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De ninguna raza determinada, pero todos parecidos, esos perros amarillos de áspera piel y cortas patas, grandes mandíbulas y apelmazadas colas curvadas, se pasaban la mayor parte del día tumbados en los callejones, portales y callejuelas del barrio antiguo, con un ojo cerrado y el otro estudiando perezosamente las actividades de la gente a su alrededor. Hacía falta ser un visitante para verlos adecuadamente, y un relativamente reciente residente como el doctor Millingen, versado en los hábitos de la observación científica, para verlos con un ojo forense. Para todos los demás, constituían una parte del tejido de la ciudad, es decir, estaban tan perfectamente integrados en el propio mapa mental de su barrio que, de haber simplemente desaparecido los perros una noche de las calles, la gente hubiera tenido sólo la incómoda impresión de que algo había cambiado; y nueve de cada diez estambuliotas habrían hallado difícil decir qué. Los perros no producían impresión. Casi nunca mordían a un niño, no correteaban por el mercado destruyéndolo todo, ni robaban las salchichas del carnicero. Pasabas por encima de un perro que dormía en un portal; rodeabas un revoltijo de perros diseminados bajo un rayo de sol en medio de la calle; dabas vueltas en la cama cuando los aullidos y ladridos de los perros por la noche aumentaban hasta hacerse intolerables; y nunca reparabas en su existencia.

De vez en cuando, quizás una vez cada cien años, las autoridades caían en la cuenta de la omnipresente molestia de los perros e intentaban acorralarlos; se los llevaban al campo, eran confinados en islas, conducidos -sorprendentemente dóciles- a los bosques de Belgrado, o expulsados por la puerta de Edirne. Pero, o regresaban todos, o simplemente volvían a crecer, como la cola de los lagartos o el musgo, los mismos perros amarillos, sarnosos, esqueléticos, llenos de picaduras de pulgas y cicatrices de las peleas, y con sus propios y definidos territorios. Y a nadie le importaba, tampoco. Como los charcos después de la lluvia, o la sombra, o el ardiente sol a mediodía, estaban simplemente ahí; y buscaban comida en las calles de la ciudad; y las mantenían limpias.

Un sucio mendrugo, un pájaro muerto, restos de verduras, huesos, cortezas, desechos, cáscaras, fruta podrida: no pasaban nada por alto y no rechazaban nada. Podían comer cualquier cosa… incluso zapatos. Pero raramente probaban carne fresca.

El doctor Millingen sugirió en cierta ocasión, durante una consulta con el propio sultán, que, con quinientas okas de la carne de caballo más barata y cinco onzas de arsénico, el sultán podía liberar a sus súbditos metropolitanos de esa interminable molestia, esa raza de perros sarnosos… perros que, tal como él lo entendía, los musulmanes consideraban animales sucios; y el sultán, inclinando la cabeza bruscamente en señal de sorpresa, replicó que suponía que los perros, también, formaban parte de la creación de Dios.

– ¿Acaso no pensaría usted que sería muy bárbaro por mi parte si diera la orden de que todos los médicos ingleses de Estambul fueran acorralados y alimentados con carne envenenada? Pues es lo mismo con los perros.

Al doctor Millingen se le ocurrieron varios argumentos como réplica, pero no quiso discutir al percibir el tono del sultán.

Avanzando a paso vivo por la calle, balanceaba su bastón de un lado al otro y miraba con sospecha a los perros amarillos; éstos simplemente bostezaban, o se rascaban las pulgas, y fingían no reparar en el doctor Millingen.

22

Venecia y Estambuclass="underline" el cliente y el proveedor. Durante siglos, las dos ciudades estuvieron unidas en el comercio y la guerra, maniobrando para obtener una posición ventajosa en el Mediterráneo oriental. Estambul tenía muchas caras, pero una de ellas, como en el caso de Venecia, estaba vuelta hacia el mar. Como Venecia también, las vías públicas más importantes eran vías acuáticas; la gente estaba siempre pasando de la ciudad a Uskudar, de Uskudar a Pera, y de Pera nuevamente a la ciudad, a través del Cuerno de Oro. Las famosas góndolas de Venecia no eran más importantes para la vida en la laguna que los esquifes para la gente de Estambul, y aunque la góndola veneciana tenía sus defensores, la mayor parte de la gente hubiera convenido en que el esquife era superior en cuanto a elegancia y velocidad. Incluso después del crepúsculo los esquifes pululaban por los embarcaderos como escarabajos de agua.

– Olvidémonos del bote del barco -dijo Lefèvre con calma-. Es mejor que yo salga desde aquí, sin ser observado. Gálata es toda ojos.

Salieron del apartamento de Yashim después de anochecido, moviéndose silenciosamente a pie a través de las desiertas calles. Lefèvre cargaba con la maleta que aparentemente contenía todas sus posesiones. Las estrechas calles de Fener estaban silenciosas y oscuras, pero Yashim conducía a su compañero a través de ellas simplemente por instinto, haciendo una pausa de vez en cuando para mirar al otro lado de una esquina, o para posar su mano suavemente sobre el hombro del francés. En una ocasión un perrazo gruñó en la oscuridad, pero hasta que llegaron al embarcadero no se encontraron con ningún signo de vida, la ciudad podría haber estado deshabitada.

En el embarcadero, Pera centelleaba más allá de las negras aguas del Cuerno de Oro. Los faroles se balanceaban suavemente en las rodas de los esquifes amarrados al muelle, donde un puñado de barqueros griegos estaba sentado entre maromas, nasas y redes, murmurando y fumando unas pipas que brillaban en la oscuridad. Más abajo, por el Cuerno, algunos barcos flotaban anclados, con faroles en sus proas. El agua rompía oscuramente contra los pilotes donde estaban amarrados los botes.

Un barquero se levantó con felina agilidad y se adelantó.

– ¿El Ca d'Oro? Conozco el barco. Está anclado más allá de la punta. ¿Van los dos?

Yashim explicó que se trataba de un solo pasajero y fijó el precio. Se estrecharon las manos con Lefèvre y observó cómo se instalaba en el fondo del bote, la maleta sobre sus rodillas. Entonces el barquero vació su pipa con unos golpecitos, subió a la popa de la pequeña embarcación y con un rápido y hábil movimiento de muñeca empujó el débil esquife hacia la oscuridad.

Yashim levantó una mano en señal de despedida, seguro de que el francés le distinguiría recortado contra las bajas luces del embarcadero. Pensó en su amigo Palieski. Le encantaría esa historia. Y más aún saber que ninguno de ellos tendría que volver ver a Lefèvre jamás.

Sonrió para sí. La luz del esquife se había fundido en la oscuridad, de manera que bajó la mano, se dio la vuelta e inició el regreso a casa.

23

Bloqueadas en un ángulo sólo lo bastante ancho para permitir el paso de un visitante a pie, las puertas de entrada de carruajes de la residencia del embajador polaco estaban oxidadas por sus goznes y los escudos de armas se iban desconchando. Parecía una imagen cargada de significado, incluso una imagen de la misma Polonia. Estas puertas no se habían abierto para recibir un carruaje desde el siglo XVIII, cuando Polonia sucumbió a las ambiciones territoriales de sus codiciosos y más poderosos vecinos. Una guardia jenízara había sido antaño apostada ante sus puertas, pero los jenízaros habían sido brutalmente aniquilados en 1826, y posteriormente nadie pensó en reemplazar a los centinelas. Los visitantes, de hecho, eran contadísimos.

Entrando por la puerta, Yashim se sorprendió de encontrarse silenciosamente detenido por un centinela, que se alzaba con los brazos cruzados, bloqueándole el camino. Era pequeño para aquella tarea, y tenía la cara sucia; sostenía un bastón cruzado contra su pecho y una expresión en sus ojos que no admitía ninguna oposición.