Sostuvo la moneda entre el índice y el pulgar y la hizo girar sobre la mesa.
– El griego es un bravo luchador en el campo de batalla… -siguió diciendo-. El campo de batalla que existe en su propia cabeza. Extermina albaneses, derrota a los turcos, ¡y se abre camino para luchar contra Mehmet Alí hasta las mismas puertas de El Cairo! Se apoderará del mundo, como Alejandro Magno… Excepto que después se fuma su pipa, se toma su café, se olvida de todo y se sienta como un viejo turco. Es lo que usted llama kif, ¿no? Un estado de satisfecha contemplación. Los griegos pretenden que no lo tienen, y, mirándolos, a veces uno lo creería… Pero tienen el hábito kif peor que nadie. -Cerró los ojos y dejó que su cabeza se balanceara lentamente; luego se recuperó de golpe y soltó nuevamente una risita ahogada-. Pero ¿sabe usted por qué no luchan? Se lo diré gratis. Un griego nunca puede obedecer a otro griego. Están todos divididos en facciones, y cada facción tiene un solo miembro.
Yashim se rió. Lo que el doctor Millingen decía era irrefutable. Los griegos eran muy temperamentales. Nadie podía negar que el pequeño reino de Grecia había sido fundado en gran parte a pesar de los propios esfuerzos griegos. Once años antes, en 1828, una flota anglofrancesa había destruido a los otomanos en Navarino, y dictado los términos de la independencia griega para terminar una guerra civil que llevaba arrastrándose varios años.
– ¿Una sociedad secreta, doctor?
El doctor Millingen jugaba con la moneda, pasándosela entre los dedos.
– Según mi experiencia, hay muchas sociedades secretas griegas. Lo llevan en la sangre. Algunas son para comerciar. Otras son para la familia. En el reino de Grecia, por lo que he oído, algunos hacen campaña para lograr una república, o el socialismo.
– Sí, ya veo. ¿Y la Hetira?
– He oído hablar de ellos. Usted es amigo de Malakian, de modo que le contaré lo que sé. No debe ser repetido, si me comprende usted. Los de la Hetira son antiotomanos de una manera bastante contenida. La mayor parte de las sociedades secretas lo son, o no existirían. Pero la Hetira realmente desprecia el reino de Grecia. Creen que el reino fue construido por negociaciones secretas entre el Imperio otomano y las potencias europeas, para mantener a los griegos callados en las tierras otomanas.
– ¿Una conspiración?
– Entre un astuto sultán y acomodaticios embajadores extranjeros. Para la gente como la Hetira, Grecia no es más que una concesión a la opinión europea. Mientras tanto, se permiten un sueño. Desean un nuevo imperio. Los griegos no viven sólo en Grecia. Trabzon, Esmirna, Constantinopla: están llenas de griegos, ¿no?
Yashim observaba fascinado cómo el ángelus pasaba entre los dedos de Millingen.
– Pero también de turcos. Y de armenios, y judíos. ¿Qué pasa con ellos?
El doctor giró su muñeca y sus dedos se cerraron alrededor de la moneda. Cuando abrió la mano, la moneda había desaparecido.
Yashim sonrió y se puso de pie.
– Es un bonito truco -dijo.
– Missolonghi fue un asunto que se dilató mucho tiempo -dijo riendo el doctor Millingen-. Como he dicho, el momento estaba de nuestra parte. Y fue una interesante compañía.
Dobló sus dedos.
La vieja moneda centelleó en su palma.
36
– ¿Quién es ahora? Otro contratista más, y juro que gritaré. Ya estás bastante gordo, Anuk, deja ese pastel. Lee esto, Mina, corazón. Dime si está escrito correctamente. Si no es un contratista, lo recibiremos.
Abrió los brazos.
– ¡Yashim!
Preen sufrió un falso desmayo. Nadie en la habitación le prestó la más mínima atención, excepto Mina, que levantó la mirada y sonrió. Preen se recuperó instantáneamente de su desmayo y echó los brazos al cuello de Yashim.
– ¡Pensaba que eras un contratista! De todas maneras, podría no haberte reconocido. Han pasado meses.
Yashim sonrió. El sentido del tiempo de Preen siempre había sido elástico, estirándose o encogiéndose según su estado de ánimo; pero ella vivía en un mundo que era más vivo y extravagante que el suyo, en el que las fronteras entre la realidad y la simulación eran borrosas. Mucho tiempo atrás, siendo un muchacho, Preen había sido preparado como bailarín köçek, tan sensual y provocativo como cualquiera de las «chicas» köçek que bailaban en las bodas, fiestas y reuniones de la gran ciudad de Estambul. Nadie sabía exactamente cómo o cuándo se habían desarrollado las tradiciones köçek. Quizás habían bailado para los emperadores de Bizancio, quizás habían venido de la estepa, con los turcos; pero, al igual que los perros o los gitanos, formaban parte de la ciudad, como el sol o la humedad.
Preen no había perdido su energía vital, ni su sentido del humor, cuando dejó aparte sus pelucas y bustiers en favor de un erizado cuero cabelludo y unos holgados pijamas. Había un toque de gris en su corto pelo ahora, y su cara no mostraba ningún rastro de maquillaje, aparte de un poco de rouge, algo de antimonio y un toque de lápiz de cejas y el kohl. Llevaba un chaleco escarlata bordado. Dos de los dedos de su mano derecha estaban permanentemente doblados, el resultado de un accidente relacionado con un asesino y un difícil tramo de escaleras.
– ¿Meses, Preen? Más bien diría una semana.
– Una semana, para mí… ¡es un mes! No tengo tiempo para dormir, Yashim, sinceramente. -Sus dedos revolotearon hacia sus ojos-. ¿Parezco cansada?
Sonaba alegre, pero Yashim estaba familiarizado con los métodos de Preen, sus subyacentes ansiedades.
– ¿Cansada? Chisporroteas de energía, puedo sentirlo. Pareces una nueva…
– Soy una mujer nueva, Yashim.
Ambos rieron.
– Es verdad… aquel accidente fue lo mejor que podía haberme sucedido. Me hizo pensar. Reconozcámoslo, Yashim, me estaba volviendo demasiado vieja para bailar cada noche.
– Bailas tan bien como siempre.
Preen sonrió.
– He visto a demasiadas bailarinas hacerse viejas, Yashim. El teatro será algo diferente. -Lo pronunció tay-atre, la manera francesa que Yashim había empleado cuando por primera vez le explicó la idea-. He conseguido trabajo para tres de las chicas más viejas, vendiendo entradas, sorbetes y café.
Yashim había quedado sorprendido por el talento de Preen para la organización. Había desaparecido la bailarina que trabajaba sólo por las propinas de los clientes, que se preocupaba por su apariencia, cada vez más deteriorada, que dormía, bailaba y pasaba días enteros en el hammam. Tan pronto como captó la idea de que podía dirigir un teatro, se puso a ello con entusiasmo. Localizó buenos locales en Pera, buscó un equipo de contratistas y los sometió a su voluntad, planeó el programa entero y organizó el decorado… Todo ello en el lapso de unos pocos meses. Preen mostraba una inesperada veta de acero. No soportaba tonterías, ni contradicciones. Pero no regateaba elogios cuando correspondía.
No los escatimaba con él, desde luego. Yashim esperaba que tuviera razón, que Pera pudiera aceptar un teatro. Sería algo entre un music hall inglés y una revista parisién. Había leído sobre esos lugares. Muchas personas lo desaprobarían. Yashim, a fuer de sincero, lo desaprobaba también un poco. Pero, por Preen -y por su tribu-, esperaba que funcionara.