– La mitad por adelantado, cuarenta piastras, es lo normal. -Tomó algunas notas sobre una gastada hoja de papel-. ¿El nombre de su amigo?
La mente de Yashim se quedó momentáneamente en blanco.
– Lefèvre -tartamudeó finalmente.
– Francese, bene. Tiene todos sus papeles, naturalmente… ¿Pasaporte, certificado de cuarentena?
Yashim respondió que sí, que tenía todos los documentos necesarios. Confiaba en que eso fuera cierto; al menos Lefèvre estaría a bordo y de camino, antes de que se supiera nada al respecto. Lefèvre no era ningún inocente; sabría cuidar de sí mismo.
El capitán escribió el nombre en su hoja y se guardó los papeles doblados en la chaqueta. Yashim se sacó la bolsa del cinto y contó cuarenta piastras de plata sobre la mesa. El capitán cogió dos monedas al azar, las mordió y las devolvió a la pila con un gruñido.
– Servirán -dijo.
Se estrecharon las manos.
– ¿Qué carga lleva?
El italiano sonrió.
– Lo que usted quiera. Arroz. Algodón egipcio. Pimienta. Abejas. Ochenta monedas de plata otomana, espero, ¡y un francés!
Ambos rieron, más bien sin sentido.
20
El arqueólogo seguía tumbado en el diván cuando Yashim regresó a casa. Levantó la cabeza débilmente al abrirse la puerta, pero parecía haber perdido algo del nerviosismo de la noche anterior. Yashim se puso a hacer café mientras explicaba los preparativos que había hecho.
– ¿Esta noche? Eso es muy pronto. Ca d'Oro… No lo conozco. ¿Se dirige a Francia?
– A Palermo.
– ¿A Palermo? -Lefèvre frunció el ceño-. Ciertamente, eso no es Francia.
– No. Había un buque francés, pero no salía hasta el lunes.
– El lunes. Quizás el barco francés hubiera sido mejor; podría costar una fortuna esperar en Sicilia.
– Bueno, me debe usted cuarenta piastras por la litera. Debe usted pagar la misma cantidad al capitán.
– Pero ¿cuánto costaba la litera del barco francés?
– No lo pregunté. Más caro, desde luego.
– Eso es lo que usted dice -dijo Lefèvre, incorporándose, y hurgándose los dientes con la uña-. ¿Pasa algo con el Ca d'Oro?
– Nada en absoluto. Es más pequeño. Pero sale mañana. Usted quería marcharse, eso es lo que dijo.
– Naturalmente, naturalmente. Pero, enfin, Palermo. -Lefèvre sorbió el aire a través de sus labios semicerrados-. Debería usted haberme despertado.
Yashim dio unos golpecitos con la cafetera contra el borde de la mesa para asentar los posos.
– Estoy confuso -confesó-. Anoche pensé que "tenía usted miedo de alguien. O de algo. -Alargó la mano en busca de las tazas, y encontró la pregunta que hacía rato que revoloteaba en su cabeza-. ¿Se trata de la Hetira?
Lefèvre no dijo nada. Yashim sirvió el café lentamente en dos tazas.
– Pero si lo prefiere, cambiaremos nuestros planes. Es usted mi invitado.
Se produjo un silencio mientras le tendía su taza a Lefèvre. De repente, las manos del francés estaban temblando, tanto que apenas pudo sostener la taza sin derramar la pequeña cantidad de untuoso líquido que contenía. Se la llevó a los labios y fue bebiendo de ella a pequeños sorbos.
– ¿La Hetira? -Su risa tenía un todo agudo-. ¿Por qué la Hetira?
Yashim sorbió su café. Era un buen café, del Brasil; el doble más caro que el arábiga que le servían en los establecimientos públicos. Lo compraba en pequeñas cantidades para las raras ocasiones en que hacía café en casa. A veces simplemente tomaba el tarro y olisqueaba el aroma.
– ¿Porque tengo buen ojo para las antigüedades griegas? -Los ojos de Lefèvre se estrecharon-. Garantizo su supervivencia. A veces he rescatado un objeto de su inminente desintegración. Se sorprendería usted. Piezas únicas, que nadie reconoce… ¿Qué les pasa? Pueden estar rotas o rasgadas o perdidas, haberse mojado, haber sido mordisqueadas por las ratas, destruidas por el fuego. Y yo no puedo cuidar de todas estas cosas bellas por mí mismo, ¿verdad? Claro que no. Pero les encuentro, cómo diría, guardianes. Personas que las cuidan. ¿Y cómo sé que lo van a hacer?
– ¿Cómo?
Lefèvre sonrió. No era una sonrisa amplia.
– Porque pagan -explicó, mientras se frotaba las yemas de los dedos-. Convierto un montón de cosas descuidadas y sin valor en dinero… Y la gente, descubro, es cuidadosa con el dinero. ¿No está usted de acuerdo?
– Lo he observado, en efecto -dijo Yashim.
– Algunas personas captan la idea equivocada. Me consideran un ladrón de tumbas. Quelle bêtise. Saco a la luz tesoros perdidos. Los devuelvo a la vida. Quizás, si no es demasiado decir, puedo a veces restaurar su poder de inspirar a los hombres y hacerlos reflexionar sobre su visión del mundo.
¿Era cierto eso, se preguntó Yashim? ¿O podía ser que Lefèvre -y hombres como él- simplemente erosionaran los cimientos de la cultura de un pueblo, esparciendo lo mejor de ella a los cuatro vientos?
– Ahora me comprende usted un poco mejor, monsieur. -De nuevo aquella sonrisa-. Pero, con todo, haré lo que usted sugiere. Esta noche, en cuanto se haya hecho oscuro, subiré a bordo del Ca d'Oro.
21
Armado con un bastón de Malaca negro y un par de botas de Picadilly, el doctor Millingen cerró cuidadosamente la puerta y descendió por los pocos y bajos escalones a la calle. Durante sus estudios de medicina en Edimburgo se había aficionado a hacer excursiones con otros jóvenes de largos cabellos por páramos y montañas. Habían declamado poesía juntos, admirado el sobrecogedor paisaje, y meditado sobre Adam Smith, Goethe, la tiranía de los príncipes y los efectos a largo plazo de la Revolución francesa. Hoy en día, pese a las protestas de sus amigos y clientes turcos, paseaba, media hora como máximo cada día, creyendo que aquel suave ejercicio mejoraba su circulación y estimulaba su hígado.
Los turcos, por norma, evitaban el ejercicio. Uno de sus clientes le había comentado en una ocasión que él tenía ya a otros para que hicieran ejercicio en su lugar.
Un hogar lleno de sirvientes que le trajeran la pipa, el café o la comida de la noche. Incluso había insinuado, todo lo delicadamente de que fue capaz, que el doctor Millingen estaba cometiendo una injusticia, entrometiéndose en la esfera de otros, al intentar cualquier esfuerzo físico por su cuenta. En cuanto a dar un fatigoso paseo, eso era algo que le ponía en riesgo de ser empujado en la calle, o sufrir una apoplejía; y como de un caballero otomano difícilmente podía esperarse que apareciera en las calles sin su séquito, el enojo sería compartido por su hogar. Excepto tomando una segunda esposa -le gustó a este caballero insistir- no había una forma más fácil de sembrar el caos y el enojo en la casa de un hombre que siguiendo la curiosa prescripción del doctor.
El propio doctor tampoco se lanzaba a esos paseos con excesivo entusiasmo. Aunque con frecuencia eran empinadas e incluso estaban provistas de escaleras, las calles de Pera no eran las colinas de Lammermuir; los deprimentes callejones del puerto difícilmente podían ser comparados con los oscuros senderos de sus amados pinares; y donde el rey de las codornices volaba a ras de tierra por los campos al crepúsculo, o el macho del corzo ladraba imperiosamente a través de las cañadas silvestres, la fauna de Pera, como la del propio Estambul al otro lado del Cuerno, era perezosa, siempre la encontrabas bajo los pies, y tenía pulgas.
El doctor Millingen enfiló la calle, probó su bastón y empezó a caminar.
Nadie podía decir cómo, o incluso por qué, los perros habían venido a Estambul. Algunas personas suponían que habían estado siempre, incluso en la época de los griegos; otras, que habían invadido la ciudad en la época de la Conquista, bajando desde los Balcanes para rondar a través de las devastadas calles y las ruinas de los campos, donde se constituyeron en jaurías y se adueñaron de unos territorios que seguían dominando hasta la actualidad. Pero nadie lo sabía a ciencia cierta. Y a nadie, y de eso el doctor Millingen se había dado cuenta hacía tiempo, le importaba mucho.