– Está vivo, por la voluntad de Dios -dijo la monja-. Pero está muy grave.
El pabellón estaba bañado por una fría luz verde y olía a jabón de aceite de oliva. Había cuatro catres de madera y un amplio diván; todos los catres estaban ocupados. Yashim instintivamente se llevó la manga a la boca, pero la monja le tocó el brazo y le dijo que no se preocupara, que no había posibilidad de contagio alguno.
Los negros zapatos de Giorgos descansaban en el suelo, a los pies de su camastro. Giorgos tenía la mandíbula y media cara envuelta en vendajes, que continuaban por sus hombros y alrededor de su fornido pecho. Uno de sus brazos -el izquierdo- sobresalía rígidamente del catre, entablillado y vendado. Respiraba con dificultad. Lo que Yashim pudo ver de su rostro no era más que un hinchado cardenal, negro y morado, y varios oscuros coágulos allí donde la sangre se había secado alrededor de las heridas.
– Ha tomado un poco de sopa -susurró la monja-. Eso es bueno. Pero no podrá hablar durante muchos días.
Yashim difícilmente podía discutir con ella. Quienquiera que había atacado a su amigo había hecho un trabajo concienzudo. Su o sus identidades seguirían siendo un misterio, pensó, hasta que Giorgos se recuperara lo suficiente para hablar. La Hetira. ¿Qué significaba eso?
Mientras la monja lo acompañaba a través del pequeño patio, Yashim le contó lo que sabía sobre su amigo. Le dejó también una bolsita de monedas de plata y la dirección del café en Kara Davut donde podían localizarlo cuando Giorgos recobrara la conciencia.
Sólo después de que la puerta se hubo cerrado a sus espaldas, pensó Yashim en advertirla de la necesidad de guardar discreción, cuando no un absoluto secreto. Pero era demasiado tarde, y probablemente no importaba. Para Giorgos, a fin de cuentas, el daño ya estaba hecho.
6
Maximilien Lefèvre bajó ágilmente del esquife y anduvo por la estrecha calle guijarrosa, procurando evitar el canalón al aire libre que bajaba tortuosamente por la colina, en medio de la calle. De vez en cuando su recorrido aparecía bloqueado por una maraña de redes y nasas, dispuestas para ser reparadas; entonces saltaba sobre el canalón y continuaba por el otro lado, a veces agachándose para pasar por debajo de los salientes pisos superiores de las casas de madera, que se inclinaban en absurdos ángulos, como si el peso de las cuerdas de tender que había entre ellas las fueran arrastrando hacia abajo. Ancianas vestidas de negro de la cabeza a los pies se encontraban sentadas en sus escalones, sus regazos llenos de redes rotas. Las mujeres lo miraron con curiosidad cuando pasó.
Ortaköy era uno de la docena aproximada de pueblos griegos que se extendían a lo largo del Bosforo, entre Pera y las residencias de verano de los diplomáticos europeos. Allí estaban desde hacía ya dos mil años, y más aún… Cuando Agamenón reunió su flota, tal como cantó Homero. Los griegos del Bosforo habían tripulado los barcos que navegaron contra Jerjes, cuatro siglos antes de Cristo; habían transportado a Alejandro Magno a Asia cuando éste llevó a sus ilotas en sus legendarias campañas en Oriente. Un pachá otomano, recordó Lefèvre, explicó que Dios dio la tierra a los turcos… y a los griegos el mar. ¿Cómo podía haber sido de otro modo? Cuatrocientos años después de la conquista turca, los griegos seguían ganándose la vida con el mar. Habían navegado por esas aguas mientras los turcos aún andaban pastoreando sus rebaños por los desiertos de Asia.
La idea hizo fruncir el ceño a Lefèvre.
Los extranjeros raras veces visitaban los pueblos griegos, pese a la reputación de que allí se comía buen pescado; muy pronto Lefèvre se encontró con una comitiva de niños curiosos, que gritaban tras él y se empujaban mutuamente mientras sus abuelas observaban. Algunos de los niños más pequeños supusieron que Lefèvre era turco, y todos imaginaron que era rico, de manera que, cuando Lefèvre se detuvo y se dio la vuelta, se congregaron, medio curiosos y medio temerosos. Le vieron sacar una moneda del bolsillo y ofrecérsela con una sonrisa al niño más pequeño de todos. El pequeño vaciló, otro más atrevido se apoderó de la moneda, y estalló un pandemonio cuando toda la pandilla de niños se lanzó a perseguirlo calle abajo.
Lefèvre dobló la esquina para entrar en un callejón abandonado. Bandadas de diminutas moscas se alzaron de estancados charcos al aproximarse él. Las apartó como pudo de la cara y mantuvo la boca cerrada.
La puerta del café estaba abierta. Lefèvre se dirigió rápidamente a la parte de atrás y se sentó en una pequeña veranda que daba a los tejados en forma de canalón y al Bosforo. Al poco rato, otro hombre se unió a él.
Lefèvre se quedó mirando sus manos.
– No me gusta que nos encontremos aquí -dijo con calma, en griego.
El otro hombre se pasó la mano por el bigote.
– Éste es un buen lugar, signor. No es probable que nos molesten.
Lefèvre guardó silencio por unos momentos.
– Los griegos -gruñó- son unos ruidosos del carajo.
El hombre lanzó una risita.
– Pero usted, signore… usted es francés, ¿no?
Lefèvre levantó la cabeza y lanzó a su compañero una mirada de intenso desagrado.
– Hablemos -dijo.
7
En el palacio de Besiktas, con sus setenta y tres habitaciones y cuarenta y siete tramos de escaleras, la Sombra de Dios sobre la Tierra, el sultán Mahmut II, yacía agonizando de tuberculosis… y cirrosis hepática, producida por una vida de dedicación a la reforma de su imperio, según unas normas más occidentales, más modernas; y un mal champán acompañado de fuertes licores.
El sultán yacía recostado sobre las almohadas de un enorme lecho con dosel del que colgaban cortinas adornadas con borlas, contemplando a través de sus ojos inyectados en sangre el Bosforo bajo su ventana y las colinas de Asia, al otro lado de los estrechos. Tenía, lo sabía vagamente, un mundo bajo su mando. Las flotas del sultán otomano patrullaban el Mediterráneo y el mar Negro; se recitaban plegarias en su nombre en las mezquitas de Jerusalén, de La Meca y Medina; sus soldados hacían guardia en el Danubio junto a las Puertas de Hierro, y en las montañas del Líbano; y era el señor de Egipto. Tenía esposas, concubinas, tenía esclavos a su servicio, por no mencionar a los pachás, los almirantes, los seraskiers, voivodas y hospodares que gobernaban su extenso imperio con medrosa, o al menos respetuosa, obediencia a su voluntad.
En sus treinta años como sultán, Mahmut había presidido muchos cambios. Había destruido el poder de los jenízaros, el todopoderoso regimiento que se oponía a cualquier reforma. Había adoptado las botas de montar y las sillas francesas. Había ordenado a sus súbditos que dejaran de llevar turbante, si eran musulmanes, y babuchas azules, si eran judíos, y gorros azul celeste, si eran griegos. Había querido que todos los hombres recibieran el mismo tratamiento, y llevaran el fez rojo y la estambulina.
Los resultados habían sido dispares. Muchos de sus súbditos musulmanes lo denigraban ahora como el Sultán Infiel… Y en muchos de sus súbditos cristianos se habían despertado unas esperanzas no realistas. Aquellos griegos de Atenas se habían rebelado contra él. Al cabo de siete años de luchas, con la ayuda europea, habían creado su propio reino, independiente, en el Egeo. ¡El reino de Grecia!
El champán y el coñac habían aliviado parte de la ansiedad que el sultán experimentaba en sus esfuerzos por actualizar, y preservar, el imperio de sus antepasados.
Y ahora, a la edad de cincuenta y cuatro años, moría por su causa.
Su mano se movió lentamente hacia un cordel de seda cuyas borlas rozaban sus almohadas, y luego volvió a caer. Se estaba muriendo, y no sabía a quién podía llamar.