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Por un momento, no ocurrió nada. Yashim frotó su pulgar contra la empuñadura del cuchillo y enderezó su espalda contra la pared, mirando de soslayo. Oyó un gemido que sonó casi como una súplica, y un hombre entró tambaleándose por el umbral, arrastrando una maleta de piel tras de sí.

18

El hombre dio unos pasos hacia la lámpara y luego miró a su alrededor frenéticamente, hasta descubrir a Yashim, que lo observaba asombrado desde detrás de la puerta. Por un segundo pareció encogerse.

– ¡Monsieur Yashim! -exclamó con un suspiro-. ¡Cierre la puerta, se lo suplico!

Mientras Yashim así lo hacía, el hombre fue tambaleándose hacia el diván, donde se sentó, pasándose la mano a través del pelo. De no haber sido por el cabello, a Yashim le hubiera costado reconocer a Lefèvre. Éste parecía haberse encogido y tenía un aspecto increíblemente envejecido. Sus negros ojos se movían nerviosamente de un lado a otro, su cara era del color de una almendra pelada y mostraba una incipiente barba.

Yashim dejó el cuchillo a un lado. Lefèvre temblaba sobre el diván, de vez en cuando era presa de una convulsión y los dientes le castañeteaban. Daba la impresión de no saber dónde se encontraba.

Yashim le sirvió un vaso de agua fría como remedio contra el shock, y Lefèvre lo cogió con ambas manos, apretándolo contra su pecho como si pudiera detener sus temblores. Se lo bebió de golpe, mientras sus dientes entrechocaban con el borde.

– Ils me connaient -murmuró-. Me conocen. Me conocen. No tengo ningún lugar adonde ir.

Yashim dirigió su mirada a la maleta. Podría contener cualquier cosa: comida, ropas, un relicario, una alfombrilla. Se preguntó qué libros habría en ella… si no contendría más que biblias antiguas, tratados iluminados, comentarios escritos sobre una vitela birlada a ignorantes monjes, sacerdotes venales, a codiciosos y a crédulos.

– Está usted completamente a salvo aquí -dijo Yashim con calma-. Completamente a salvo.

Lefèvre levantó la cabeza y miró a un lado y a otro de la habitación como un animal asustado.

– ¿Está usted enfermo?

La palabra pareció herir a Lefèvre en lo vivo. Se quedó helado, mirando al espacio. Luego miró fijamente a Yashim.

– Debo salir. Escapar. ¿Me ayudará usted? Un barco extranjero… que no sea griego. -Se estremeció y gimió, y se apretó la mano contra la cara-. No tengo a nadie en quien confiar. ¡Confío en usted! Pero ellos están vigilando. Me conocen. Está muy oscuro. Y húmedo. Nadie los conoce. ¡Por favor, tiene que ayudarme!

Se deslizó del diván y extendió las manos. Yashim levantó la barbilla. Era horrible ver al hombre humillándose, enfebrecido, presa de sus terrores.

– ¿Quiénes son ellos? ¿Qué quiere usted decir?

Lefèvre se retorció las manos, y en su boca se formó un rictus de desesperación.

– ¿Qué ha hecho usted?

Los ojos de Lefèvre parpadearon y oscilaron hacia la maleta, luego se volvieron hacia el rostro de Yashim.

– ¿Cree usted que…? Dios mío, no. No. No.

Anduvo arrastrándose sobre sus rodillas hacia la maleta y quitó las correas con manos temblorosas. De ella salió una colección de ropas viejas, una petaca forrada en piel, algunos libros impresos. Lefèvre los cogió, esparciéndolos alrededor.

– No, monsieur. Confiará usted en mí. Ayúdeme, por favor. No tengo nada. Ni uno.

Yashim apartó la cabeza. Después de lo que Malakian le había contado sobre los métodos de Lefèvre, no se sentía avergonzado de sus sospechas. Pero sí sentía vergüenza por ese hombre que ahora se arrodillaba murmurando entre sus magras pertenencias diseminadas por el suelo.

– Por favor -empezó a decir torpemente-. Por favor, no piense que lo estoy acusando de nada. Le ayudaré, por supuesto. Es usted mi invitado.

Se sorprendió de su propia seguridad. Pero, tal como más tarde recordó, había algo más bien terrible en ser un extranjero en una ciudad donde hasta los muertos pertenecían a alguien. Quizás no eran tan enteramente diferentes, él y aquel francés que no le gustaba.

Lefèvre se agarró a sus palabras con verdadera gratitud.

– No sé qué decir. Ellos saben quién soy yo, sabe, pero usted ¿puede… puede encontrarme un barco?

– Desde luego. Debe usted quedarse aquí, y por la mañana hallaré una manera de hacerle salir. -Había un vínculo entre ellos ahora. No se podía remediar. Tenía que actuar con astucia-. Tiene usted que comer, primero, y dormir. Entonces todo le parecerá mejor.

Yashim se dirigió a su pequeña cocina, y con arroz, azafrán y mantequilla hizo un arroz pilaf in bianco, como dirían los italianos; para calmarlo.

Más tarde, Lefèvre se quedó dormido con las piernas cruzadas. Yashim lo colocó cuidadosamente en una posición recostada, y luego, a falta de algo mejor, se echó en el diván, a su lado. Durante la noche, por dos veces, Lefèvre tuvo pesadillas; se retorcía y se pasaba las manos con excitación por la cara.

Yashim no era supersticioso, pero aquella visión le hizo estremecer.

19

A primera hora de la mañana siguiente, dejando al francés durmiendo en el diván, Yashim se dirigió al Cuerno y cogió un esquife para Gálata, el centro del comercio extranjero. En la oficina del capitán del puerto pidió ver la lista de embarques y la examinó para encontrar un barco adecuado. Había un buque francés de 400 toneladas, La Réunion, que partía para La Valetta y Marsella con carga diversa cuatro días más tarde; pero había también un buque napolitano, el Ca d'Oro, que zarpaba para Palermo, y al que se le habían asignado ya los conocimientos de embarque. El barco italiano sería sin duda más barato; si Lefèvre iba a regresar a Francia, fácilmente podría tomar otro barco en Palermo, de manera que el viaje no sería mucho más largo… Y estaba la indudable ventaja de que el Ca d'Oro podía partir al día siguiente. Yashim no deseaba prolongar la agonía mental del francés ni un momento más de lo necesario.

Encontró al capitán del Ca d'Oro en un pequeño café que daba al Bosforo. Lucía unas espesas cejas negras que se juntaban encima de su nariz y llevaba una sencilla chaqueta de verano que daba la impresión de haber sido confeccionada por la misma persona que había fabricado las velas del barco. La chaqueta estaba sucia, pero las uñas de los dedos del hombre estaban muy limpias cuando le ofreció a Yashim una pipa. Yashim declinó la oferta, pero aceptó un café. Certo, el Ca d'Oro zarparía con la marea a la mañana siguiente, Dios mediante. , había literas. El caballero podía subir a bordo directamente; o esa misma noche, si lo prefería, daba lo mismo. El bote del buque iría arriba y abajo desde el muelle todo el día, trayendo a la tripulación de regreso así como las compras del último momento. O bien uno de los esquifes podría traerlo en cualquier momento.

Le tendió a Yashim un catalejo y le instó a que mirara hacia el barco.

– Lo verá cerca de la costa, signor. Un bergantín de dos mástiles, de popa alta. ¿Viejo? Sí, pero conoce su trabajo, ¡ja, ja! Podría encontrar por sí mismo su camino a Palermo después de todos estos años.

Yashim entrecerró los ojos para mirar por el telescopio y encontró el barco, de baja línea de flotación, con un par de marineros de pie en el combés, y el blanco y oro de Nápoles colgando flácidamente de su popa. Más bien viejo, desde luego, y bastante pequeño; pero, vaya, aquél era el buque que él mismo hubiera tomado, de haber tenido prisa. Y Lefèvre parecía tenerla.

El capitán esparció algunos papeles sobre la mesa.

– La mitad por adelantado, cuarenta piastras, es lo normal. -Tomó algunas notas sobre una gastada hoja de papel-. ¿El nombre de su amigo?

La mente de Yashim se quedó momentáneamente en blanco.

– Lefèvre -tartamudeó finalmente.

– Francese, bene. Tiene todos sus papeles, naturalmente… ¿Pasaporte, certificado de cuarentena?

Yashim respondió que sí, que tenía todos los documentos necesarios. Confiaba en que eso fuera cierto; al menos Lefèvre estaría a bordo y de camino, antes de que se supiera nada al respecto. Lefèvre no era ningún inocente; sabría cuidar de sí mismo.

El capitán escribió el nombre en su hoja y se guardó los papeles doblados en la chaqueta. Yashim se sacó la bolsa del cinto y contó cuarenta piastras de plata sobre la mesa. El capitán cogió dos monedas al azar, las mordió y las devolvió a la pila con un gruñido.

– Servirán -dijo.

Se estrecharon las manos.

– ¿Qué carga lleva?

El italiano sonrió.

– Lo que usted quiera. Arroz. Algodón egipcio. Pimienta. Abejas. Ochenta monedas de plata otomana, espero, ¡y un francés!

Ambos rieron, más bien sin sentido.