos? Llevarle comida. Comprobar su estado, como debía hacer un amigo. La muerte de Goulandris era espantosa, sin duda. Pero no era asunto suyo.

Apretó su mano contra el libro, y miró fijamente la primera página, mientras seguía escuchando el sonido de la madera caliente al crujir cuando se encogía por el frío de la noche.

Pensó en el sultán. Desvaneciéndose como la luz. Habían transcurrido meses desde que fuera convocado a palacio. Y Giorgos, o Goulandris… ¿Eran simplemente víctimas de la misma intriga? Como un crujido de las vigas, cuando la luz del sol menguaba.

Yashim levantó la cabeza de pronto y escuchó. Aquel crujido procedente de las escaleras, fuera, había sonado inusualmente fuerte. Pero todo estaba tranquilo. Y entonces oyó, claramente, un suave chirrido que parecía proceder de cerca de su puerta.

Yashim se quitó el chal de los hombros con la mano izquierda y lo envolvió rápidamente en torno de su puño. Su otra mano se cerró sobre un cuchillo que descansaba en la estantería, una sencilla herramienta de hoja recta que a veces usaba para cortar tabaco. Lentamente se deslizó del diván y se puso de pie, tensando las piernas.

Mientras hacía eso, se oyó un arañazo en la puerta. Yashim avanzó, cogió el pomo con su mano izquierda y tiró de él, deslizándose detrás de la puerta mientras ésta se abría de par en par.