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Yashim se inclinó cortésmente.

– Me llamo Yashim. ¿Está Su Excelencia el embajador en casa?

El pequeño centinela se llevó el arma al hombro, giró bruscamente sobre sus desnudos talones y caminó con rigidez hacia la puerta principal, donde ocupó una posición al pie de las escaleras. Yashim pasó por su lado haciendo un gesto de asentimiento con la cabeza. En lo alto de las escaleras, empujó la puerta, que se abrió con un crujido.

– No se moleste en llamar, maldita sea -dijo una voz desde el oscuro vestíbulo-. Simplemente empuje.

Yashim obedeció. Stanislaw Palieski, embajador polaco ante la Sublime Puerta, estaba apoyado en la barandilla del piso de arriba, agitando un brazo en irónico saludo.

– ¡Oh… eres tú, Yashim! Está bien. Entra. Desde que perdí la llave no dejo de encontrar montones de extranjeros vagando por la casa.

– Yo creía que estabas bastante bien guardado.

– ¿Guardado? Supongo que te refieres a los Xani. Sí… sí. El muchachito constituye una promesa. Y eso es más de lo que puedo decir por lo que se refiere a su padre. Sube.

Yashim siguió a su viejo amigo a la sala de estar, donde pidieron té. Yashim puso sus pies sobre uno de los andrajosos sillones de piel del embajador, mientras Palieski se dedicaba a recorrer la habitación arriba y abajo, entre las desordenadas estanterías y el retrato del rey Jan Sobieski. Marta llegó con una bandeja, y Palieski asintió con gesto distraído. Yashim sirvió el té.

Cuando Marta se hubo ido, Palieski se dio la vuelta y dijo:

– ¿Qué piensas de Marta, Yashim?

Yashim levantó una ceja.

– ¿Marta?

– Mi ama de llaves.

– Sé quién es Marta, Palieski. Hace años que la conozco.

– Sí. Sí, naturalmente. Bueno, estoy un poco preocupado por ella.

– ¿Crees que está enferma?

– ¿Enferma? No, no lo creo. Es sólo que hay algo… Ha empezado a… Oh, no lo sé, Yashim, pero se ha vuelto un poco extraña. Está como ida la mitad del tiempo. Doblo una esquina y me la encuentro apoyada en una escoba, mirando al vacío. Y llorando.

– ¿Llorando?

– Rompe a llorar. Le pregunto algo, y se pone toda roja y sale disparada como una flecha. El hecho es, Yash, que estoy empezando a pensar que no es feliz.

– Entiendo.

– ¿Crees que es porque hizo venir a los Xani?

– ¿La familia del cobertizo? Sí, como compañía. Podrías tener razón.

Palieski parecía dubitativo.

– No puedo decir que sirvan mucho de compañía. La señora Xani parece pasarse el día dentro, limpiando el cobertizo, y los niños jugueteando en el patio. Hay uno que no habla, por alguna razón. No creo que sea mudo, sólo que no quiere hablar. Es más bien extraño. Pero Marta parece estar muy encariñada con los niños, así que no me quejo. Fue idea suya traerlos. Ponerles un techo sobre la cabeza. A la pequeña le gusta ayudar a cocinar.

– ¿Y qué pasa con el padre?

– Llegó, todo gratitud y sonrisas. Luego fue y se afilió al gremio de guardianes del agua. Se convirtió en un su yolcu. Y al diablo todas esas pequeñas reparaciones que iba a hacer.

– ¿Xani se unió a los guardianes? Pensaba que uno tenía que nacer dentro del gremio.

Palieski movió negativamente la cabeza.

– Como norma, eso es cierto. Pero si un guardián muere sin tener un sucesor, dejan que alguien compre su puesto. Mientras sea albanés, claro. Supongo que tenía un primo o alguien para proponerlo. Pero, bueno, basta de Xani -añadió agitando una mano.

Parecía haberse olvidado de Marta por el momento, de manera que Yashim, en su lugar, le contó la misteriosa llegada -y partida- de Lefèvre.

– ¿Y las cuarenta piastras? -Palieski arqueó las cejas-. No creo que las vuelvas a ver. Realmente, Yashim, deberías haber hecho que ese sinvergüenza pagara.

Yashim suspiró.

– Lo intenté.

– Pero no muy firmemente.

– No. No con mucha firmeza. -¿Cómo podía explicar a su amigo que la visión de la patética maleta de Lefèvre lo había cambiado todo?-. Lo considero un impuesto. La ciudad está mejor sin un hombre como Lefèvre correteando por ella.

Palieski asintió.

– Me pregunto qué consiguió llevarse esta vez -dijo.

Yashim volvió la cabeza y miró por la ventana. El cielo estaba azul y hacía una pizca de calor. Las hojas de glicinia producían un sonido susurrante al chocar contra el marco de la ventana, y un pajarillo se balanceaba sobre una ramita, acicalándose el plumaje con nerviosas sacudidas.

– No tenía nada, por lo que pude ver -dijo con calma.

Palieski lanzó un bufido.

– Eso es lo que tú dices. Se me ocurre la idea de subir a comprobar si están las malditas cabezas. Probablemente hizo que el barquero lo dejara en alguna parte. Me pregunto a qué vino, de todas formas.

– Mmm -murmuró Yashim-. Libros, supongo. Viejos manuscritos.

– ¿Libros viejos? Eso difícilmente explicaría su canguelo. Creo que debe de haber andado a la caza de algo mayor que eso, y ellos mandaron los matones contra él. ¿Qué pasa?

Yashim había mirado a su alrededor de repente, frunciendo el entrecejo.

– Ocurrió una cosa extraña mientras yo venía esta mañana. El capitán del Ca d'Oro, lo vi delante del mercado de pescado. Pensé que era él. Fue sólo un vislumbre, y lo perdí entre la multitud.

– ¿Se ha retrasado la salida?

– No; lo comprobé. El Ca d'Oro ha partido.

Palieski juntó las yemas de sus dedos.

– Bueno, ya sabes cómo es Pera estos días. Hay más italianos que en el funeral de un organillero. Más de todas partes. La mitad de ellos, extranjeros, y la otra mitad, griegos fingiendo serlo.

Yashim sonrió. Veinticinco años antes, cuando Palieski llegó por primera vez para ocupar su puesto, los extranjeros eran escasos incluso en Pera. Hoy en día, las calles estaban llenas de ellos. Marineros, sastres, tenderos, sombrereros, agentes de transporte, viejos soldados e incluso curas protestantes. Ser un extranjero no significaba ya mucho. Muchos de ellos eran la hez de los puertos mediterráneos, hombres cuyo pasado no soportaría ningún examen. Llegaban aquí para poner en práctica sus trucos y engaños sin el más pequeño temor de ser pillados. El Mediterráneo era como una bolsa y Pera la costura del fondo, donde se acumulaban el polvo y la pelusa.

Siglos atrás, los otomanos habían permitido que los embajadores extranjeros juzgaran y sentenciaran a sus nacionales -un marinero errante, un criado ladrón- con la inteligente creencia de que los extranjeros se comprendían mejor mutuamente de lo que ellos lo podían hacer. Tampoco querían a infieles de otros países atascando los engranajes de la justicia otomana. Pero ahora que había tantos extranjeros en la ciudad, la situación se había escapado de las manos. Muchas de las personas que pretendían derechos extraterritoriales apenas si eran extranjeros… Ingleses de origen griego, por ejemplo, cuyos papeles estaban en orden, pero que nunca habían estado más cerca de Inglaterra que los muelles de Estambul; naturales de Corfú que reclamaban la protección del embajador francés, sin hablar una palabra de ese idioma; griegos de las islas que ondeaban los colores de los Países Bajos en unos barcos que nunca habían viajado más allá del Adriático. La mitad de la flota nativa en aguas otomanas estaba formalmente fuera de la jurisdicción otomana. Y casi carecía de sentido esperar que el embajador británico se sentara a juzgar a algún asesino maltés que agitaba los papeles de su nueva nacionalidad ante la policía otomana; los británicos ni siquiera tenían un calabozo en el recinto de su embajada.

– Estoy seguro de que podemos encontrar una docena de italianos que se parecen a tu capitán vagando por las calles en este mismo momento -estaba diciendo Palieski-. Será eso, o que los armadores tuvieron que reemplazarlo en el último momento.