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El alabardero metió la llave en una pequeña cerradura. Con un solo giro de la muñeca, se abrió la puerta.

– ¿Sorprendido, effendi? Va bien, esta llavecita.

No había necesidad de decir nada más.

Yashim entró en la habitación. La entrada al harén era como una calle en miniatura, a cielo abierto durante sus primeros metros, con las ventanas de los apartamentos de los eunucos negros proyectándose sobre los adoquines. Sólo que se trataba de una calle de mármol perfectamente pulido, con fuentes que brotaban de nichos en las paredes; y estaba totalmente en silencio.

La puerta se cerró a sus espaldas. Yashim oyó el sonido ahogado de babuchas sobre las baldosas, y un viejo negro ataviado con un kaftán hermosamente bordado y un gran turbante blanco dobló una esquina, dándose aire con un abanico hecho de juncos.

– Hola, Hyacinth.

– Ay, ay, Yashim. Se está haciendo tarde.

– Lo siento.

Sólo dos o tres años antes, éste hubiera sido el momento más importante de la vida del harén. La hora de los rumores y la intimidad ante la comida, cuando miles de suculentos platos fluían de la cocina de palacio a los apartamentos del sultán; la hora, por encima de todo, de los preparativos finales de la gözde, el momento de engalanar, perfumar y calmar los nervios a la muchacha lo suficientemente afortunada para haber sido seleccionada para compartir el lecho del sultán aquella noche. Todo el harén se hubiera revoloteado y agitado como un bosque de pajarillos.

El silencio y la quietud eran audibles ahora.

– Pregúntale a la Valide, Hyacinth, si me recibirá.

40

– C'est bizarre, Yashim. A medida que se va haciendo mayor, mi hijo cada vez está más encaprichado con la moda europea… Sin embargo, yo, que nací en ella, descubro que prefiero las comodidades de la tradición oriental. Él difícilmente viene ya aquí, y sólo para verme. Su nuevo palacio le encanta. Yo encuentro que parece una fábrica.

Yashim inclinó la cabeza. La reina madre estaba en su sofá recostada contra una nube de cojines, con la luz como siempre artísticamente arreglada detrás de su cabeza, una persiana corrida sobre la pequeña ventanilla lateral, y un chal sobre las piernas. Raras veces caminaba ahora, si es que lo hacía alguna vez; sin embargo, su figura seguía siendo graciosa, y las sombras sobre su cara revelaban la belleza que antaño había sido y que aún, en cierto sentido, seguía siendo. Debajo de un kaftán de terciopelo de seda llevaba un fino vestido de gasa cuyo cuello y mangas estaban embellecidos con el más delicado encaje de Transilvania; ese encaje, recordó Yashim, estaba hecho por monjas. El remolino de su turbante estaba sujeto por una diadema de esmeraldas y diamantes. Sus manos eran blancas y delicadas. ¿Acaso no sabía la Valide que su hijo se estaba muriendo en Besiktas?

– Soy muy vieja, Yashim, como tú bien sabes. Topkapi ha sido mi hogar (algunos dirían mi prisión) durante sesenta años. También él es viejo. Bueno, el mundo se ha alejado de nosotros dos. A estas alturas (me gusta pensar) nos comprendemos mutuamente. Compartimos recuerdos. Yo tengo intención de morir aquí, Yashim, completamente vestida. En el palacio del sultán, en Besiktas, me pondrían un camisón y me meterían en una cama francesa, y eso sería el final de todo.

Yashim asintió. La mujer tenía toda la razón del mundo. Tantos años habían pasado desde que, siendo joven, fuera capturada por corsarios argelinos y entregada aquí, a los alojamientos del harén del viejo sultán Abdul Hamit, que resultaba fácil olvidar lo bien que la Valide conocía la moda europea. Aimée Dubucq du Riviery, hija de un plantador de la isla francesa de la Martinica. Era una francesa. La misma inescrutable ley del destino que la había llevado a ella al serrallo del sultán, donde finalmente había subido de escalafón hasta ocupar el puesto de Valide, había conducido a su amiga de la infancia, la pequeña Rose, al trono de Francia, como Josefina, la mismísima emperatriz de Napoleón.

Un camisón. Una estrecha cama francesa. Yashim sabía cómo vivían los europeos, con su manía por las divisiones. Parcelaban sus hogares del mismo modo que segregaban sus acciones. Los francos tenían habitaciones especiales para dormir, con delicados artilugios creados para realizar ese acto mismo, y a lo largo de todo el día estos dormitorios estaban vacíos y desolados, consolados sólo por el polvo que se alzaba bajo la luz del sol… A menos que pertenecieran a una inválida. En cuyo caso la propia inválida compartía la soledad y la desolación, lejos de la actividad de la casa.

Los francos tenían comedores para comer en ellos, y salas de estar para permanecer en ellas, y salones para retirarse… Como si, en todo caso, su vida entera no fuera más que una serie de retiros, andando de puntillas de una habitación y una función a la siguiente, cambiándose y vistiéndose una y otra vez, siempre escapando del compromiso con la vida real. Mientras que en un hogar otomano -incluso aquí, en el harén- a todo el mundo se le permitía flotar según las corrientes de la vida a medida que éstas pasaban con rapidez. La gente dividía su vida entre lo que era público y lo que estaba reservado para la familia, entre selamlik y haremlik: en los hogares más pobres, la división era una mera cortina. Si tenías hambre, traían comida. Si querías dormir, estirabas las piernas, te reclinabas y te echabas un chal por encima. Si estabas triste, alguien sin duda aparecía para animarte; si enfermo, alguien te velaba; si cansado, a nadie le importaba si dormitabas.

La Valide cogió el libro y levantó una ceja.

– Quizás pueda parecerte terriblemente vieja, Yashim, pero espero que no te estés preguntando si llegué a conocer al autor.

Yashim soltó una risita. La Valide alargó la mano en busca de un par de gafas y se las puso. Miró a modo de advertencia a Yashim por encima de la montura.

– Tengo mis vanidades, quand même -dijo.

No obstante, Yashim estaba demasiado encantado con la novedad de ver a una mujer con gafas para detenerse a considerar su efecto en la belleza de la Valide. La conocía como lectora, naturalmente; pero las gafas la hacían parecer, bueno, magníficamente sabia.

La mujer examinó la tapa de piel marrón del librito con cierto detalle, dándole varias vueltas. Deslizó un esbelto dedo detrás de la cubierta y abrió por la primera página.

– No me parece -dijo- que sea el tipo de libro que nos interesaría. Para empezar, no es francés. De aedificio et antiquitae Constantinopolii -leyó lentamente. La mano que sostenía el libro se hundió en los cojines-. Bailes. Comportamiento social. Las interminables tragedias de monsieur Racine. -Hizo una pausa-. Fue hace mucho tiempo, Yashim, y fuimos educadas… para servir de adorno, no para ser eruditas. Creo que es latín -añadió, con un pequeño estremecimiento.

Yashim, que ya había supuesto eso, trató de ocultar su decepción.

– Pensaba que quizás le resultaría a usted familiar.

– ¿El latín, Yashim? -La Valide soltó una estridente risita-. Pero no. Tienes razón. Lo siento, hace mucho tiempo. -Deslizó un dedo bajo su párpado, para quitarse una lágrima-. Tonta de mí. Estaba pensando en mi madre. Una mujer muy inteligente. No a mi manera, desde luego. Ella era una soñadora, una idéaliste. Padre quería que fuéramos bonitas. Pero mi madre… ella trató de enseñarnos algo más, más allá del baile y de la manera de usar el abanico. Incluso el latín. -Sonrió tristemente-. Pienso que hacía siempre demasiado calor.

Levantó la mirada casi con timidez.

– No hablo de ellos desde hace muchos años -dijo. La Valide se quitó las gafas y las dejó sobre la alfombra a su lado-. Los edificios y antigüedades de Constantinopla -dijo, devolviendo el libro-. No soy de mucha ayuda. Probablemente tú ya sabes cuándo fue publicado.