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Luego abrió la puerta, cerrándola de golpe a sus espaldas.

El problema con los niños a los que se dice exactamente lo que deben hacer y lo que no, reflexionó Yashim, es que crecen incapaces de pensar por sí mismos.

26

El vigilante nocturno que patrullaba por las calles de Pera estaba acostumbrado al ladrido de los perros. Cuando se aproximaba, a la débil luz de su balanceante lámpara, los sarnosos animales se alzaban penosamente de las sombras, de los portales y bordillos, y su protesta ritual proseguía mucho después de que él hubiera pasado. Era una cuestión de forma, sin importancia: una irreflexiva ceremonia que hacía mucho tiempo que había dejado de tener significado tanto para los perros como para el vigilante.

De manera que eso fue lo que le sorprendió cuando giró para entrar en la calle y pasar por delante de la embajada francesa: el silencio. Por unos momentos se quedó inmóvil, rascándose la cabeza, mientras la linterna se balanceaba al extremo de un bastón lanzando un tenue y oscilante rayo amarillo a un lado y a otro de la calle sin empedrar.

Luego, a través del silencio, oyó un suave sonido de succión y desgarro. Levantó su linterna y atisbo en la oscuridad.

27

Estambul no era una ciudad madrugadora; solamente los devotos, estimulados por sus almuecines, eran conscientes del alba cuando ésta empezaba a deslizarse desde las montañas detrás de Uskudar. El doctor Millingen, que aquel día iba a ser convocado por la embajada francesa, estaba dormido, respirando pesadamente y soñando con Atenas. Cerca de allí, en la residencia polaca, Stanislaw Palieski roncaba entre sus almohadas, ataviado con un grueso y viejo batín. En el Bosforo, el sultán dormía, su mejilla aplastada contra el pecho de una odalisca circasiana: la mujer estaba resistiendo imperturbablemente la tentación de quedarse dormida, porque, si tenía un solo fallo, ése era roncar con la boca abierta. En el Cuerno de Oro, madame Mavrogordato estaba también despierta, haciendo un esfuerzo por interpretar los movimientos nerviosos de su marido. Yashim dormía silenciosamente, medio vestido, tapado con una vieja capa. Malakian estaba dormido; Giorgos, el tendero, estaba vagando por algún lugar entre los dos estados.

Auguste Boyer, chargé d'affaires en la embajada francesa, estaba despierto, vestido y asomado por la ventana de la planta baja al patio, secándose un resto de vómito de la barbilla con un pañuelo adornado con encajes. El vómito era pequeño y olía a bilis y a café. Sintió náuseas nuevamente: se le revolvió el estómago y un hilillo de baba le cayó de los labios a los secos adoquines que había bajo la ventana.

– Vuelve a poner en su sitio la sábana -dijo débilmente. Se oyó el sonido de la sábana al subir, y Boyer se dio la vuelta con el pañuelo sobre la boca-. Envía a buscar al doctor Millingen. Y tú puedes llevar la maleta a mi despacho.

Manteniendo con firmeza sus ojos fijos en la puerta y el pañuelo en su lugar, salió tambaleándose de la habitación. El ordenanza, un hombre de mediana edad, dirigió su mirada una vez más a la sábana manchada de sangre, observando cómo las manchas se volvían otra vez brillantes por el contacto con las heridas del muerto, luego se inclinó rígidamente y cogió la maleta de piel. Aquel Boyer era sólo un crío, estaba pensando. Deberías haber estado allí con el emperador, en Waterloo. La Gloire! No, la gloria no. Más bien una estrecha relación con la muerte.

Cerró la puerta, hizo la señal de la cruz con un movimiento reflejo y fue a buscar al criado.

28

Un par de guantes de algodón blancos cayeron bruscamente sobre su mesa, haciendo tintinear la taza de café. Yashim alargó una mano y levantó la mirada para descubrir a Palieski de pie ante él.

– ¡Mi querido amigo! Toma asiento. -Yashim hizo una señal al propietario del establecimiento-. Un café. No, que sean dos. -Frunció el ceño-. ¿Estás enfermo?

– Me he sentido mejor otras veces -dijo el embajador con una voz tan grave que era casi un murmullo-. ¿Los dos cafés son para mí? Bien.

Sería una exageración decir que el color regresó a las mejillas de Palieski mientras se bebía el café, porque aquéllas siguieron pareciendo exangües; pero cuando a continuación habló, su voz era más firme.

– Extrañas noticias, Yashim. Acabo de llegar de la embajada francesa. El vigilante nocturno encontró un cuerpo anoche, casi ante la puerta. Es uno de los suyos…

– Cuán extraordinario.

Palieski giró la cabeza e hizo una señal al dueño del café.

– Me temo que no te va a gustar. Se trata de Lefèvre.

Yashim lo miró sin expresión.

– No puede ser.

Palieski se encogió de hombros.

– Me temo que es así. La embajada necesita de tu ayuda para tratar con la Puerta -dijo-. Lefèvre era ciudadano francés, de modo que técnicamente es responsabilidad suya. Pero las autoridades tienen que ser informadas, y el embajador está preocupado porque ninguno de los dragomanes de la embajada sabe de qué va el asunto. Y tampoco desea tener a demasiadas personas involucradas. El cuerpo está hecho una asquerosidad, aparentemente.

– Pero yo vi marchar a Lefèvre -insistió Yashim.

Palieski le ignoró.

– El doctor Millingen llevará a cabo una investigación, supongo. A quién vio, dónde estuvo, ese tipo de cosas. Querrán que estés allí para eso. Quizás seas tú la última persona que lo vio vivo.

– Tomó un bote directamente para el barco -dijo Yashim.

Palieski se encogió de hombros.

– Nada estaba muy claro en Lefèvre. El embajador francés cree que yo me las sé arreglar muy bien. Me llamó a una hora infernal esta mañana para pedirme consejo. Yo le sugerí tu nombre.

Yashim dijo lentamente:

– Le debo algo a Lefèvre. Era débil, pero…

Palieski asintió.

– Él confiaba en ti. Lo siento, Yash.

29

La impresión de Auguste Boyer de que los turcos eran una raza insensible se vio confirmada por la fría inspección de Yashim de lo que quedaba del cuerpo de Lefèvre. La cara había sido lavada y ahora ofrecía una vista más terrible aún que al principio, cubierta de sangre y jirones de carne. El turco, observó Boyer, la estudió con una paciencia que era casi obscena; en un momento dado, cogió la cabeza por las orejas y le dio la vuelta de manera que los horriblemente expuestos globos oculares se fijaron en el propio Boyer, sobre una sonriente fila de ensangrentados dientes. Cuando Boyer retrocedió, Yashim se dedicó a examinar las manos y los pies del cadáver, que parecían vivos comparados con el destrozado cuerpo al que estaban unidos. Fue el ordenanza, con un gesto, quien sugirió que a Yashim podía gustarle ver el cadáver entero. Incluso entonces, examinando la espantosa carnicería, el turco se limitó a apretar los labios.

– El buen doctor… -sugirió Yashim enderezándose.

– El doctor Millingen no tardará -dijo Boyer rápidamente.

«Y -pensó- mejor que sea así.» Quería dejar aquel horror urgentemente en las manos de un profesional competente.

– Es extraño, la manera en que los perros buscan el rostro -musitó Yashim-. Demasiado al descubierto, imagino. La nariz desaparecida, la barbilla arrancada. Pero no han tocado para nada las orejas.

Boyer sintió que volvían sus náuseas. Yashim le siguió fuera de la habitación, quedándose de pie a su lado cuando comprendió que Boyer estaba conteniendo sus arcadas con un pañuelo.

– No puedo comprender del todo por qué trajeron el cuerpo a la embajada -dijo Yashim, tras una conveniente pausa.

Boyer señaló con gesto lamentable una maleta de piel.

– Los vigilantes encontraron eso con… con el cuerpo. Como dije, sus restos estaban debajo de algunas planchas y vigas, en una obra, aquí cerca, al doblar la esquina. Los perros… -Sus palabras volvieron a apagarse-. Las cosas de la maleta estaban esparcidas por todas partes. Supongo que el asesino estaba buscando dinero. De todas formas, el vigilante reconoció la escritura extranjera. No podía saber que estaba en francés, desde luego. Supongo que piensa que todos somos lo mismo, y éramos los que estábamos más cerca.