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– Una oka de calabacines, por favor.

El hombre recogió los calabacines en su platillo.

– He oído que tuvo un accidente. ¿Cómo pasó?

– Los calabacines.

Cuando Constantinedes inclinaba el platillo sobre el cesto de Yashim, éste lo agarró por el borde y suavemente volvió a alzar su nivel.

– Soy amigo suyo. Si tuvo un accidente, quizás pueda ayudar.

Constantinedes frunció los labios pensativamente.

– Puedo preguntar al cadí -dijo Yashim con calma, y dejó ir el platillo.

El cadí era el funcionario que regulaba el mercado. Los calabacines cayeron en el cesto.

– Quédate el cambio.

El hombre vaciló, luego recogió las dos monedas sin mirarlas y las dejó caer en la bolsita de lona que llevaba en la cintura.

– Cinco minutos -dijo quedamente.

4

Yashim removió el café y esperó con calma a que el poso se asentara. Constantinedes se llevó la taza a los labios.

– Todos tenemos que hacer una elección. No queremos problemas, ¿sabe?

– Sí. ¿Está bien Giorgos?

– Quizás. Yo no pregunto.

– Pero tú te quedarás con su puesto.

– Escuche. Esto pasó entre ellos y Giorgos. No nos meta a nosotros. Estoy hablando con usted porque era amigo suyo.

– ¿Quiénes son ellos?

El hombre apartó su café y se puso de pie.

– Un poco de todo, y se acabó. -Se inclinó para coger algo del suelo y Yashim oyó que susurraba-: La Hetira. Yo lo dejaría, effendi.

Regresó a su tenderete, dejando a Yashim en su contemplación de los gruesos y brillantes posos de su taza de café, preguntándose dónde había oído aquel nombre anteriormente.

5

Estambul era una ciudad en la que todo el mundo, desde el sultán hasta el último mendigo, pertenecía a alguna parte… a un gremio, a un barrio, a una familia, a una iglesia o a una mezquita. Dónde vivían, el trabajo que hacían, cómo les pagaban, cómo se casaban, nacían o eran enterrados, los amigos que tenían, el lugar en que rendían culto a su Dios… Todas estas cosas les venían dadas, por así decirlo, mucho antes de que formaran una pelota con sus puñitos y respiraran su primera bocanada de aire en Estambul; un aire cargado de almuecines, del olor del mar, y del perfume de los cipreses, de las especias y de las alcantarillas.

Los recién llegados -los extranjeros especialmente- a menudo se quejaban de que la vida en Estambul estaba muy compartimentada. Observaban la disposición como en harén de las casas, los lisos muros de las calles, cómo los comerciantes se amontonaban en una calle o una sección del bazar. Frecuentemente sentían claustrofobia. Los residentes de la parte más antigua de Estambul estaban acostumbrados a la confusa atmósfera, de calidez humana y a la vez de chismorreos, que los rodeaba desde la cuna y los seguía hasta la tumba. En aquella ciudad, eso Yashim lo sabía muy bien, incluso los muertos pertenecían a alguna parte.

Deslizó su pulgar por el borde de la mesa; se le ocurrió, y no por primera vez, que, de todo Estambul, él podía ser la excepción que confirmaba la regla. A veces se sentía más como un fantasma que como un hombre; su invisibilidad le dolía. Incluso los mendigos tenían un gremio que les prometía ocuparse de su entierro. Los eunucos corrientes del Imperio, que servían de carabinas, escoltas, guardianes… eran todos miembros de una familia. Muchos pertenecían a la mayor familia de todas, y vivían y morían al servicio del sultán. Yashim, por una temporada, había servido en el palacio del sultán; pero sus talentos eran demasiado grandes para que se sintiera cómodo retenido allí, entre las mujeres del harén y los secretos del sanctasanctórum del sultán. De manera que Yashim había elegido entre la libertad y la pertenencia; y un agradecido sultán le había otorgado esa libertad.

Con la libertad habían llegado responsabilidades que Yashim se esforzaba por cumplir. Pero también la soledad. Ni su condición, ni su profesión le daban el derecho a esperar ver su propio reflejo en otro par de ojos. Todo lo que tenía eran sus amigos.

Giorgos era un amigo. Pero ¿qué sabía realmente sobre Giorgos? Ni siquiera sabía dónde vivía. Ignoraba dónde había tenido el accidente. Pero estuviera donde estuviese, vivo o muerto, alguien en la ciudad lo sabía. Hasta los muertos pertenecen a alguna parte.

– ¿Giorgos? Nunca le pregunté -dijo el dueño del tenderete de al lado, rascándose la cabeza-. ¿En Yildiz? ¿En Dolmabahçe? En algún lugar del Bosforo, estoy totalmente seguro. Siempre viene andando del muelle Eminonu.

Uno de los barqueros de Eminonu, que descansaba su atlético cuerpo sobre el erguido remo de un frágil esquife, reconoció a Giorgos por la descripción de Yashim. Lo llevaba al Bosforo la mayoría de las noches, dijo. Dos noches antes, un grupo de griegos habían aparecido por el muelle pidiendo que los llevara por el Cuerno hacia Eyüp; estuvieron discutiendo un rato porque él no quería renunciar a su tarifa regular. Recordó también que debía de haber sido después del crepúsculo, porque las farolas estaban encendidas y observó que los braseros ardían en la costa de Pera, donde los vendedores de mejillones estaban preparando sus cucuruchos de la noche.

Yashim le ofreció una propina, unas moneditas de plata que el barquero se guardó sin mirarlas, reprimiendo cortésmente un reflejo que era una segunda naturaleza para la mayor parte de comerciantes de la ciudad. Entonces Yashim volvió sobre sus pasos, hacia el mercado, preguntándose si tal vez se encontraba en una de aquellas estrechas calles donde Giorgos había sufrido su accidente.

El sonido del agua cayendo llamó su atención. A través de un portal, situado a más altura que el nivel de la calle, captó el vislumbre de un patio con trozos de una tela deslumbrante puesta a secar sobre un arbusto de romero. Vio el festoneado borde de una fuente. La puerta se balanceó y se cerró. Pero entonces Yashim supo dónde podía encontrar a Giorgos.

Casi diez años después de que el sultán le hubiera dicho a sus súbditos que vistieran todos de la misma manera, Giorgos se aferraba al tradicional gorro azul, sin ala, y babuchas negras que lo identificaban como griego. En una ocasión, cuando Yashim le preguntó si pensaba adoptar el fez, Giorgos le respondió irguiéndose con rigidez:

– ¿Qué? ¿Crees que voy a vestir para sultanes y pachás toda mi vida? ¡Bah! Como estas flores de calabacín, ¡yo llevo lo que llevo porque soy lo que soy!

Yashim no le había vuelto a preguntar al respecto nunca más; y tampoco Giorgos había hecho ninguna observación sobre el turbante de Yashim. Se había convertido en una especie de signo secreto entre ellos, una fuente de silenciosa satisfacción y mutuo reconocimiento entre ellos, y entre todos los demás que daban de lado el fez, y seguían vistiendo como antes.

Aquella puerta que daba a la calle le había dado a Yashim una idea. Una iglesia se alzaba en la calle paralela con aquella por la que él estaba fatigosamente subiendo hacia el mercado. Un grupo de discretos edificios formaban un complejo alrededor de la iglesia, donde unas monjas vivían en dormitorios, comían en un refectorio y también dirigían un dispensario y un hospital de beneficencia para enfermos incurables. Si su amigo había sido encontrado en la calle después de su accidente, sería a esa puerta, sin la menor duda, adonde lo habrían traído, gracias a su gorro azul y sus negros zapatos.

Pero la puerta permaneció cerrada, a pesar de sus llamadas; y en la iglesia, cuando finalmente llegó a ella, tuvo que superar las sospechas de un joven sacerdote griego que sin duda había sido criado en un imperecedero odio por todo lo que Yashim podía representar. El turbante del conquistador, la ascendencia de la media luna en la ciudad santa de la Cristiandad ortodoxa, y el derecho a intervenir en sus asuntos. Pero cuando finalmente pasó más allá del retablo y a través de la puerta de la sacristía, se encontró con una vieja monja que asintió, y que dijo que, en efecto, habían dejado a un griego a su puerta justo dos noches antes.