Se sentía muy cansado.
Sacudió la capa para desalojar algunas de las piedras, remetió las puntas y levantó el bulto hasta el nivel de su pecho. Caía agua de la capa, la estrujó un poco, lo que la hizo más liviana.
Reunió sus fuerzas y arrojó la capa arriba contra la pared. Volvió a caer en sus brazos. Lo intentó de nuevo, dando un paso atrás. Cuando la hubo lanzado, alargó los brazos para recogerla si caía. Esta vez oyó un ahogado chapoteo. La capa no volvió a caer.
Yashim encontró piedras en el suelo y empezó a lanzarlas hacia arriba.
El esfuerzo impedía que sintiera frío.
Cuando hubo lanzado una docena de piedras a la oscuridad, se detuvo y escuchó. Se oía un nuevo sonido, de agua borboteando. Avanzó un paso y tocó la pared. No podía sentir nada. Aplicó los labios a la pared y sintió que el agua goteaba.
Era fría como el hielo.
Volvió a lanzar piedras, en la oscuridad.
Era sólo otra manera de morir.
85
– ¿Está usted completamente segura?
– Completamente, doctor Millingen. Gracias.
– Al menos tiene usted unas excelentes babuchas turcas ahora -dijo, sonriendo.
– Sí. Ha sido usted muy amable.
La mujer se volvió hacia la pequeña puerta hundida y llamó.
La viuda Matalya respondió a la puerta. No sabía qué pensar al descubrir a la mujer franca en su umbral con un extraño. El doctor Millingen se tocó el sombrero con la punta de los dedos cortésmente, y la vieja aspiró por la nariz, trasladando su disgusto a un blanco sólido. Los sombreros, pensó, eran unas cosas muy repulsivas.
– Por favor, madame, manténgase en contacto.
Amélie le brindó una curiosa sonrisa.
– Tendré que hacerlo, supongo.
Entró en el apartamento. La vieja cerró la puerta y se dio la vuelta con una expresión muy seria en su cara, los labios apretados.
– Monsieur Yashim ¿está arriba? -preguntó Amélie, señalando con un dedo.
Los ojos de la viuda la taladraban.
– Creo que subiré a ver -dijo Amélie alegremente-. Salut!
86
Palieski posó su mano sobre el hombro del niño. -Oye -dijo, respirando con dificultad-, ¿vamos muy lejos? ¿Un largo camino?
El muchacho levantó la mirada y asintió.
– En tal caso -dijo el embajador firmemente- tomaremos una silla.
Chasqueó los dedos a una pareja de hombres que estaban en cuclillas junto a una pared.
– Mi trato -dijo, sonriendo-. Señala a estos hombres la correcta dirección, sé un buen chico.
Ya en la orilla cambiaron la silla por un bote. El niño señalaba hacia el Cuerno de Oro.
– ¿Fener? ¿Balat? Desembarcadero de Fener, por favor, barquero.
Quizás Yashim simplemente había salido de casa, pensó. Pero una vez que llegaron a Fener, el niño hizo algunos signos complicados y meneó la cabeza vigorosamente.
– De acuerdo -dijo Palieski-. Caminaremos, veo. No demasiado lejos ahora, ¿eh?
Lamentó haber seguido el consejo del niño mientras subía penosamente las colinas, pero se encontraban en una pobre vecindad que Palieski no conocía, y no habría porteadores por allí.
Finalmente el niño se encaramó a una pared baja y se sentó en ella, golpeando la pared con los talones y mirando atentamente hacia una puerta del otro lado de la calle.
– ¿Entró allí?
Palieski subió por las escaleras. Había un candado en la puerta, de manera que Palieski se dio la vuelta para captar la mirada del niño. Señaló la puerta. El pequeño asintió con la cabeza.
Palieski miró a un lado y otro de la calle. Aparte del niño encaramado a la pared, parecía totalmente vacía.
Stanislaw Palieski, a diferencia del doctor Millingen, no era un hombre que depositara mucha fe en los beneficios de un ejercicio regular. Sus brazos eran delgados; sus piernas, largas. Pero aún era capaz de un repentino y violento esfuerzo físico.
Se echó hacia atrás, se apoyó contra el muro y dobló aquellas largas piernas subiendo las rodillas hasta la altura de su barbilla.
Entonces, con un tremendo estrépito, golpeó con ambos pies la puerta, abriéndola de golpe.
El embajador se volvió hacia el niño, que lo estaba observando con asombro desde el otro lado de la calle, y le hizo un guiño sumamente impropio de un embajador.
Luego penetró en la helada penumbra para buscar a su amigo.
87
Yashim estaba cantando una vieja canción de los Balcanes, sobre un hombre que bajaba al río y pescaba en sus redes el alma de su amante muerta.
Giró lentamente en la oscuridad, a veces golpeando sus piernas, a veces tratando de lograr una presa mejor en el hombre que se había convertido en su nuevo amigo. Acababan de conocerse, también, pensó. ¡Querido Xani! Pestilente, flotante y complaciente. Qué buena suerte que se hubieran encontrado.
Ojalá Xani estuviera aún caliente, pensó Yashim como si estuviera soñando. El pozo se estaba llenando lentamente, cada vez más profundo a medida que el caudal de agua se acumulaba contra la capa y las piedras, sobre su cabeza. Oyó un golpeteo, distinto del sonido del agua que se derramaba en el pozo desde el bloqueado conducto de arriba. Durante unos minutos trató de imaginar lo que podría ser, antes de averiguar que era el sonido de sus propios dientes castañeteando.
Descubrió que todo su cuerpo estaba temblando, convulsionado por repentinos espasmos que sacudían su presa sobre el muerto y a veces lo enviaban tosiendo y debatiéndose bajo la superficie de la helada agua. En ocasiones tenía la sensación de encontrarse totalmente bajo el agua; y en otras, cerraba los ojos y sentía una oleada de gran lasitud y le invadía la paz, de manera que deseaba dejarse ir y hundirse, suave y soñadoramente, en las profundidades. No había tocado el suelo del pozo durante horas, parecía. De vez en cuando se encontraba bajo la espita de agua que caía del bloqueado conducto.
Oyó a alguien cantando una antigua marcha militar, con una voz pequeña, cansada. Pensó que debía de ser Xani. Luego supuso que era él mismo. En cualquier caso no importaba. No podía sentir las piernas.
Pero debía de haber sido arrastrado hacia otro pozo, porque la espita había dejado de manar sobre éclass="underline" ya no podía oír su chapoteo en la superficie. Se veía a sí mismo flotando interminablemente de pozo en pozo, pero estaba demasiado cansado para preocuparse al respecto. El cadáver de Xani iniciaba uno de sus gaseosos balanceos debajo de él, y sintió que resbalaba otra vez, nuevamente hacia el profundo barro, al consuelo del frío y la oscuridad. Había luchado duramente contra ello antes, pero ya no podía recordar por qué. Sabía que esta vez se dejaría ir.
Fue entonces, y sólo muy lentamente, cuando empezó a sentir que ya no estaba flotando. Yacía boca arriba, sintiendo un dolor en su espalda, respirando aire. Su codo se movía. Hacía un sonido áspero, chirriante… el primer sonido que no era gaseoso o líquido que oía en horas. Giró sobre sí mismo con dificultad y alargó las manos. El movimiento pareció llevarle minutos enteros, como si estuviera haciendo rodar una enorme piedra colina arriba. Ya no podía sentir sus manos, y para hacerlas obedecer trató con un esfuerzo de imaginarlas allí, al final de sus brazos que se extendían, palpando débilmente los ladrillos.
Con una lentitud que era inmensurable, en la oscuridad, empezó a deslizarse por el conducto. Transcurrieron horas antes de que recordara que había de mantenerse a la derecha. Fue el primer momento de auténtico terror que había experimentado desde que empezó su sufrimiento. ¿Quizás ya había pasado por alto un giro? Podría haber avanzado un centenar de metros, podría haber avanzado cinco. Ya no era capaz de juzgar.
Vio a Xani deslizándose por el tubo a su lado, arrastrando sus tripas en el agua.
Un resplandor de magníficos fuegos artificiales estalló dentro de su cabeza.
Oyó a su viejo amigo Palieski que gritaba su nombre.