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Amigos poderosos lo dejarían en la estacada. No era una cuestión de elección, sino de supervivencia. Personas que habían dependido de él -tal como había hecho el pobre Lefèvre- necesitarían un nuevo protector.

En el subconsciente de Yashim flotaba la idea de que Palieski le había llevado a una trampa. No alentaba la idea, pero permitía que le aliviara un poco de la tristeza que sentía.

Yashim se llevó la mano a la cabeza. Había sido demasiado lento: demasiado lento en salvar una vida, demasiado lento en rescatar su propia reputación; ahora los tropiezos de Palieski le habían costado su espacio para maniobrar.

¿Cuánto tiempo necesitaría el embajador para hacer su informe? Unos días a lo sumo.

Unos pocos días, entonces, era todo lo que tenía para encontrar a los asesinos y salvarse él mismo.

31

El embajador francés no daba especial importancia a los hechos. Un hombre había sido asesinado, un francés de poca importancia; era deber suyo hacer un informe a las autoridades de Estambul. Quizás el caballero otomano, el amigo de Palieski, sabía más de lo que decía; quizás incluso era responsable. Pera se estaba volviendo más peligroso cada día: ahí estaba la cosa. Uno debía tener más cuidado.

De manera que el embajador no se detuvo a reflexionar, como Yashim hacía, que su resumen no encajaba bien con la verdad. Lefèvre, el capitán y Yashim: los tres habían sabido, por anticipado, dónde había que buscar a Lefèvre aquella noche. Pero cualquiera capaz de examinar el manifiesto del barco lo habría sabido también; así como los barqueros de los esquifes, que lo vieron partir.

Yashim se instaló en el fondo de un bote. El barquero lo desatracó con un golpe de su largo remo.

– ¿Adónde, effendi?

– A Fener Kapi -dijo Yashim.

El embarcadero de Fener. El barquero asintió. Era griego, y a los griegos les gustaba ir a Fener.

Durante cientos de años, Fener había sido la sede del patriarca ortodoxo, el alma del Estambul griego. En una ciudad donde se mezclaban diversas razas y fes, el Patriarca constituía un vínculo con los siglos anteriores a la conquista otomana, cuando Constantinopla se alzaba en el centro del mundo cristiano. Revestidos durante mil años con la insignia de la Iglesia, los emperadores bizantinos se habían comportado orgullosamente como los gobernantes ungidos por Dios sobre la tierra, más grandes que papas o patriarcas, rodeados de una incesante rutina de plegaria y ostentación… interrumpida solamente por la usurpación, la traición, la muerte violenta, los golpes palaciegos, los asesinatos y las maniobras políticas llevadas a cabo por los tiranos en todas partes.

Desgastados escalones conducían hasta una abollada puerta que había visto muchas cosas desde que el último emperador de Bizancio desapareciera con sus borceguíes color púrpura, mientras las tropas otomanas entraban en tropel a través de los muros de su desolada ciudad. Detrás de aquella puerta se encontraba la pieza central del complejo mosaico de la fe ortodoxa, que se extendía desde los desiertos de la Mesopotamia y los fondeaderos del Egeo hasta las montañas de los Balcanes y a lo largo de los acantilados de basalto del mar Negro. Todo eso era lo que quedaba del poder y la gloria de la segunda Roma, la ciudad de Constantino y Justiniano; todo eso había sobrevivido a la batalla de iconoclastas e iconodulos, la traición de los latinos y las proezas guerreras de los turcos.

Yashim contempló la gran puerta, luego avanzó a lo largo de la calle hasta otra puerta más pequeña que durante los últimos diecisiete años había servido de entrada principal para el Patriarca. La gran puerta había sido sellada como señal de respeto hacia el Patriarca Bartolomé, ahorcado en su dintel por orden del sultán durante los disturbios griegos de 1821.

En la entrada pidió ver al archimandrita.

Grigor se encontraba en su despacho privado. Era un hombre gordo de gran barba ataviado con un capote negro.

– ¡Yashim, el ángel!

Grigor abrió los brazos de par en par a través de la mesa donde se amontonaban paquetes y papeles atados con cinta púrpura.

Lo del ángel era una pequeña broma de Grigor; y no era algo que a Yashim le agradara particularmente. Como Grigor había explicado en una ocasión, la iconografía bizantina representaba a los ángeles como eunucos. Los ángeles se encontraban en el umbral entre los hombres y Dios; los eunucos, entre los hombres… y las mujeres. Ambos eran intermediarios, dedicados a servir.

– Tienes buen aspecto, Grigor -dijo Yashim.

– Estoy gordo, y feo, y tú lo sabes, Yashim. Pero, afortunadamente, todos somos uno a los ojos de Dios.

Muchos años atrás, él y Yashim habían trabajado para el mismo dueño, la principesca familia fanariota de los Ypsilanti. Grigor, un par de años mayor, se había creído en la obligación de mofarse del provincianismo de Yashim, mandándolo a recados estúpidos y atormentándolo con salaces detalles de sus conquistas. Esas obscenas historias, por encima de todo, habían herido en lo vivo a Yashim.

Un día Grigor había ido demasiado lejos. Yashim se arremangó, y lucharon por toda la cocina y el patio. «Ya era hora de que alguien le diera una lección a ese pequeño mocoso», dijo el encargado de la cuadra, mientras conducía a Yashim arriba, a enfrentarse con Ypsilanti.

Pero después de aquello, se habían comprendido mutuamente. Se habían convertido, en cierto sentido, en amigos. Cuando el Patriarca fue ahorcado y estallaron disturbios en las calles, Yashim ayudó a Grigor a escapar de la ciudad.

– ¿Tomarás café con nosotros? -Grigor hizo sonar una campanilla-. La escuela está prosperando -añadió.

– Me alegro.

Había habido alguna dificultad, dos años antes, para ampliar la escuela griega, y Yashim había ayudado a limar asperezas.

Charlaron durante unos minutos, bebiendo su café, bordeando temas delicados. Finalmente el sacerdote devolvió su taza vacía al platillo.

– Qué bien volver a verte. Volver a charlar.

Yashim hizo una inspiración.

– ¿Has oído los rumores sobre el sultán?

Grigor apoyó la barbilla en la mano, como tapándose la boca.

– Está muy enfermo.

– Así lo tengo entendido. Sería un hombre viejo quien pudiera recordar la última vez que un sultán murió de esta manera. Selim fue asesinado en Topkapi.

– Y Mahmut era sólo un niño. Ha reinado durante mucho tiempo.

– Reinado, pero no gobernado. Estuvo bajo el control de los jenízaros, su propio ejército, durante casi veinte años.

Grigor frunció el entrecejo.

– ¿Así que no debería rendir cuentas sobre lo que sucedió antes de que destruyera a los jenízaros? ¿El asesinato del Patriarca Bartolomé no debe recaer en él?

Yashim decidió ignorar esto.

– Hay un ambiente en la ciudad que yo nunca había conocido antes, Grigor. Fíjate en el dinero. El sultán se está muriendo poco a poco, y la gente tiene miedo del dinero. Su valor se hunde cada día más.

– Soy un cura, no un banquero.

Yashim volvió la cabeza y miró por la ventana.

– Lo cito como un ejemplo -dijo lentamente-. En otros tiempos, la muerte del sultán detenía los relojes. Sólo el hijo que podía librarse de los jenízaros comprándolos, apoderarse del tesoro y ganar el apoyo de los hombres santos, ocupaba su lugar.

– Un arreglo bárbaro -dijo Grigor.

– Cuando los jenízaros mataron a Selim, se hicieron con el poder antes de que nadie pudiera reaccionar.

Pero la enfermedad de Mahmut arroja una sombra sobre Estambul.

Grigor lanzó un suspiro.

– En aquellos años, cuando me ayudaste a escapar de aquí, estuve vagando por los monasterios de Bulgaria. Mi vida cambió. Y volví. ¿Sabes por qué?

– Para unirte a la iglesia -dijo Yashim.

– Para unirme a la iglesia -repitió Grigor, asintiendo con la cabeza-. Por supuesto. -Hizo una pausa-. Volví, Yashim, porque ésta es mi ciudad. Nosotros, los griegos, no la gobernamos, lo reconozco. Pero ella sí nos gobierna a nosotros. Para mí, esta ciudad no es un recuerdo de lo que fuimos. ¿Una ciudad del arte? ¡Bah! ¿El lugar donde triunfamos durante un milenio, sobre los bárbaros, sobre el Papa de Roma, sobre nuestros enemigos, hasta el último?