Apretó los labios, tenía una mirada pensativa.
– No buscamos batallas. Nuestra preocupación es el espíritu, y el misterio de la vida. Quien gobierne carece de importancia para nosotros. Obedecemos a un emperador. Obedecemos a un sultán. Éste es el orden dictado por Dios, en el mundo material, y el Redentor nos instruye para que establezcamos la paz con este orden. Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Está en la Biblia.
Yashim inclinó la cabeza cortésmente.
– De hecho -continuó Grigor-, antes de la conquista turca, teníamos un dicho: «Es mejor el turbante del sultán que la mitra del obispo.» Cualquier cosa menos el Papa de Roma. Vosotros, los turcos, sois simplemente los vigilantes de Constantinopla.
Se echó hacia delante, su larga barba rozando la mesa.
– Es griega porque su gente es griega. Porque es el escenario de nuestros triunfos… y de todos nuestros sufrimientos, también.
Cortó el aire con un dedo regordete.
– En esta ciudad la fe griega ha experimentado sus más profundas humillaciones. La pérdida de nuestra cristiandad occidental (Roma, Rávena, todo eso) terminó con el Gran Cisma, aquí mismo, en la iglesia de la Santa Sabiduría, Santa Sofía. Luego se produjo el saqueo de la ciudad por los cruzados, en 1204: durante sesenta años soportamos el dominio de los herejes. La caída de la ciudad en 1453, y la muerte del emperador dentro de sus muros. Un catálogo entero. Hemos sufrido la pérdida de nuestras iglesias, la furia de las turbas, la muerte de nuestro patriarca… Ah, sí, hemos comprado esta ciudad con nuestra sangre, y sobrevivimos. Constantinopla es (diría sin que en ello haya blasfemia) nuestro Gólgota.
Levantó las manos, los dedos extendidos.
– Ahora, quizás, tú puedas comprender lo que quiero decir.
Yashim permanecía sentado, muy rígido. Estaba impresionado.
Pero había venido para algo más.
– Háblame de la Hetira, Grigor.
Una sombra se deslizó por la cara del archimandrita.
– No sé quiénes son: una hidra de muchas cabezas, posiblemente. No tienen nada que ver con nosotros… Pero… sí, sus objetivos tienen cierto peso en algunos círculos de la iglesia. Y, más allá de eso, en el reino de Grecia.
Una campana sonó gravemente en la lejanía. Grigor se puso de pie y abrió un armario. Dentro colgaban sus vestiduras.
– Tengo que oficiar una misa.
– Pienso que asustan al pueblo, Grigor -dijo Yashim.
Grigor pasó los brazos por la sotana, uno a uno, y no dijo nada. No miró a su alrededor.
– Creo que hay algo que los obliga a matar para poseerlo -continuó Yashim-. O para protegerlo. Algún, no sé, algún objeto, o alguna clase de conocimiento. Creo que, cuando alguien se acerca demasiado, reaccionan.
– Entiendo. -Había una mirada de desprecio en el rostro de Grigor-. Y tú, ángel… ¿no temes por ti mismo?
– Tengo miedo sólo de mi ignorancia -respondió Yashim cuidadosamente-. Tengo miedo del enemigo que no conozco.
El sacerdote cogió despreocupadamente un libro de la estantería que tenía a su lado.
– Tu enemigo es una idea. Los griegos la llaman la Gran Idea. Durante el tiempo que se tarda en decir una misa, puedes echar una ojeada a este ejemplar. Después de eso, el libro no existe. -Se puso la capa pluvial sobre los hombros, y se volvió hacia Yashim-: La Iglesia no tiene ninguna parte en este asunto tuyo.
Se miraron fijamente. Luego Grigor se fue, y Yashim se quedó solo, agarrando el libro con ambas manos.
32
«Durante el tiempo que se tarda en decir una misa.» Yashim se sentó. El libro estaba escrito -recopilado sería una palabra más adecuada- por un tal doctor Stephanitzes, difunto médico del ejército griego de la independencia. Había sido publicado recientemente en Atenas, la capital de la Grecia independiente. El papel era barato. El título estampado en oro de la cubierta estaba difuminado por los bordes.
Yashim nunca se había topado con un libro así en toda su vida… Un desordenado conjunto de profecías, prejuicios, falsas premisas y argumentos circulares. Predicaba una historia que empezaba con el colapso del poder bizantino en 1453, seguía su sinuoso camino, a lo largo de centenares de páginas y muchos falsos comienzos e irrelevantes apartes, hasta su restauración final bajo su último emperador, milagrosamente renacido.
Yashim descubrió los oráculos de un antiguo Patriarca, Tarasios, y de León el Sabio; las profecías de Metodio de Patara; el curiosamente profético epitafio sobre la tumba de Constantino el Grande, que había fundado la ciudad mil quinientos años antes; todo ello retorcido y almibarado por las visiones de un tal Agathangelos, el cual previo la ciudad liberada por una gran falange de rubios gigantes provenientes del norte, mientras los turcos eran expulsados más allá del Árbol de la Manzana Roja.
Ésa, entonces, era la Gran Idea. Un fárrago de blasfemias y fantasías… pero embriagadora, Yashim tenía que reconocerlo. Como meter la nariz a través de la puerta en el Bazar de las Especias. Si eras griego y deseabas creer, aquí estaba tu texto sagrado, sin la menor duda.
33
En la iglesia de San Jorge, el archimandrita volvió a balancear el incensario y llenó el aire de la agradable fragancia de madera de sándalo e incienso. Entonó las palabras del credo:
– «Creo en un Dios, Padre Altísimo, Creador del cielo y de la tierra y de todo lo visible e invisible.»
»"Y en un Señor, Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos."
»"Luz de Luz, Verdadero Dios de Verdadero Dios, engendrado, no hecho, consubstancial con el Padre, a través del Cual todas las cosas fueron hechas."
Cantaba las palabras; su cuerpo temblaba ante la mayestática profesión de fe; pero su mente estaba en otra parte. ¿Había, se preguntó, dicho demasiado?
– «Reconozco un bautismo para el perdón de los pecados.»
Y luego estaba el libro. Las autoridades otomanas probablemente no sabían de su existencia. Era mejor así.
– «Espero la resurrección de los muertos. Y la vida de los siglos futuros.»
De esa manera debía ser guardado.
– «Amén.»
34
Yashim se dirigió al Gran Bazar. Habían transcurrido dos días desde que Goulandris, el librero, fuera asesinado, y la confianza no había retornado: puertas cerradas salpicaban de vez en cuando las abundantes filas de puestos, los vendedores parecían deprimidos y la multitud, menos bulliciosa que de costumbre.
Malakian estaba ante su puerta, sentado tranquilamente sobre una estera con las manos en el regazo.
– ¿Tiene usted noticias?
Yashim movió la cabeza.
– ¿De Lefèvre, el francés del que hablamos? Fue asesinado en Pera.
Malakian suspiró.
– Es como dije. Lefèvre vivía una vida peligrosa.
– Eso no es exactamente lo que usted dijo, Malakian. Dijo usted que no siempre cavaba con una pala.
– Es lo mismo, amigo mío. En Estambul, creo, es mejor que no molesten a la tierra, que la dejen en paz.
– Lefèvre molestaba a algo. -Yashim se puso en cuclillas a su lado-. O a alguien.
– Tómese un café conmigo -dijo Malakian.
Yashim comprendió que la oferta era por compromiso, y declinó.
– La Hetira, effendi.
El viejo armenio hizo una pausa antes de replicar.
– Pienso que a un hombre como Lefèvre le gustaba trabajar donde hubiera dinero. Pero algunas veces, en esos lugares, hay demasiados secretos, y por lo tanto no hay confianza. Una negociación no es fácil. Lo siento por sus hijos.